La caída de la gran Tenochtitlan fue verdaderamente desgarradora. Un choque de carácter brutal se dio entre dos naciones con una visión cosmológica totalmente distinta, aunque ciertamente era similar en algunos aspectos: Las dos tenían una clara división de clases sociales. Eran muy apegadas a creencias religiosas, lo que marcaba una base de conducta, reglas y actividades cotidianas que era definitivamente arraigada. La desobediencia a las leyes o las tradiciones era duramente castigada. Estaban preparados para tener actividades militares, producto de deseos de dominación territorial; sin embargo, era muy difícil definir quién podría salir victorioso de una lucha en esas condiciones.
Es complejo definir lo que sucedió realmente hablando en términos de exactitud, aunque no se puede dudar de que una clara diferencia fue determinante para que apenas un puñado de soldados venidos del continente europeo, en muy poco tiempo, lograran dominar a una nación. Alianzas de tipo diplomático entre españoles y pobladores oriundos del continente, marcaron una diferencia que se considera fundamental en una serie de sucesos tan extraordinarios como asombrosos.
Los pobladores del continente al que llegaban los españoles no eran un pueblo único sino habitantes fragmentados en muchas regiones que se comportaban de acuerdo con intereses propios. Con una visión de dominación, eran esencialmente guerreros que buscaban tanto protección como supremacía. Bajo esta óptica, los conquistadores llegaron sin ser vistos como la amenaza real que representarían conforme pasaría el tiempo. En los pueblos del antiguo continente americano, las alianzas para expandirse y defenderse eran algo particularmente común.
Dentro de las alianzas más poderosas estaba la que se conformaba por los señoríos de México-Tenochtitlan, Texcoco y Tacuba, conocida como la “Triple alianza” y que controlaban a decenas de pueblos de los alrededores, que eran obligados a pagar tributo y servir de apoyo militar, administrativo y hasta religioso.
Ante esta situación, había pueblos rivales como la coalición de Tlaxcallan integrada por 24 señoríos: cuatro integraban, como barrios, la cabecera de Tlaxcala. Estos fueron: Ocotelulco donde se concentraba la fuerza económica con su gran mercado y grandes palacios. Su gobernante principal era Maxix-catzin. Tizatlán fue el señorío donde radicaba el poder político militar, con su gobernante llamado Xicohténcatl el viejo y Tepetícpac con Quiahuiztlán, gobernados respectivamente por Tlahuexolotzin y Citlapopocatzin.
Nunca pudieron someterse ni ser sometidos, teniendo como característica principal la guerra persistente y dinámica.
La triple alianza daría cuerpo al pueblo mexica y los señoríos de Tlaxcallan, a los tlaxcaltecas. Como nación en constante expansión, los mexicas eran odiados en toda la región debido a la demanda de tributos y exigencias ante la necesidad de mantener a guerreros en cada territorio. Así, cuando se dio la oportunidad de unirse en contra del pueblo dominador, se conjuntaron muchos pueblos como los de Cempoala, Quiahuiztlán, Texcoco, Chalco, Xochimilco, Azcapotzalco y Mixquic, dando lugar a un ejército mayúsculo.
Pero muy poco se menciona sobre las necesidades de atención médica que requirió el ejército español en esta labor de conquista que de ninguna manera fue fácil y que también tuvo como elemento fundamental de victoria, el surgimiento de enfermedades infecciosas que trajeron los españoles y que tuvieron como protagonista principal a la viruela, que mató entre 30 por ciento y 50 por ciento de la población del continente americano.
Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano (1485 – 1547), mejor conocido simplemente como Hernán Cortés, fue el militar español que lideró la conquista dando lugar a la creación del Virreinato de Nueva España. Al inicio de su campaña, sin que se le planteara precisamente una guerra de conquista sino simplemente una expedición de investigación, no se le otorgó un servicio médico formal sino uno, digamos, básico, integrado por dos cirujanos barberos, dos boticarios curanderos y un solo doctor en medicina. Olvidadas de la historia, dos valientes mujeres sobresalieron en este grupo: Isabel Rodríguez y María Estrada, quienes a diferencia de los hombres, cuidaban enfermos y se encargaban del aseo y orden mientras los demás descansaban, bebían, jugaban o hacían cualquier otra cosa diferente al acto de curación como tal.
La atención médica dejaba mucho que desear y que estaba representada por el tratamiento de heridas, apretándolas con paños bañados en aceite caliente y sal, llegando por increíble que parezca, a ser insuficiente o inclusive a faltar del todo en plena campaña. Bajo estas circunstancias, tuvieron que recibir apoyos de los mismos tlaxcaltecas en cuestiones básicas como alimentos y a través de una herbolaria que fue producto de cuidadosas observaciones y experiencias acumuladas por muchos años y que sorprendieron por su efectividad a los mismos españoles. Un hecho que describe esta situación se encuentra en un relato conmovedor de Antonio de Solís, que narra, ante la necesidad de los soldados españoles, la atención de los médicos tlaxcaltecas: “Maxixcatzin convocó a los médicos más insignes, cuya ciencia consistía en el conocimiento y elección de las yerbas medicinales que aplicaban con admirable observación de sus virtudes y facultades. Se les debió enteramente la cura porque sirviéndose primero de unas yerbas saludables y benignas para corregir la inflamación y mitigar los dolores de que provenía la calentura, pasaron por sus grados a las que la ponían y cerraban las heridas con tanto acierto y felicidad que le restituyeran brevemente a su perfecta salud”.
Terminada la conquista se inició la fundación de hospitales. El 25 de marzo de 1537, adjunto al convento de San Francisco en la ciudad de Tlaxcala fue inaugurado un gran hospital llamado De la Encarnación. Los servicios médicos estuvieron a cargo de los médicos indígenas que, según descripciones de la época, eran “muy experimentados, sabían aplicar muchas hierbas y medicinas y hay algunos de tanta experiencia que muchas enfermedades que han padecido los españoles largos días sin hallar remedio, estos indios los han sanado”.
Fray Toribio de Benavente, mejor conocido como “Motolinía” (1482 – 1569), fue guardián del convento en 1537. Pudo documentar una vasta información de la herbolaria regional. Se atribuyeron cualidades terapéuticas a diversos animales y plantas con propiedades medicinales y pudo informarse de un buen número de aplicaciones terapéuticas; bálsamos, emplastos para fracturas, purgantes y diversos tratamientos para muchas enfermedades.
A medida que pasa el tiempo, resulta sorprendente que la cultura de herbolaria persiste en América Latina, con importantes contribuciones de México al mundo. Aunque en la actualidad la influencia de la medicina científica de occidente domina el abordaje de las enfermedades, no resulta nada extraño que personas de todas las condiciones recurren a la herbolaria, preservando la cultura y depositando la confianza en un pasado remoto que nos marcó en una forma indeleble.
En efecto, los mexicanos somos el resultado de la interacción étnica y cultural de dos mundos confrontados: los europeos, con un bagaje intelectual que no logramos comprender y el de los pueblos originarios del continente americano, con principios a los que un buen número de personas se aferran en formas tan conmovedoras como interesantes y que seguramente persistirá por siempre.