PRI: las horas amargas

Entre irse y quedarse escribió Octavio Paz: “Entre irse y quedarse duda el día, enamorado de su transparencia… Todo es visible y todo es elusivo, todo está cerca y todo es intocable… La luz hace del muro indiferente un espectral teatro de reflejos… Se disipa el instante. Sin moverme yo me quedo y me voy: soy una pausa”.

Así la Revolución Mexicana, que entre otras cosas sirvió para consolidar una ficción política, una ficción que entre que se va y se queda, que tiene grandes pausas. Esa misma que acuñó una metáfora contradictoria, pero eficiente: la “revolución institucionalizada”, ese halo de luz cual muro indiferente que hace un espectral teatro de reflejos.

Esa revolución ajustó en toda la geografía nacional una hegemonía política en la que el consenso fue el nacionalismo, la ideología, la identidad y su bastión cultural. Rápidamente, las elites locales de todo el país levantaron la mano, blandieron su estandarte y se treparon al tren del cambio. El cambio fue consistente, en algunas regiones se robusteció a los cacicazgos ya existentes, en otras se sustituyeron y en algunas más, se consolidaron nuevos cacicazgos. En muy pocos años, esos cacicazgos políticos constituyeron pequeñas y ágiles oligarquías, las cuales no sólo blindaron el acceso al poder, sino que aseguraron, según su discurso, el orden local.

En Tlaxcala, a mediados de los años 70, el entonces gobernador Emilio Sánchez Piedras, apadrinado por Hermenegildo Cuenca Díaz y Luis Echeverría asumió la gubernatura con dos grandes agendas políticas pendientes, una era retomar el proyecto de industrialización del Estado que había sido implementado desde el porfiriato y suspendido por la revolución y, otro, era el problema del campo tlaxcalteca, particularmente, las invasiones de tierras.

Amén de todo ello, Sánchez Piedras pasó otras horas amargas al intuir que su partido, llamado primero Partido Nacional Revolucionario, (PNR), posteriormente Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y, finalmente, Partido Revolucionario Institucional (PRI), seguía, después de 42 años ininterrumpidos en la titularidad del poder local. La responsabilidad de mantener esa empresa era, desde entonces, insondable. Sánchez Piedras asumió era el último de la tercera generación de priistas civiles en el poder. El grupo político de Sánchez Piedras tenía que comenzar a caminar, la cuarta generación pujaba con fuerza para asumir el timón de la familia oligárquica en el Estado, primero Tulio Hernández y, posteriormente, con agilidad y pragmatismo político, Beatriz Paredes colocó los cimientos de la nueva escuela, en la que los nuevos cuadros tenían que aprender cómo perpetuar el poder del partido, los intereses de la familia revolucionaria en detrimento de sus intereses personales. Nuevamente, la disciplina partidista y la obediencia eran unas de las reglas no escritas que debían ser asumidas por la nueva generación aspirante a ser una oligarquía local. La autopoiesis de un sistema político.

Durante la gubernatura de Beatriz Paredes Rangel la formación pragmática de los nuevos cuadros fue una prioridad, la incorporación de una nueva generación de élites locales y avecindados en el estado fructificó y aseguró que al menos durante los próximos 30 años se mantuvieran en el poder a pesar de las alternancias o transiciones pactadas entre sus pupilos para asegurar, desde otras siglas partidistas, la permanencia y la reproducción del poder local de sus mismas oligarquías.

Esos que han sido los demiurgos de la política local durante las últimas tres décadas, bajo un discurso reciclado del pasado glorioso del priismo de los milagros mexicanos y los desarrollos estabilizadores. Esta nueva generación se ha caracterizado no por presentar en sus discursos grandiosas ideas, programas novedosos de desarrollo y crecimiento, han sido, en el mayor de los casos, políticos sumamente pragmáticos y cotidianos. Expertos en acomodarse al gusto de todos y de todas las élites políticas y económicas locales y federales. Basta con enunciar la sombría asignación del poder del estado en Quiroz de la Vega, el cual mostró una obediencia y condescendencia absoluta a los proyectos locales y nacionales del partidazo. Al igual que José Antonio Álvarez Lima, un perpetuador de la flojera teórica ante los problemas y demandas, un aficionado más de las ocurrencias grilleras, las cuales fueron muy bien aprendidas y repasadas en la entonces floreciente escuela de cuadros: Instituto Sánchez y Paredes. Ese Instituto que divulgó a sus pupilos el asumir un “estilo de liderazgo”, ese liderazgo no unipersonal, no estridente, sino todo lo contrario, ser un liderazgo mesurado, un liderazgo apegado a la coordinación y diálogo, ser más que un “director de orquesta que solista”. La escuela de esta cuarta generación del priismo local impulsó la política como una práctica de contlapaches que, a pesar de los cambios, aparentes deserciones o cambios identitarios-partidistas, se debían guardar, en el fondo, lealtad y fidelidad política. Una máxima floreció, el poder político se presta, se toma y posteriormente se regresa, este esquema de sucesión fue posteriormente llamado alternancia o transición democrática. Máxime cuando las condiciones políticas del PRI a nivel nacional colapsaban a finales de los años 90 y comienzos del siglo XXI. Así sucedió en el gobierno federal y, en Tlaxcala no hubo excepción, las alternancias y transiciones habían sido ya cocinadas. La ruptura, aparente o fingida entre el sobrino del maestro Sánchez Piedras, Alfonso Sánchez Anaya, desertó del PRI para incorporarse al Partido de la Revolución Democrática (PRD), entonces un partido que ilusionó por su presumible adscripción de izquierda, un partido heredero, maltrecho de las deformaciones del Partido Comunista Mexicano (PCM) y del Partido Socialista Unificado de México (PSUM).

