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El Universo en tu mano, un viaje extraordinario a los límites del tiempo y del espacio

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** Galfard, Christophe. (2016). El Universo en tu mano, un viaje extraordinario a los límites del tiempo y del espacio. Traducción de Pablo Álvarez Ellacuria. España: Blackie Books S. L. U.
** Galfard, Christophe. (2016). El Universo en tu mano, un viaje extraordinario a los límites del tiempo y del espacio. Traducción de Pablo Álvarez Ellacuria. España: Blackie Books S. L. U.

Repito: a día de hoy, todo lo que sabemos del universo remoto proviene de la luz que llega hasta nosotros. Para descifrarla y entenderla tenemos que descubrir exactamente qué información transporta la luz y cómo interactúa con la materia y los componentes de esta (los átomos) que encuentra a su paso en el espacio.

En capítulos posteriores de este libro te sumergirás directamente en el corazón de esos átomos, pero de momento no necesitas saber nada sobre ellos. Dejémoslo en que los átomos pueden describirse como núcleos redondos rodeados por electrones rotatorios y que estos últimos no están desperdigados al azar, sino organizados en capas alrededor del núcleo.

Resulta tentador imaginarlos como planetas que giran en torno a una estrella central, pero eso llevaría a confusión: de hecho, a las trayectorias de los electrones alrededor del núcleo del átomo las llamamos orbitales para distinguirlas expresamente de las órbitas planetarias.

A la velocidad adecuada, en teoría, un planeta puede orbitar alrededor de su estrella a la distancia que le plazca, pero ese no es el caso de los electrones. A diferencia de las órbitas planetarias, los orbitales electrónicos están separados por zonas de exclusión, espacios en los cuales los electrones simplemente no pueden estar. Además, los electrones pueden saltar con facilidad —en ocasiones, incluso espontáneamente— por encima de esas zonas prohibidas, de un orbital a otro.

Sin embargo, y esto es lo que nos interesa, esos saltos no se producen gratuitamente.

Para pasar de un orbital a otro, los electrones tienen que absorber o emitir algo de energía. Y puesto que cuanto más alejado está un electrón de su núcleo, mayor es la energía que transporta, para que un electrón salte de un orbital a otro más alejado tiene que ganar algo de energía, un poco como la llamarada con que un globo aerostático gana algo de altitud.

Inversamente, para acercarse al núcleo el electrón tiene que emitir algo a fin de deshacerse de parte de su energía, como cuando un globo suelta aire caliente para dejarse caer hacia la Tierra.

¿De dónde sale esa energía?

Precisamente ahí es donde entra en juego la luz: los electrones pueden saltar de un orbital a otro absorbiendo o emitiendo algo de luz. Pero no cualquier clase de luz.

Para pasar de un orbital a otro, los electrones tienen que saltar por encima de las zonas de exclusión electrónica que las separan y, para lograrlo, deben absorber o emitir una cantidad específica de energía que se corresponde con un rayo de luz específico. Si la luz que reciben no contiene la energía suficiente, los electrones no podrán dar el salto y permanecerán donde están. Del mismo modo, si los alcanza un rayo de luz excesivamente cargado de energía, podrían saltar por encima de varias zonas, e incluso verse expulsados del átomo al que pertenecen.

 

La humanidad llegó a esta conclusión a comienzos del siglo XX.

Quizá no te parezca algo sensacional, pero lo es.

Einstein (que desde luego era el perejil de todas las salsas) recibió el premio nobel de física en 1921 por descubrir esto mismo a propósito de los átomos que componen varios metales.

Tras décadas de experimentos (y reflexiones) realizados desde entonces sobre todos los átomos conocidos del universo, los científicos comprendieron que la energía necesaria para que un electrón se traslade de un orbital a otro en cualquier tipo de átomo corresponde específicamente al átomo del que forma parte. Y esto es una enorme suerte para nosotros, porque las diferentes energías se corresponden con distintas fuentes de luz, y mediante nuestros telescopios, evidentemente, podemos captar la luz procedente de casi cualquier lugar.

Esta sencilla circunstancia significa que los científicos son capaces de saber de qué están compuestos objetos lejanos como las estrellas o las nubes de gas, incluso las atmósferas de planetas lejanos, sin necesidad de viajar hasta ellos.

Ahora te explico cómo.

Imagina una fuente de luz perfecta, una que emita luces en todas las longitudes de onda posibles, desde las menos potentes (microondas) hasta las más cargadas de energía (rayos gamma), en todas direcciones. Esa fuente perfecta crea una reluciente esfera lumínica. Si a cierta distancia se encuentra un átomo, sus electrones, cegados por toda la luz que llega hasta ellos, absorben desaforados todas las que necesitan para saltar a un orbital más cargado de energía. Y cuando lo hacen se excitan.

¿Cómo que se “excitan”?

Sí, sí. Se excitan. Ese es el término técnico concreto con el que se describe lo que sucede entonces.

Es un poco como cuando los niños se les ofrecen dulces en una fiesta.

Y así como no resulta difícil saber a posteriori qué dulces prefieren los niños (basta con comprobar cuáles no se han comido), es posible deducir qué tipos de luz se ha tragado el átomo examinando cuáles están ausentes en su sombra. Toda la luz no consumida atraviesa indemne el átomo, y resulta sencillo detectar su característica longitud de onda. Los ausentes en cambio, aparecen como pequeños borrones oscuros en lo que, por lo demás, era un arcoíris continuo de colores y luz. Esa imagen recibe el nombre de espectro, mientras que los borrones oscuros se conocen como líneas de absorción.

Los científicos son papaces de discernir qué átomos se interponen en el recorrido de una fuente de luz simplemente fijándose en las longitudes de onda ausentes en un espectro.

De este modo valiéndote de la luz puedes descubrir qué tipo de materiales hay ahí afuera sin necesidad de llegar hasta su ubicación.

Y todos los telescopios que captan luz y que la humanidad ha utilizado hasta ahora nos dicen que todas las estrellas del universo están hechas de la misma materia que el Sol, la Tierra y nosotros mismos. Todos los objetos cósmicos del firmamento nocturno están hechos de los mismos átomos que nosotros.

Si no fuera así, nuestros telescopios nos lo dirían.

Por eso, podemos imaginar que las leyes que gobiernan la naturaleza son las mismas en todas partes.

Menos mal ¿no?

 

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