El mundo moderno, que ha desacralizado la naturaleza, ha polarizado el mundo espiritual y el físico como si pertenecieran a especies diferentes; esta creencia, asumida irreflexivamente, separa la mente de la materia, el alma del cuerpo, el sentimiento del pensamiento, el intelecto de la intuición y la razón del instinto. Pero la noción de lo sagrado desvanece las fronteras entre mundo interior y mundo exterior a las que nos hemos acostumbrado en las culturas occidentales modernas.
Lo sagrado surge de la capacidad de asombro de los humanos. El hecho mismo de que el mundo sea y que el hombre lo experimente intensamente, es la fuente de lo sagrado. Lo sagrado es un estado anímico que aparece cuando el hombre siente y se sabe plenamente integrado a lo existente. Es una experiencia que está al alcance de cualquier persona que tenga la disposición de renunciar a las limitaciones del ego y esté abierta a una realidad que la rebasa infinitamente, permitiendo que esa realidad inconmensurable se sirva de su conciencia para pensarse a sí misma. Cuando se da esa conexión, en momentos que no puedo llamar sino luminosos, se experimenta eso que llamamos sagrado. Uno de los medios para alcanzar ese estado es el empleo, ritual o no, de plantas psicoactivas llamadas enteógenos (del griego en theos genos: generar lo sagrado dentro de sí). Si dejamos de condicionar la existencia de lo sagrado a que sea una realidad “objetiva”, independiente de nuestra conciencia, y lo concebimos como una profunda consideración de ser en el mundo, se comprenderá de mejor manera que las visiones que aparecen durante el trance extático son metáforas visuales, imágenes mentales que dan cuenta del vínculo del hombre con el cosmos que habita y que es habitado por él.
Huxley y la mezcalina
En mayo de 1953 Aldous Huxley se prestó como conejillo de indias para experimentar con mezcalina bajo la vigilancia de un psiquiatra. Lo que el escritor inglés relató después fue que tuvo una intensa experiencia de carácter estético, en la que unos ramos de flores colocados sobre el escritorio provocaron en él un asombro tal que lo hicieron decir que “estaba contemplando lo que Adán había visto la mañana de su creación: el milagro, momento por momento, de la existencia desnuda”.
Huxley también destaca en su relato lo que denominó “la visión sacramental de la realidad”, cuando, contemplando las patas de una silla, se identificó plenamente con ellas. Lo dice de esta manera:
Todo brillaba con la luz interior y era infinito en su significado. Las patas de la silla, por ejemplo, ¡Qué maravillosamente tubulares eran! Pasé varios minutos no en mera contemplación de estas patas de bambú, sino realmente siendo ellas, o mejor dicho, siendo yo mismo en ellas o, todavía con más precisión —pues “yo” no intervenía en el asunto, como tampoco, en cierto modo, “ellas”— siendo mi no-mismo en la no-misma que era la silla”.2
Con esta última frase, que está en los límites del sentido y el sinsentido, de lo expresable y lo inexpresable, Huxley intentó comunicar lo esencial de su experiencia. Una experiencia que lo colocó en los linderos de lo expresable con el lenguaje hablado que Wittgenstein refirió como una experiencia mística.
Lo místico
Uno de los biógrafos de Ludwig Wittgenstein relata una experiencia decisiva que el filósofo austriaco tuvo en su juventud. Tendría unos veintiún años cuando asistió a una obra de teatro en la que el personaje central, llamado “Juan el picapedrero”, era un hombre marginal considerado por los terratenientes de su provincia como un hereje. En cierta ocasión Juan explicaba a los jóvenes de su aldea cómo había logrado la paz interior en la que vivía. Les confesó que tiempo atrás, después de una grave enfermedad que tuvo que enfrentar completamente solo, tuvo una “inspiración” en la que una voz interior le habló y le dijo: “Tú formas parte del todo, y el todo forma parte de ti ¡No puede ocurrirte nada!”. Estas palabras tocaron profundamente al joven Wittgenstein, al grado de que llegó a considerarlas como una experiencia mística fundamental, de modo que la raíz más profunda de su religiosidad —dice Wilhelm Baum— no fue una evidencia intelectual, sino una experiencia de carácter místico. Algunos años después, en su Conferencia sobre ética diría que esa experiencia lo llevó “… a chocar con los límites del lenguaje, de igual modo que ha llevado a chocar con ellos, según creo, a todos aquellos seres humanos que alguna vez han intentado hablar o escribir sobre ética o religión. Este chocar con los límites de nuestra jaula es una empresa que no tiene ningún porvenir”.3
En la lectura que Óscar del Barco hace de la obra de Wittgenstein advierte una teología atea, una teología sin Dios y sin razón, sin theos y sin logos.4 Del Barco encuentra en el Tractatus una frase fundamental que atraviesa la obra de Wittgenstein: “No es lo místico cómo sea el mundo, sino que sea el mundo”. La experiencia mística no consiste en indagar cómo está conformado el mundo, sino en vivenciar que el mundo es.
