Durante toda mi preparación académica formal (que por cierto, no ha sido mucha), siempre llevé la materia de “ciencia y método científico”. Una buena cantidad de textos empolvados atestiguan esta condición que si bien, en su momento fueron leídos con atención, lo cierto es que gradualmente me fueron dejando más dudas que certezas en esta actividad que humanamente nos preciamos de conocer, estimar, valorar o incluso dominar, mientras sumidos en la más profunda ignorancia, no nos lleva a saber responder realmente a las preguntas más básicas de nuestra existencia.
La palabra “ciencia” proviene del latín scientia que significa conocimiento. Curiosamente es un término que a su vez proviene del verbo scire, que es “saber”, aunque también alberga como significado secundario, la palabra necio.
Yo no la nombraría como necedad, sino como curiosidad. Curiosidad insaciable que si bien no es una característica de todo ser vivo (nunca he visto a una planta curioseando para ver en dónde puede hallar lo más fructífero de su alimento), puedo percibir que en la medida en la que los organismos evolucionan, se convierten en especímenes que se desplazan en el mundo, investigando lo que hay alrededor.
Por supuesto, esto tiene básicamente que ver con la supervivencia. Hay mucho más probabilidades de estar en un ambiente adecuado y cómodo, superando los temores y adentrándonos en el ámbito de la aventura, que simplemente esperando pacientemente a que las cosas nos lleguen en la pusilanimidad de la expectativa. Por supuesto existen las posibilidades de perecer en condiciones de excesivo atrevimiento y exposición al riesgo; pero es definitivo que investigar lo que existe alrededor y conocer el medio, puede ser más benéfico que perjudicial.
La historia de la ciencia es tan extensa y prolongada como la existencia humana y si bien, se ha ido desarrollando para culminar hasta ahora como un método, es decir como una serie de pasos formales para poder llegar en una forma más fácil al conocimiento, definitivamente no es perfecta. Esto ha dado lugar, dentro de muchos otros factores, a la creación de la ficción, que no es otra cosa que una especie de simulacro que trata de explicar, a través de múltiples formas, un ámbito imaginario que pueda llegar a atraer la atención. De hecho, la palabra ficción procede el latín fictus, que significa fingido.
La ciencia ficción es muy difícil de definir, pues por un lado trata de expresar en una forma imaginaria, lo que en un momento puede deparar el futuro partiendo precisamente de la fantasía, tomando como base, elementos lógicos de ciencia que en sí, es bastante complejo de definir. Lo maravilloso de todo esto es que también se puede extender al pasado más remoto, incluyendo lo que marcó el origen del universo.
En lo personal y considerando las limitaciones impuestas por nuestros órganos de los sentidos, las ciencias se basaron en un momento dado, tomando como pedestal, la imaginación y hasta la ilusión.
En este sentido, la historia de los virus resulta particularmente interesante y concretamente atractiva. Tanto es así, que pareciera surgir de las más mágicas narraciones de leyenda.
Un biólogo ruso que se llamó Dmitri Iósifovich Ivanovski (1864-1920), estudiaba una enfermedad de las plantas que era contagiosa, que progresaba con el simple contacto, no se relacionaba con parásitos visibles o bacterias detectables con cultivos y sobre todo, tenía un comportamiento de características infecciosas, que aparentemente no poseían relación con algún microorganismo. Este problema botánico se denomina “enfermedad de mosaico del tabaco” por las características que dejan precisamente en la hojas. Teniendo apenas los recursos de la época, que eran particularmente rudimentarios comparándolas con la actualidad, en 1892, buscó al agente causal por medio de filtros muy finos que, con porcelana, podían deducir el tamaño de microbios, específicamente de bacterias. Para él fue sorpresivo que ni siquiera el filtro más fino pudiese retener a algún organismo y pensando que había defectos en sus materiales, solamente y afortunadamente para la ciencia, se limitó a publicar sus descubrimientos, quedando ya en el olvido para la posteridad. Sin embargo, resulta particularmente generosa su contribución pues gracias a su divulgación, un microbiólogo holandés llamado Martinus Willem Beijerinck (1851-1931), leyó su documento, repitió los experimentos y dedujo o imaginó que podían existir microbios más pequeños que los conocidos hasta ese entonces. Propuso denominarles virus, que es una palabra que proviene del latín y que significa veneno, aunque realmente no se comportan estrictamente como un veneno en los términos más absolutos. Con Beijerinck nació la ciencia de la virología, que día con día ha avanzado en una forma verdaderamente extraordinaria y sorprendente.