Desde adentro, desde la oligarquía, la alternancia o transición se había dado en Tlaxcala, la entidad estaba en consonancia con la algarabía nacional del cambio. El triunfo del Partido Acción Nacional (PAN) en las elecciones del año 2000 y su permanencia hasta 2012, apremió la reestructuración del grupo Sánchez-Paredes. El siguiente cambio político o transición tenía que darse desde otro partido, en consonancia con las siglas y los colores del partido que despacha desde Palacio Nacional, en este caso el PAN. El sacrificado de los subordinados del grupo Sánchez-Paredes fue Héctor Ortiz, quien rompe con el PRI, se incorpora a las filas del PAN y contiende por la gubernatura del estado en 2005. Héctor Ortiz resultó ganador de la contienda electoral y fungió como gobernador del estado durante los años de 2005 a 2011.

La operación de las siguientes elecciones en la entidad se da desde el epicentro del grupo Sánchez Piedras y Paredes Rangel, el retorno al gobierno del estado debe ser asignado a uno de los internos del grupo, los posibles elegidos son Joaquín Cisneros, tío de la actual candidata a gobernadora por Morena Lorena Cuéllar, quien en esta contienda era también candidata al gobierno del estado. El otro elegido por el grupo fue Mariano González Zarur, quien había competido por el PRI contra el subordinado de Beatriz Paredes Héctor Ortiz.

El grupo cerró filas a favor de Mariano González Zarur, incluso, Joaquín Cisneros, siendo tío de la candidata Lorena Cuéllar, se adhirió a la campaña de González. Los resultados electorales dieron el triunfo a González Zarur, quien gobernó en la entidad durante los años de 2011 a 2018. González Zarur fue el último de la cuarta generación del grupo Sánchez y Paredes en el gobierno del estado, los terremotos internos del PRI en la entidad y a nivel federal orillaron a que González heredara la gubernatura a un joven académico que militaba en el PRI pero que tenía poca presencia pública y política en la entidad, Marco Antonio Mena Rodríguez, bajo la esperanza de que éste mantuviera una continuidad y conformara, en lo inmediato, escuelas de cuadros para configurar una quinta generación de priistas en el estado. La pérdida de un sexenio que no es sexenio de Mena se dio a través de una errática intención de empalmar los conceptos teóricos de la gobernanza y la gubernamentalidad en la región, magnas obras y una notable invisibilidad política, así como un alejamiento con el núcleo central del partido político que representa.

Hoy, de nueva cuenta, el PRI local unifica a los representantes de esa cuarta generación de priistas y subordinados que se formaron en la escuela anteriormente referida, desde González Zarur y Héctor Ortiz y de manera temeraria el actual gobernador Mena, en apoyo a la candidatura de Anabell Ávalos Zempoalteca. Una cuadratura que en coalición disputa el reordenamiento de las oligarquías locales, la conformación de una anhelada quinta generación de priistas tlaxcaltecas y, sobre todo, evitar una ruptura en el manejo del poder. Puesto que la sobrina de Joaquín Cisneros Fernández y nieta de Joaquín Cisneros Molina y Crisanto Cuéllar, ex gobernadores de Tlaxcala, disputa desde la orfandad política la candidatura al gobierno del estado arropada por Morena.

Lorena Cuéllar, una ex priista segregada que optó después del espaldarazo de su familia Cisneros, renunciar al PRI e incorporarse al PRD y posteriormente, sumarse a Morena en 2017 y flotar con el efecto Obrador en la política local y nacional, pero fuera de la marea en la que se hunden las anclas y se dictan los designios de la política en Tlaxcala.

Así el PRI hoy en Tlaxcala, como lo sentenció Octavio Paz: “Entre irse y quedarse duda el día… Todo es visible y todo es elusivo, todo está cerca y todo es intocable… Sin moverme yo me quedo y me voy: soy una pausa”.

 

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