Nos encontramos en una época de cambios sorprendentemente rápidos. No podemos circunscribir las transformaciones solo en relación al avance tecnológico o de las comunicaciones en donde ya podemos entablar diálogos verbales y visuales, prácticamente en tiempo real, con dos o más personas que tengan a la mano un teléfono celular, prácticamente en cualquier parte del mundo.
También en lo social hay cambios que polarizan al conjunto de las comunidades, cuando con sorpresa vamos descubriendo grupos de individuos que hacen valer sus derechos independientemente de su género o preferencia sexual.
Hace relativamente poco, la gente identificaba solamente a las personas heterosexuales y homosexuales; sin embargo, actualmente, cobijados por luchadores sociales, surgen comunidades como la LGBTQIA, siglas que corresponden a personas lésbicas, gay, bisexual, transgénero, queer o inseguro, intersexual y asexual. Pero esta es una visión reducida que no incluye a otros grupos que buscan su lugar en el ámbito popular como los pansexuales, antrosexuales, demisexuales, sapiosexuales, graysexuales, metrosexuales, spornosexuales o lumbersexuales; lista que dista mucho de estar completa.
Por supuesto es indudable el hecho de que se deben respetar todos y cada uno de los deseos, expectativas, visiones del mundo y percepciones; aunque existen grupos de sujetos con pensamientos extremadamente conservadores que rechazan inclusive más allá de la homosexualidad, el papel igualitario de la mujer con los hombres, en procesos de discriminación que ofenden el más puro y genuino sentido común.
Formamos parte de un conglomerado más tolerante que poco a poco genera espacios donde se van acomodando las expectativas de convivencia independientemente de las perspectivas de género; y si bien los avances no se dan con la rapidez requerida para que exista una paz generalizada, no podemos dejar de considerar el extraordinario papel que jugaron en el pasado personas de una lucidez extraordinaria. En este sentido, considero justo reconocer la labor de la mujer y hacer mención de quien es considerada la primera mujer médica de México: Matilde Petra Montoya Lafragua (1857-1938), cuya vida está marcada por hechos que indudablemente pueden considerarse como heroicos.
Esta extraordinaria mujer nació en la ciudad de México el 14 de marzo de 1857. Su madre, llamada Soledad Lafragua, que era orgullosamente originaria de nuestra ciudad de Puebla, quedando huérfana a una edad temprana, fue trasladada al entonces Convento de la Enseñanza, en la ciudad de México, donde aprendió a leer y a escribir con la rigidez disciplinaria de una orden religiosa. Con el paso del tiempo, se casó con un hombre extremadamente conservador llamado José María Montoya quien, en una actitud de extremismo casi terrorista, le prohibía incluso hasta el hecho de salir a la calle.
Fue en este ámbito donde nació Matilde Petra que, en el encierro de su madre, tuvo la fortuna de recibir una educación por parte materna, de tiempo completo y en una forma que solamente puede calificarse como excepcional. A los cuatro años de edad ya sabía leer y escribir, convirtiéndose en una ávida lectora. El padre, no comprendiendo este interés en cultivarse, le limitaba el acceso a la educación, que fue transpuesto por la madre consiguiendo libros y apuntes de todo tipo. Esto dio lugar a una cultura y educación sobresaliente que curiosamente iba a marcar una vida de lucha y polémica, pues desde pequeña era rechazada de las escuelas por su corta edad.
Con maestros particulares, la futura doctora Matilde se preparó para hacer el examen oficial para maestra de primaria que aprobó sin dificultad; sin embargo, debido a que contaba con apenas 13 años de edad, no le fue otorgado un puesto docente. Sin rendirse, continuó estudiando de modo que, tres años después, recibió el título de Partera de la Escuela de Parteras y Obstetras de la casa de Maternidad.
Ya para entonces tenía bien definida su vocación de ser médica. Para poder lograrlo, trabajó con dos médicos (Luís Muñoz y Manuel Soriano) buscando como objetivo ampliar conocimientos en anatomía general y terapéutica. A los 18 años decidió trasladarse a nuestra ciudad de Puebla, donde logró un amplio reconocimiento social; sin embargo, sufrió el rechazo contundente de médicos locales que la acusaron de ser “masona y protestante” y a través de notas periodísticas, invitaron a la población para dejar de acudir con dicha mujer poco confiable.
Para contrarrestar estos hechos, se inscribió en la Escuela de Medicina de Puebla donde fue aceptada por un brillante examen de admisión, motivo por el cual la admitieron en una ceremonia pública a la que concurrieron, desde el gobernador del estado, todos los abogados del Poder Judicial, numerosas maestras y muchas damas de la sociedad que le mostraban así su apoyo. Pero los sectores más radicales redoblaron sus ataques, publicando un artículo encabezado con la frase: “Impúdica y peligrosa mujer pretende convertirse en médica”.
Agobiada por las críticas, Matilde Montoya decidió regresar a la ciudad de México, donde por segunda vez solicitó su inscripción en la Escuela Nacional de Medicina, siendo aceptada por el entonces director, el doctor Francisco Ortega, en 1882, a los 24 años de edad. Pero no faltaban quienes opinaban que “debía ser perversa la mujer que quiere estudiar medicina, para ver cadáveres de hombres desnudos”.
En la Escuela Nacional de Medicina no faltaron las críticas, burlas y protestas debido a su presencia como única alumna, aunque también recibió el apoyo de varios compañeros solidarios, a quienes se les apodó “los montoyos”.
Después de una serie de intentos fallidos por darla de baja y tras una lucha infatigable, logró el título de médica solamente bajo el apoyo presidencial de Porfirio Díaz (1830-1915). Entonces tuvo que enfrentarse a otro problema, pues se le difamó bajo el argumento de que había obtenido su título por “decreto presidencial”. El 24 de agosto de 1887 por fin logró titularse, desempeñando una carrera particularmente productiva y brillante hasta su muerte, el 26 de enero de 1939 a la edad de 79 años.
Indudablemente la doctora Matilde Petra Montoya Lafragua es ya un icono de nuestra historia, pero sobre todo marcó la ruta para que las mujeres en nuestro país pudiesen tener acceso a la educación y desarrollo en todas las profesiones. Bajo esta visión, ningún elogio es suficiente para reconocer su valor y sobre todo entender que su constancia, tesón, valentía y aplomo constituyó una parte para que hoy, en una sociedad que avanza lentamente en derechos humanos, sea tolerante ante personas que desean insertarse con toda justicia, en nuestro conglomerado social, independientemente de su condición de género.