¿Es realmente el horror un fenómeno inenarrable? Experiencias históricas y múltiples testimonios heredados por sujetos que sobrevivieron a las turbaciones perpetradas en los regímenes totalitarios, dictaduras militares, procesos de poscolonialidad y de las violencias prototípicas de las democracias neoliberales han demostrado que sí es posible narrar la experiencia humana ante el horror.
Desde la segunda mitad del siglo XX hasta la segunda década del siglo XXI los contextos de excepcionalidad y las violencias predatorias en tiempos de democracia y paz no han cejado, no hay tregua que alcance para atenuar los horrores, tal parece es un instrumento a través del cual también los regímenes democrático-neoliberales se organizan, cohesionan y administran.
En épocas recientes, la escucha se ha convertido en el paradigma en el que se finca la transmisión de la experiencia del sujeto atormentado. Varias han sido las coyunturas y los paradigmas que le han dado forma, destacan: el giro lingüístico, el giro subjetivo, la llegada de las justicias transicionales y postransicionales, los estudios de la decolonialidad y poscolonialidad, la emergencia de los feminismos, los estudios críticos literarios, las reformulaciones en la práctica terapéutica y del psicoanálisis, los estudios de la memoria y del tiempo presente, entre otros más. Desde entonces, el testimonio, como una muestra de la experiencia ha sido colocado en el centro. Aunque es importante hacer —por cuestiones de espacio— una somera valoración sobre cómo ese testimonio-escucha ha sido capitalizada y, por ende, cuáles han sido algunos de sus límites.
Uno de los límites de esas escuchas está enmarcado por una metáfora, la forma en cómo se enuncia-nombran al portador del testimonio. Comúnmente, a las personas que han padecido y sobrevivido a las atrocidades generadas tanto por el Estado como por actores paralelos, son percibidas como víctima, una metáfora básica y reduccionista. Bajo esta lógica es que existen víctimas de desaparición y desaparición forzada, víctimas de violaciones a los derechos humanos, víctimas de ejecución extrajudicial, víctimas a las violaciones de los derechos humanos y víctimas sobrevivientes de esas y otras violencias. El problema con ubicar los testimonios de estos sujetos como víctimas, es que, automáticamente, los coloca en los márgenes de la legalidad, pues su testimonio como una prueba jurídica está sometida a las pruebas de objetividad de una ciencia positiva como es el derecho, el acceso a la justicia es difícil accionar a partir del propio testimonio y experiencia.
El testimonio de ese sujeto metaforizado como víctima en términos históricos es silenciado, invalidado también por el lugar de enunciación que se le ha asignado, es difícil su testimonio amalgame la experiencia propia de uno, dos o más testigos de la o las violencias que padeció, su palabra, relato queda registrado como un dato aleatorio que da cuenta de un fragmento de un todo ignorado. Su testimonio se vuelve un dato difícil de validar, contrastar con otras fuentes inexistentes para su caso. Su voz, su memoria y su experiencia se invalidan, apenas si alcanza a ser una fuente para una nota periodística desvinculada de cualquier origen del problema, es una voz convertida en nota de prensa altamente mediática y coyuntural.
Hannah Arendt sostuvo en alguno de sus escritos que era imperante que lo humano permaneciera a partir de la escucha, que lo inenarrable pudiera ser definido, que el lenguaje fuera el hilo conector entre el horror y su nombrar. Por tanto, las preocupaciones del psicoanálisis y del acompañamiento psicosocial se encaminan a la escucha y el acompañamiento del sujeto que ha sido vaciado, a su vaciamiento como sujeto, en espera de reconstruir su experiencia y sea capaz el sujeto de narrarlas con sus propias palabras, nombrar con sus propias palabras la experiencia, poner nombre y resarcirse como sujeto social. Las clínicas de la devastación son quizá una muestra más acabada de los ejercicios planteados por el psicoanálisis y el acompañamiento psicosocial. Aunque se nombre, se enuncia, el límite de ese lenguaje está restringido a un pequeño grupo social que se identifica con ese lenguaje, con esa experiencia y sus significados, no tiene un alcance general o generalizado.