Del Barco refiere que en su “Conferencia sobre ética”, pronunciada en 1931, Wittgenstein escribió que la mejor manera de describir la experiencia más intensa, la experiencia por excelencia, consiste en decir que “cuando tengo esa experiencia me maravillo de la existencia del mundo”, es la experiencia de “ver el mundo como un milagro”. Los mismos términos en los que se expresaba Aldous Huxley en su experiencia con mezcalina. Del Barco nos recuerda que “maravillarse” ante la existencia del mundo ha sido un tema recurrente en la historia de la filosofía, y en esa perspectiva, dice, se inscribe lo dicho por Wittgenstein. ¿Cómo expresar esa experiencia fundamental? ¿Cómo decirla a uno mismo y a los demás? Esa es la gran tarea filosófica que Wittgenstein se planteó, “delimitar lo pensable y con ello lo impensable. Delimitar lo impensable dentro de lo pensable”. “Ser capaces de pensar lo que no se puede pensar”. Porque eso que no se puede pensar ni decir sin embargo es. “Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico”, dice Wittgenstein en el Tractatus.6
En una carta a Bertrand Russell, fechada el 19 de septiembre de 1919, Wittgenstein le comenta que el punto esencial de su filosofía está en la teoría de lo que puede ser expresado a través del lenguaje y lo que no puede ser expresado a través de proposiciones sino mostrado. Cinco años antes había anotado en lo que hoy se conoce como Diario filosófico lo siguiente: “Lo que puede ser mostrado no puede ser dicho”. Se trata de la diferencia —dice Del Barco— entre lo decible y lo no decible, o entre lo decible y lo mostrable, alrededor de la cual se articula el Tractatus. Lo que Wittgenstein (o cualquiera que haya tenido una experiencia mística), no puede decir, es eso que lo ha maravillado. De eso no se puede hablar y de lo que no se puede hablar hay que callar. Así concluye el Tractatus.
Esta perspectiva filosófica contiene un profundo cuestionamiento al trabajo etnográfico que recoge de los labios de los chamanes el testimonio verbalizado de sus experiencias místicas, ya sean oníricas, enteogénicas o de trances extáticos alcanzados por otros medios. El antropólogo incita en sus entrevistas al chamán a articular un discurso que lo orilla a intentar expresar lo inexpresable. En sus notas de campo quedan registradas metáforas, palabras que evocan imágenes provenientes de sueños o estados de éxtasis que son considerados como “datos etnográficos”, a partir de los cuales construye un discurso que pretende “explicar” el pensamiento mítico-mágico-religioso de esa cultura.
La cultura moderna, a través del discurso científico, considera entonces como “alucinaciones” aquellas imágenes que han sido sustraídas, en calidad de “datos”, de la experiencia mística en la que fueron generadas y en la cual adquieren su sentido pleno. Su material de trabajo es lo que se puede decir y observar, durante y después de un trance extático, pero la experiencia misma queda, inevitablemente, fuera de su alcance. De este cuestionamiento no se debe deducir, desde luego, la invalidación del trabajo etnográfico, sino el reconocimiento de sus limitaciones. La tarea de trazar los límites entre lo expresable y lo inefable en el discurso antropológico está aún por realizarse. Lo que se ha hecho hasta ahora es descalificar eso que está ahí, operando silenciosamente en la cultura chamánica, por considerarlo inconsistente como “dato” etnográfico. Eso, que es la dimensión de lo sagrado. Un primer paso en la comprensión de ese estado inefable, de esa experiencia inexpresable, es el empleo, consciente de sus implicaciones, del término enteógeno. El límite entre lo que se puede decir y lo que se muestra lo experimenta también quien intenta relatar un sueño cualquiera, ya no digamos un sueño lúcido o una revelación. El desfase, la falta de concordancia entre la palabra y el sentimiento son enormes porque son de naturaleza distinta. Del Barco lo ejemplifica bien al hablar de la música. Se le puede decir a alguien que el Quinteto en do mayor de Schubert es de una “fantástica belleza”, pero con decirlo no basta para que experimente esa belleza: decir es decir que es bello, mostrar es hacer oír el Quinteto. Del mismo modo un chamán puede decir que experimentó un estado de éxtasis en sueños o durante una sesión enteogénica, pero no se puede transmitir dicho estado de éxtasis en tanto experiencia vivida. Lo que se puede es vivir esa experiencia no sólo para tomar nota de lo que habla el chamán, sino para comprender el sentido de lo que calla. También en el mundo onírico, sólo quien ha sentido sus sueños y comprobado su inefabilidad, está preparado para comprender de mejor manera el sueño de otro.
