“La Universidad actual deberá ser un baluarte contra el devastador proceso de comercialización total a que está llevando la entronización del mercado”. Pablo Latapí (2007).
Desde hace algún tiempo, con tediosa frecuencia, se habla de la crisis en las universidades públicas autónomas (UPA). En efecto, luego de casi cuatro décadas de gobiernos neoliberales, las universidades sufrieron cambios sustanciales desde su definición conceptual hasta su pedagogía, pasando por la orientación de sus planes de estudio y la investigación.
Por esta razón, ahora que en México hay un gobierno que explícitamente se ha declarado postneoliberal, se produce una crisis en sus instituciones y estructuras. En el caso de las UPA, su crisis no se reduce a un problema de carácter específicamente financiero, sino a la necesidad de superar la universidad neoliberal, caracterizada por su concepción mercantilista, privatizadora, excluyente inequitativa, positivista, para ofrecer una educación que degradó las prácticas pedagógicas y redujo el papel de los docentes a meros técnicos del conocimiento al servicio de un sistema económico que no respeta el ambiente y apresura la explotación del hombre y la naturaleza. Al mismo tiempo, se fortaleció el poder de la burocracia universitaria, lo cual significó que los estudiantes y los trabajadores académicos y administrativos, dejaran de ser los sujetos activos del desarrollo de sus instituciones desplazados por un aparato burocrático copado por tecnócratas, cuyas iniciativas primero se instrumentaban y después se bajaban a los universitarios, para imponerse siguiendo los lineamientos conservadores de la Organización para el Comercio y el Desarrollo Económicos (OCDE), que concibe la educación como mero apéndice de la estructura laboral empresarial. Esto significó poner a la educación universitaria al servicio de la productividad económica, impidiendo el desarrollo pleno de las capacidades que permite una formación científica, humanista, crítica y transformadora. Con estas premisas, las universidades públicas autónomas se reorganizaron pata fortalecer la relación universidad–empresa y las habilidades y destrezas para el trabajo, impulsando el emprendurismo, dejando al margen aspectos como la ética social, laica y humanista, con el pretexto de que eso podría romper la unidad de los universitarios y agudizar sus diferencias, cosa que la producción de mercancía, y todo lo que implica, no hace.
Al mismo tiempo, los gobiernos neoliberales, comenzando con Miguel de la Madrid que redujo a la mitad el financiamiento a las universidades públicas, mantuvieron a las UPA al borde de la quiebra; más tarde, en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) la educación se perdió como derecho universal y, por tanto, laico y gratuito, para convertirse en una mercancía y nicho de oportunidad de inversión para el capital privado; paralelamente, Salinas condiciona la entrega de recursos a las UPA a la aceptación de las modificaciones “propuestas” (se puede leer impuestas) por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y la OCDE. Presurosas, las burocracias universitarias iniciaron los cambios correspondientes a fin de captar los recursos prometidos; sin embargo, al asumir la presidencia Ernesto Zedillo, se desconoció el acuerdo declarando inviable el financiamiento ofrecido por su antecesor e impuso un financiamiento discriminatorio mediante medidas competitivas y privatizadoras, como por ejemplo, financiamiento con base a resultados, conducción gerencial de la universidad, aumento de colegiaturas y del precio de los servicios administrativos, examen de admisión selectivo, mantener bajos salarios, al grado que un estudio del Centro de Análisis Multidisciplinario de la UNAM, respecto del salario de los trabajadores académicos de esa institución, concluye: “En 37 años de neoliberalismo. El grueso del personal docente en la UNAM sufrió una reducción salarial de tal magnitud que su ingreso base sólo llegó a representar poco menos de una tercera parte del poder adquisitivo de 1977” (Cit., por Carlos Fernández Vega, “México, S. A.” La Jornada, 27/03/21, p. 20). Esta situación se repite, casi sin excepción, en las universidades públicas del país y en algunas, como en la propia UNAM, empeora. Con la finalidad de paliar el impacto desalentador de los bajos salarios, se instituyó el pago salarial a los académicos “por productividad”, que, además de romper el principio de “a igual trabajo, igual salario”, puso a los académicos a perseguir de manera obsesiva el puntaje necesario para obtener los estímulos que permiten mejorar su percepción salarial; esta forma incluyó someter a una evaluación constante a los profesores e investigadores; “comercializar” las funciones universitarias; hacer investigación por encargo de empresas públicas y privadas; ofrecer asesorías, diplomados y cursos mediante púdicas “cuotas de recuperación” y otorgar mayores estímulos económicos a los mandos y a la tecnocracia burócrata encargados de hacer los ajustes recomendados por al FMI el Banco Mundial y la OCDE, que se alejan, cada vez más, de las vicisitudes de la academia hasta hacerse ajenas.
Todo esto imposibilitó el aumento de la matrícula exigido por un número creciente de jóvenes aspirantes a cursar estudios superiores; se reforzaron los exámenes de admisión excluyentes para rechazar a la mayor parte de los solicitantes de ingreso, a quienes se convencía de no estar “aptos” para cursar estudios superiores (el examen dixit) y sus resultados se hicieron inapelables, aunque se hiciera nugatorio un derecho constitucional y humano. No obstante, de acuerdo con la ANUIES, en las dos últimas dos décadas las universidades públicas del país ampliaron su matrícula 122 por ciento, mientras el financiamiento sólo creció 75.2 por ciento. Esto y las restricciones financieras impuestas a las universidades públicas desde 1982, así como el sistema de pensiones convertido en “chivo expiatorio”, fueron convertidos en parte del origen de la difícil situación financiera de algunas UPA, pero también fue una especie de subterfugio para ceder crecientes espacios al capital privado en la educación universitaria, cuya importancia la revelan los siguientes datos proporcionados en un desplegado por la “Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior A. C.” (FIMPES), en el que exigen que los investigadores que laboran en las universidades privadas obtengan el estímulo económico que reciben los miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) del Conacyt, aunque en realidad el propósito oculto es no pagar mejores salarios a sus trabajadores académicos y ponerlos a competir para lograr dicho estímulo, de manera que si no lo obtienen es muestra de su incompetencia y merecen el bajo salario que devengan. La FIMPES, convertida en grupo de presión, agrupa a 112 universidades particulares que imparten 11 mil programas educativos a cerca de 800 mil estudiantes en más de 100 ciudades del país (La Jornada, 12/05/21).
Esto es lo que, a grandes rasgos, sucedió con las UPA bajo el neoliberalismo. La nueva historia de éstas habrán de escribirla los universitarios conduciendo la transformación de sus instituciones impulsando el cumplimiento de la Ley General de Educación Superior, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 20 de abril de este año, en la que se garantiza la gratuidad y universalidad en este nivel educativo, se reconoce la autonomía de las universidades, así como el autogobierno, la libertad de investigación y cátedra, tanto como su régimen jurídico, estructura administrativa, patrimonio, características y modelos educativos y se establecen criterios para su financiamiento.
Esta ley, que por motivos presupuestales entrará en vigor en el ciclo escolar 2022–2023, ofrece un camino viable a los universitarios para recuperar su espíritu crítico que ponga a sus instituciones en el camino de la construcción de otro mundo posible.