Asumiendo estas limitantes en la escucha, el leguaje, en los ámbitos jurídicos, histórico, en el campo psicoanalítico y en el acompañamiento psicosocial, nos sigue embargando una preocupación compartida anteriormente por Joan Scott, esa que refiere a la experiencia como una prueba de verdad, la experiencia ante el horror como una referencia social, colectiva, ampliada:
Cuando la prueba que se ofrece es la prueba de la experiencia, se refuerza todavía más el derecho a la referencialidad: después de todo ¿Qué podría ser más cierto que la propia afirmación de un sujeto sobre lo que ha vivido? Es precisamente este tipo de apelación a la experiencia como prueba incontestable y como punto explicativo original.
Cómo más allá de los campos jurídicos, históricos, literarios, psicoanalíticos y psicológicos se podría narrar el horror, crear una narrativa que sea compartida y extensa y que pase de lo racional a los elementos más subjetivos. Cómo puede ser posible escuchar para dar a ver, cómo escuchar el horror para darlo a conocer, describir la experiencia profunda y que, además, nos dé sentido tanto a los sobrevivientes y a los no sobrevivientes.
Definitivamente, una para llegar a esta narrativa está en comenzar a reventar la metáfora en la que el sujeto vaciado por el horror es enclaustrado, en todos los campos del saber, la metáfora de víctima permanece, mientras esa metáfora no sea dinamitada, el lenguaje de ese sujeto estará entrampado en su propia experiencia, en un acto dialógico, en un monólogo que se enuncia en soledad.
Es imperante considerar a las víctimas como testigos, como sobrevivientes que pueden narrar el horror y, posteriormente, como sujetos jurídicos que pueden denunciarlo, pero, se les sigue concibiendo como individuos vaciados de experiencia, como los soldados de Verdún, que regresaron mudos de la guerra, sin lenguaje y sin experiencia, aparentemente. No, los sujetos que padecen el horror no tienen que volver a ser vaciados de su contenido social y político. Su experiencia es una prueba de la realidad y de la verdad.
Una alternativa para alcanzar este objetivo colectivo y con un mayor impacto social, es sin duda, la práctica narrativa celebrada con sobrevivientes-testigos del horror, de los horrores.
La práctica narrativa requiere de una ética en la escucha, así como de un principio básico: partir de la dignidad, de la dignidad del testigo que fue horrorizado. Debemos arrancar bajo el entendido que en el testigo todo está ausente, pero a la vez implícito, es menester trabajar la reducción de ese dislocamiento desde una conarración.
Conarrar con el testigo implica hacer mapeos sobre lo que está ausente pero también presente y tejer una red de significados que permitan articular un lenguaje, ponerle nombre, referenciar y, posteriormente, clasificar como un síntoma del impacto del horror, de los horrores.
Primeramente, debemos trabajar con el o los testigos una suerte de prácticas de remembranza y externalización, es decir, el narrar desde la historia misma o una historia alternativa para, de esta forma, construir una narrativa conjunta, en coautoría con el agente que escucha y así definir el lenguaje con el cual se identificará y se comenzará a nombrar el horror, es imperante reducir la brecha entre lo que está ausente, pero, a la vez, implícito.
Posteriormente, debemos trabajar una narrativa que sirva como una ceremonia de definiciones, el cual el lenguaje alcanzará, según el consenso de los testigos para describir, hermanar la experiencia y, sobre todo, para nombrar los horrores. Sólo así podremos elaborar, plenariamente, una narrativa poderosa que tenga equivalencia para un grupo o, incluso para una sociedad más amplia. Elaborar andamios ficcionales, realistas, literarios o poéticos que nos permitan conectar con los resultados de un trabajo jurídico, histórico, psicoanalítico, psicológico y comunicacional, en aras de poder, al menos por ahora, reducir los límites de nuestra escucha tradicional y, paralelamente, poder nombrar el horror, en espera de que, a través de la práctica narrativa pudiéramos también entender y explicar el dolor y las ausencias que nuestra era se empeña en generar en aquellos sujetos convertidos forzadamente en testigos de las atrocidades.