Según Wittgenstein el lenguaje es y no es una jaula. Como jaula impone límites a lo que puede decirse, pero también se puede arremeter contra esos límites intentando decir lo que no se puede decir, tal como lo hace la música, la pintura, la danza, la poesía. En el lenguaje hay dos campos —dice Del Barco— el del encierro en la jaula, el del decir-con-sentido; y el del que arremete contra los barrotes de la jaula (el poético, el místico) intentando salir del encierro. “Lo místico es, así, una disolución del lenguaje y del pensamiento con sentido, el espacio de una desconstrucción y no una cosa a la que se trata de alcanzar… El lenguaje, así, sería y no sería una jaula. Si no se comprende esto no se comprende uno de los problemas centrales de la filosofía de Wittgenstein.7 Lo que no entendió Bertrand Russell —concluye Del Barco— cuando criticó a Wittgenstein porque hablaba de lo que según él no podía hablarse, es que el silencio quiere el habla del silencio: el habla que “importa” es la que se habla cuando no se puede hablar, el balbuceo que llega desde más allá de los límites del habla.8
Finalmente quisiera referirme brevemente, siguiendo los pasos de Óscar del Barco, a la idea de Dios en Wittgenstein. El 1 de agosto de 1916 escribió en su Diario: “Podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es al sentido del mundo”; también escribió: “El modo como todo discurre es Dios”.9 En el Tractatus había escrito: “Cómo sea el mundo es de todo punto indiferente para lo más alto. Dios no se manifiesta en el mundo”.10 Al afirmar que Dios no se revela en el mundo debe entenderse que Dios se revela no en el mundo, en el cómo del mundo, sino en el hecho de que sea, de que haya mundo: se revela en “el sentir místico de que el mundo es”.
Wittgenstein llama Dios a una dimensión, modo o estado, que implica al mundo, y no a una cosa o ente… Creer en Dios quiere decir comprender el sentido de la vida…
Se llama Dios —dice Wittgenstein— al estado místico anterior a la religión. Se trata de un estado de unidad extática que desvanece las dicotomías de la matriz sujeto-objeto en la pasividad del “uno”. Tal estado es previo a la constitución de las grandes religiones y es constituyente de ellas, aun cuando, posteriormente, las religiones mismas hayan tendido a suprimir el momento místico de su propio origen. “Así el estado místico (sin-sujeto, sin-tiempo, sin ética y sin-ser) fue entificado y substantivizado como Sumo-Ente por la teología dogmática. El que ha muerto es ese Dios cargado con los atributos de la Persona y el poder”. De ahí la respuesta que Wittgenstein le dio a un sacerdote cuando le preguntó si creía en Dios, “Sí —dijo— aunque la diferencia entre lo que usted cree y lo que yo creo puede ser infinita”.
Si pensamos esta profunda disparidad en torno a la idea de lo divino en los términos en los que se plantean las diferencias religiosas en nuestro país, advertiremos que la cosmovisión de los pueblos indígenas y campesinos que conservan antiguas tradiciones es cercana a la idea de dios en Wittgenstein, de ahí la compleja ritualidad del culto a la naturaleza, que sigue siendo considerada por las iglesias oficiales como cultos condenables, cuando no diabólicos, distanciados de la única y verdadera religión.
1 Tomado del libro, La mirada interior. Plantas sagradas del mundo amerindio, Debate, México, 2016.
2 Huxley, 1999: pp. 18-24.
3 Wilhelm Baum, Ludwig Wittgenstein, Alianza Editorial, Sección Humanidades, El libro de bolsillo N° 1356, Madrid, España, 1988: pp. 56, 57.
4 Oscar del Barco, Alternativas de lo posthumano, textos reunidos, Caja Negra Editora, Buenos Aires, Argentina, 2010: p. 219.
5 Ibid. P. 227.
6 Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, Alianza Editorial, El Libro de Bolsillo, Madrid, 2012, p. 144.
7 Del Barco, op cit, P. 233.
8 Ibid. P. 238.
9 Ibid. P. 234.
10 Ibid. p. 143.