La intervención norteamericana en 1847, esa guerra infame que nos arrebató algo más de la mitad del territorio, dejó un trauma hondo y doloroso en el corazón de todos los mexicanos; y ese trauma, dígase lo que se diga y no obstante la devolución de las banderas que nos quitaron y les quitamos durante la lucha, no obstante la política de buena vecindad del segundo Roosevelt y de la Alianza para el progreso, no ha desaparecido todavía. La desconfianza y el temor permanecen latentes en el alma popular. Esta es verdad amarga y desnuda.
Aquí es oportuno recordar las palabras del maestro Justo Sierra en su viaje por los Estados Unidos en el otoño de 1895, cuando en Washington, frente al Capitolio, escribió: “Su grandeza me abruma y me impacienta, y me irrita a veces; pero no soy de los que pasan la vida arrodillados ante él, ni de los que siguen alborozados, con pasitos de pigmeo, los pasos de este gigante que, en otro tiempo, fue el ogro de nuestra historia… Pertenezco a un pueblo débil que puede perdonar, pero que no debe olvidar la espantosa injusticia cometida con él hace medio siglo; y quiero, como mi patria, tener ante los Estados Unidos, obra pasmosa de la naturaleza y de la suerte, la resignación orgullosa y muda que nos ha permitido hacernos dignamente de nuestro destino. Yo no niego mi admiración, pero procuro explicármela; mi cabeza se inclina, pero no permanece inclinada; luego se yergue más para ver mejor.” ¡Hermosa página del hombre austero y patriota! La actitud mental que retrata debería ser norma de buenos ciudadanos, debería ser claro ejemplo para la juventud. Es cierto que hay en las palabras de Sierra un leve optimismo y una ruda altivez; más a las patrias sólo así se las defiende, con altivez, con optimismo, con coraje, con desinterés, con amor.
El sentimiento antinorteamericano lo adquirimos desde la niñez los que gozamos de la primera juventud en la segunda década del presente siglo. Recuerdo que a fines de 1909 o a principios de 1910, con motivo de haber sido linchado en Texas un mexicano de nombre Antonio Rodríguez, apareció en el diario católico El País, además de la información, un editorial con el título de “Los malditos”, escrito por su director Trinidad Sánchez Santos contra Estados Unidos, editorial que provocó olas de patriotismo en todo el país. En la ciudad de México tuvo lugar una manifestación tumultuosa en la que varios individuos lograron derribar de su pedestal la estatua de Jorge Washington, sin que interviniera la policía, también hay que recordar la campaña antiimperialista del argentino Manuel Ugarte, quien visitó México en los comienzos del gobierno de Madero, dictando algunas conferencias en la capital de la República. Su libro El porvenir de la América Latina fue muy leído por aquellos años y contribuyó junto con el Ariel de José Enrique Rodó a crear en la juventud ideas latinoamericanistas contrarias a la política de la Casa Blanca y del Departamento de Estado. Estas ideas y sentimientos se acrecentaron en el curso de la Revolución, produciendo como resultado el nuevo y vigoroso nacionalismo mexicano…
El 9 de abril de 1914 siete soldados y un oficial norteamericanos, pertenecientes a la infantería de marina del acorazado Dolphin, que estaba frente al puerto de Tampico, desembarcaron de una lancha que enarbolaba la bandera de los Estados Unidos en un sector bajo control militar. Tampico estaba sitiado por fuerzas revolucionarias y defendido por tropas federales al mando del general Ignacio Morelos Zaragoza. Los siete soldados y el oficial fueron obligados a salir de la lancha por el coronel Ramón H. Hinojosa, a quien seguían diez soldados perfectamente armados. Los yanquis fueron detenidos; pero al saberlo Morelos Zaragoza los puso en libertad y dio cumplida disculpa al almirante Mayo, jefe de la flota extranjera surta en aguas territoriales mexicanas. El almirante no estuvo conforme con la disculpa, considerando la breve detención de sus subordinados como gravísima ofensa a la dignidad del gobierno y del pueblo de los Estados Unidos. Mayo exigió una disculpa oficial, seguridades de que Hinojosa sería castigado y que la bandera de los Estados Unidos fuera izada y saludada con veintiún cañonazos. El incidente que en realidad carecía de importancia, pasó a las cancillerías. El departamento de Estado ratificó las exigencias del marino. Huerta dijo que aceptaba siempre que inmediatamente después fuera también saludada con veintiún cañonazos la bandera mexicana. No hubo acuerdo, y el presidente Wilson solicitó del Congreso facultades para utilizar las fuerzas de mar y tierra contra nuestro país…
Frente al Puerto de Veracruz se halló una poderosa flota de los Estados Unidos… El día 21 sin previo aviso, sin declaración de guerra, varias lanchas ocupadas por marinos yanquis perfectamente armados se dirigieron a tierra con el propósito de ocupar la plaza. Inmediatamente los alumnos de la Escuela Naval y el pueblo se aprestaron a la defensa del puerto, rechazando en más de una ocasión a los marinos. La lucha desigual duró varias horas. Al fin tuvieron que ceder los mexicanos ante el cañoneo de los acorazados, la superioridad numérica y armamento de los intrusos. Sin embargo, ese pueblo y esos cadetes lograron con su valor y heroísmo poner a salvo el honor nacional. Muchos cayeron en la desigual pelea. Entre todos los combatientes nuestros se cita el caso del cadete José Azueta, quien con una ametralladora detuvo durante varias horas el ataque enemigo. Herido gravemente fue retirado del lugar de su hazaña. Hay la versión de que, ya ocupado el puerto por el invasor, el almirante Fletcher, impresionado por el heroísmo de Azuela, fue personalmente a ofrecerle los servicios de un cirujano norteamericano, y se dice que el joven héroe contestó: “¡De los invasores no quiero ni la vida!” Días después dejó de existir.