Un bacteriólogo alemán llamado Friedrich August Johannes Loeffler (1852-1915) describió una enfermedad del ganado llamada Glosopeda, muy infecciosa entre bovinos y causada por un virus llamado Aphthovirus, en 1897, también descubierta por filtros.
En 1901 se incrementaron las pruebas para demostrar las enfermedades virales, lo que llevó a deducir al médico militar estadounidense Walter Reed (1851-1902) que la fiebre amarilla, que era un problema de salud ya identificado por el sabio cubano Carlos Juan Finlay y Barrés (1833-1915), simplemente era producida también por virus, llevando a cabo pruebas con filtros, situación aparentemente simple, pero de un extraordinario valor considerando la época a la que nos referimos.
A partir de entonces se han dado infinidad de descubrimientos sobre virus y hasta elementos de menor tamaño que conviven con nosotros, causando enfermedades que nos atemorizan o tal vez, cohabitando en procesos benéficos para nuestras vidas. Esto ha dado lugar a hallazgos realmente sorprendentes; pero nos referimos a algo indefinido que no es vida ni materia inanimada.
No hay una definición lo suficientemente satisfactoria para definir lo que es un virus. No son vida, pues no comparten biológicamente lo que en sí consideramos como algo viviente. No se alimentan, no respiran, no tienen elementos que metabolicen productos y no se reproducen por pareja (esto último, definitivamente no es vida). Simple y llanamente se introducen en una célula y aprovechando sus componentes, establecen un proceso que ni siquiera se puede decir que sea de reproducción. Hablamos de algo que realmente es una replicación, es decir, copiarse a sí mismos.
Estos microbios, que no son microbios (aunque sí lo son) ¡vaya problema de conceptos! Se fijan a la superficie de una célula. Esto no es tan simple de explicar pues depende de una serie de elementos que se denominan receptores específicos, que tienen una cantidad de variables imposibles de expresar, porque existen células que simplemente los rechazan o no los aceptan. Es como la chica que no desea ser nuestra novia. Los biólogos denominan a esto adsorpción.
Este fenómeno genera otra condición más compleja de explicar que es la penetración, que depende de una serie de factores que no se comprenden aún en su totalidad.
Una vez adentro de la célula, se dirigen (de alguna manera) al núcleo de la célula para volver a meterse dentro del alma celular y allí, aprovechar los elementos de ácidos nucleicos que dan lugar a la vida, para crear, digamos una “no vida”… que se replicará en un número indefinido de veces. Esto se lleva a cabo a través de un fenómeno denominado “ensamblaje” que generará otros virus que se liberarán, a manera de una descarga, en el medio ambiente extracelular, para que en una forma ineludible, afecten a células vecinas.
Esta descripción es simple y no refleja de ninguna manera toda la gama de deducciones que se han creado en nuestro intelecto, mucho más allá de las limitaciones particularmente de los sentidos que nos permiten interactuar en el mundo.
Pero lo más extraordinario de todo es que nadie ha podido ver o visualizar estos comportamientos. Se han deducido a través de la ciencia, la imaginación, la comprobación de hipótesis y la experimentación y es aquí cuando surge la pregunta obligada que nos llena de curiosidad, pues a final de cuentas, con toda la metodología que nos acerca a la percepción de la realidad, podemos entender muchas cosas, pero necesariamente también nos tenemos que remontar a la famosísima cita de Sócrates (470-399 antes de la era común), quien adelantándose a la ciencia ficción, en una realidad sorprendente, expresó: Yo solo sé, que no sé nada.
La ciencia de los virus es definitivamente, una ciencia ficción.