La desaparición de personas se ha presentado en nuestro país como una práctica social de terror y que puede ser perceptible como dispositivo de control y dominación en diferentes contextos geográficos nacionales. Esta práctica ha estado presente en nuestro país desde mediados del siglo XX. Sin embargo, no es posible establecer una línea temporal directa entre las desapariciones que ocurrieron en ese entonces hasta las que se presentan actualmente. Las de ese entonces, insertas dentro del periodo denominado “guerra sucia”, utilizada principalmente contra personas vistas como “disidencias políticas.”1 Ahora, las desapariciones se hacen desde otro marco histórico: el “narcotráfico” y diversas muestras de criminalidad.2 Esto dota de gran complejidad al momento de pensar los actores involucrados, los motivos, las razones y el paradero de las personas que se encuentran desaparecidas. Pareciera nimio distinguir entre periodos históricos. Empero, es importante diferenciarla de otros repertorios utilizados, tales como los asesinatos, secuestros y demás, puesto que acarrea una complejidad no sólo a nivel histórico-social o como práctica de violencia extrema.
Los efectos psicosociales que se pueden generar están influidos por este marco histórico, así como la forma de acompañamiento a las familias en búsqueda de sus seres queridos. Diversos textos han hablado sobre los efectos a nivel sintomático: estados ansiógenos crónicos, depresión crónica, problemas de salud, síntomas asociados al trastorno de estrés postraumático tales como insomnio, sueños o recuerdos recurrentes sobre la desaparición o la persona desaparecida, entre otros; las diferencias en cuanto a edad, el género, entre otras cuestiones (Retama y Rojas-Rajs, 2020). Sin embargo, comprender los efectos no implica hacerlo solamente en términos de trastorno o diagnóstico psiquiátrico. Sin desdeñar los aportes que la psiquiatría puede hacer, sólo pensarlos así obtura la aprehensión de lo que una persona con un ser querido vive (Antillón, 2022). Además, deja de lado dimensiones como lo social, político, que incidirán en los efectos de la desaparición como moduladores o haciendo más crónico el sufrimiento.
La desaparición de personas coloca en zonas de no-existencia e impone un modo de ser y estar. Esto significa que la persona desaparecida y su familia son empujados a lugares donde no son reconocidas como personas y colocadas en un estado de vulnerabilidad y desamparo crónico. Esto da pie a vivencias de vacío, de desvalimiento, en donde no pueden articularse palabras y sentimientos para poder narrar y enunciar lo vivido. Además, se lleva a las familias a un aislamiento social, en donde los vínculos se rompen y no hay posibilidad de intercambio con otras y otros:
Se revela en el terror imponiendo el silencio a la palabra. El agujero de la desaparición provoca efectos patológicos no sólo actuales sino también sobre varias generaciones, conmueve en cada uno las fundaciones del vínculo, del pensamiento y de la identidad (Kaës, 2006, p. 184).
Esto, por lo tanto, posibilitará controlar y dominar territorios. Es en ese sentido que, en un inicio, planteo la desaparición de personas como una estrategia que apunta a estos objetivos. Del otro lado —de la familia que sufre la desaparición— ocurre que no pueden encontrar un lugar dentro del conjunto social y comunitario: la vida psíquica se desmorona, se desmantela y ocurre una gran sensación de vacío; en lo comunitario, los vínculos son resquebrajados, no constituyen un lugar de acompañamiento a las personas ni de orden común, más que el impuesto por la violencia. Parafraseando a Butler (2010), se trata de vidas no lloradas, sin posibilidad de duelo y de elaboración, tanto la persona desaparecida como quienes le buscan.
El desolador panorama de la desaparición lleva a pensar que es imposible emerger de esta zona de no-existencia. Sin embargo, al momento de surgir colectivos de búsqueda es que se posibilita otra inscripción memorial e histórica: “La pérdida, al asumir formas colectivas y masivas, hermana a los sujetos, a todos aquellos que la sufrieron, la sufren o la sufrirán” (García Canal, 2014, p. 28). Esto implica el poder hablar con otras personas sobre lo sucedido e inventar otras formas de vivir la desaparición del familiar. En ese sentido, es un decir-interdecir-entredecir: decir para ser escuchado, decir entre varios y entre otros. Así, resignificar lo vivido, la manera en cómo son vistas, el lugar de ser un “familiar de persona desaparecida” y posibilitar un movimiento político. Los colectivos trabajan como espacios elaborativos de los efectos de la desaparición, así como una nueva forma de hacer frente a la violencia y exigir justicia. Un proceso de acompañamiento a las familias realizado por profesionales de la psicología, psiquiatría y disciplinas afines a la salud mental debe de reconocer estas formas organizativas con todo su potencial elabororativo y político más no situarse en un lugar de supuesto saber e indicar qué se tiene que hacer o no, así como no romantizar los procesos de búsqueda. De esta manera no se reproducen invisibilizaciones que se ejercen desde el discurso oficial y se apoya en la resistencia política ante las desapariciones. Por lo tanto, el acompañar tendría que tomar en cuenta estas cuestiones y, así, lograr fortalecer los procesos políticos de las familias.
1 Éstas, en términos generales mas no limitativos, eran “los comunistas” y las personas que se oponían al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
2 Muchas veces se coloca el sexenio de Felipe Calderón como el inicio de éstas y otras muestras de violencia. Sería ingenuo pensar que un solo régimen presidencial dio pie a la violencia contemporánea. Ya existían diversas declaraciones de “guerra” hacia las drogas “ilegales” desde Luis Echeverría y acciones contra el cultivo y consumo. La pérdida de hegemonía del PRI, el desmantelamiento de diversos cuerpos de seguridad, la autonomía que adquirieron las organizaciones criminales y la demanda de estupefacientes, principalmente de EE. UU., se unieron al hecho de que, con Felipe Calderón, hubo un cambio en la intensidad y distribución del despliegue militar (Astorga, 2023). De igual manera, Astorga (2023) ha llamado la atención sobre el “narcotráfico”: más que se trate de una legislación mexicana –puesto que no existe como delito– es una importación de la mirada estadounidense y que ha adquirido estatus de representación social.
Referencias bibliográficas
Antillón, X. (2022). [Anti] Manual sobre enfoque psicosocial y trabajo con víctimas de la violencia y violaciones a los derechos humanos. Fundar, Centro de Análisis e Investigación.
Astorga, L. (2023). ¿Sin un solo disparo? Inseguridad y delincuencia organizada en el gobierno de Enrique Peña. Universidad Nacional Autónoma de México.
Butler, J. (2010). Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Editorial Paidós.
García Canal, M. I. (2014). El imposible duelo. Debate Feminista, 50. https://doi.org/10.1016/S0188-9478(16)30127-X
Kaës, R. (2006). Rupturas catastróficas y trabajo de la memoria. Notas para una investigación. En Puget, J., y Kaës, R. Violencia de Estado y psicoanálisis (pp. 159-187). Editorial Lumen.
Retama, M., y Rojas-Rajs, S. (2020). Efectos y daños en la salud de familiares de personas desaparecidas: claves para la atención de familiares. En Yankelevich, J. (Ed.). Manual de Capacitación para la Búsqueda de Personas (pp. 41-53). Comisión Nacional de Búsqueda. https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/596056/Manual_de_capacitacion_para_la_Busqueda_de_Personas.pdf