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La figura del mundo

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Prólogo

La dificultad de ser hijo

Podría pensarse que quienes nacen en un entorno donde se cultivan la sensibilidad y el pensamiento disponen de cierta ventaja para su vida futura. Sin embargo, el privilegio de crecer rodeado de libros e ideas también implica crecer rodeado de variadas formas de la neurosis. El documental Bloody Daughter, realizado por la hija de la pianista Martha Argerich es uno de los muchos testimonios que reflejan los inconvenientes de descender de una personalidad fuerte.

Sin obsesión y sin ciertas dosis de egoísmo no se hace obra perdurable. La egolatría y la falta de interés por los demás suelen acompañar a intelectuales y artistas.

Y hay épocas en que esto se exacerba.

Nací en un momento en que la paternidad perdía la brújula. El los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, los universitarios (especialmente los de ciencias sociales y, más especialmente, los de la Ciudad de México) repudiaron las convenciones y buscaron nuevas formas de encarar la vida. Tiempos de amor libre, minifaldas, nuevas drogas y whisky a gogó. Aunque hubo intelectuales de conducta monacal, la atmósfera de conjunto invitaba a soltarse el pelo. No fue lo mismo ejercer la paternidad durante la Revolución Mexicana que durante la Era del Acuario.

En un país que parecía inmodificable. Donde la mayoría de los habitantes eran católicos y el mismo partido ganaba todas las elecciones, los universitarios crearon una pequeña reserva liberada y aceptaron una atractiva e inverificable ecuación para justificar su rebeldía: quien rompía códigos confirmaba su talento.

Esta actitud disruptiva produjo daños secundarios en mi generación. Hace algún tiempo, coincidí en una cena con la hija de dos conocidos escritores. Tuve la suerte de sentarme junto a ella y no perdí la oportunidad de preguntarle:

—¿Te hubiera gustado que tus papás se dedicaran a otra cosa?

—Me hubiera gustado tener papás —respondió sin vacilar.

Quien vive para concebir una realidad alterna suele desatender a los seres menores que medran a su lado, en la limitada realidad donde se derrama la leche y el gato estornuda.

De niña, mi hermana Renata solía ver a mi padre tendido en el sofá, sin ocupación aparente. Siendo la más sociable de los cuatro hermanos, no vacilaba en preguntar:

—¿Qué haces, papá?

—Estoy pensando —el filósofo respondía desde una dimensión a la que no teníamos acceso.

En numerosas ocasiones los hijos se convierten en obstáculos de la vocación intelectual. Algunos padres buscan superar esta incomodidad declarando que sus incomprensibles hijos son geniales.

A los diez años me llevaron a la Casa del Lago a ver la exposición de un pintor de mi edad, hijo de un director de cine y de una actriz. Tal vez pensaron que ese chico me serviría de ejemplo. Cuarenta años después él me diría:

—A los diez era un genio, a los dieciocho me había vuelto insoportable, a los veintidós era alcohólico y luego fui a dar al hospital psiquiátrico.

Un veloz inventario de los hijos de intelectuales mexicanos nacidos en los años cincuenta y sesenta arroja suicidios, adicciones, desempleo crónico, embarazos no deseados, pedantería extrema y un amplio repertorio de disfunciones.

El egregio Thomas Mann tuvo seis hijos y trabajó con el sentido del orden que sólo puede tener quien cree en el Diablo pero lo mantiene raya. Fue un esposo devoto que reprimió sus pasiones homosexuales y se limitó a explorar el lado obscuro de la realidad en su poderosa imaginación. Sus hijos nunca lo vieron llegar borracho ni seducir a la mejor amiga de su madre. Sin embargo, todo en aquella casa giraba en torno a la figura o, más precisamente, al escritorio del incansable renovador de la prosa alemana.

Michel Tournier escribió un hermoso ensayo sobre el hijo mayor de Thomas Mann, al que he robado el título de este prólogo: “El Mefisto de Klaus Mann o la dificultad de ser hijo”, que incluyó en su libro El vuelo del vampiro. Ahí describe las tribulaciones de un autor dotado de indiscutible talento, pero que tuvo la desgracia de crecer bajo la opresiva sombra del mayor novelista alemán de la época y que resolvió su desacuerdo con el destino tomando una sobredosis.

La comunidad intelectual parece más inclinada que otros sectores sociales a padecer los desfiguros de la psique, pero en modo alguno ostenta la exclusividad de esos padecimientos. A fin de cuentas, todas las familias son disfuncionales y la mayoría de ellas puede reclamar el prestigio de contar entre sus filas con un loco certificado.

En La melancolía creativa, el neurólogo Jesús Ramírez-Bermúdez, hijo del novelista José Agustín, recuerda el célebre Problema XXX, atribuido a Aristóteles, en el que la creatividad se asocia con un “dolor de mundo”. Tanto el proceso creativo como las perturbaciones mentales dependen de un “pensamiento divergente”: proponen algo que no está en el mundo.

¿En qué medida la creación colinda con la enfermedad? Ciertas personas componen una sinfonía o escriben un tratado de fenomenología para soportar el peso de una realidad adversa y otras compensan sus desajustes con alucinaciones o inventando un lenguaje incomprensible. ¿Cómo se transmite esto de padres a hijos? Ramírez-Bermúdez escribe al respecto: “Nancy Andreasen estudió casos célebres, como el de Albert Einstein y su hija, portadora de esquizofrenia, o el caso de James Joyce y Lucía Joyce, y planteó una posible relación genética entre las habilidades creativas dependientes de procesos lógicosecuenciales (como la literatura y las matemáticas) y la psicopatología esquizofrénica. De acuerdo con su hipótesis, la esquizofrenia podría aparecer como una forma frustrada o fallida de los procesos que, en su estado óptimo, hacen posible la creatividad”.

Ramírez-Bermúdez menciona significativos estudios de campo que comprueban el delicado vínculo entre la creatividad y los trastornos mentales, y la predisposición a trasladar a la siguiente generación tanto la sensibilidad como los desajustes psicológicos.

No es fácil llegar al mundo con alguien que pretende estar en otro mundo, pero se puede vivir con ello, e incluso se puede valorar esa peculiar manera de existir. Este libro procura contar la singularidad de mi padre desde la normalidad que tuvo para sus hijos, asumiendo, desde luego, que toda normalidad es imaginaria.

No pretendo erigir una estatua al Gran Hombre ni desacreditarlo por medio de infidencias. Por lo demás, el punto de vista elegido para narrar define más al autor que al protagonista retratado.

Mi padre fue contradictorio, como todos los que no son santos, y esas contradicciones valieron la pena de ser vividas.

…3 de noviembre de 2022. S

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