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Me resulta incomprensible

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Creo que a estas alturas ya todos nos dimos cuenta de que el presidente de México está convencido de que quienes hacemos investigación científica somos una bola de burgueses privilegiados, desconectados y desinteresados de la realidad del país.

¿Puede por favor alguien decirme de dónde saca esa idea? ¿Conoce investigadores reales, de carne y hueso y con familias, historias, decisiones y batallas diarias, mensuales, anuales, de toda la vida?¿Sabe las preguntas que tratan de contestar? ¿Le queda claro que durante su formación muchos han tenido ofertas para emigrar, pero han decidido quedarse o regresar a México, porque aman a este país y quieren serle útiles, a pesar de que su vida y la de su familia aquí va a ser mucho más difícil?

Me parece que parte del problema es que el presidente solo tiene una noción generalizada, vaga, nebulosa: “los científicos”. Ni idea quiénes sean esos, pero seguro son personas malas, parásitas, soberbias, payasas e insoportables.

 

Pienso que tal vez ayude explicar con ejemplos concretos.
¿Les sirve el mío? Ahí les va

 

Mi abuelo fue químico. Se murió a los 47 años porque tenía una válvula del corazón defectuosa. Mi mamá fue química farmacéutica bióloga y maestra universitaria por 40 años. Se murió a los 74 de cáncer. Yo y mis hermanos estudiamos la primaria y secundaria en escuelas de gobierno y luego en prepas incorporadas a la UNAM, becados. A los 18 años yo entré a la universidad y empecé a hacer investigación sobre enfermedades de importancia nacional: cisticercosis, fibrosis pulmonar, cirrosis, hepatitis. Dormía poco porque vivía lejos y me pasaba cuatro o cinco horas en el transporte público. Comía tortas en CU o afuera de Cancerología. A veces no me daba tiempo de comer, o se me acababa el dinero en fotocopias.

Aprendí mucho. Mis jefes de laboratorio eran listos y amables.

Me titulé de licenciatura y luego hice exámenes y solicitudes a universidades en el extranjero para estudiar sobre trasplantes y enfermedades autoinmunes. Me aceptaron en la Clínica Mayo, en Estados Unidos, y a los 24 años me fui a estudiar allá. Ellos pagaron mi avión y mi colegiatura y me daban una ayuda económica para sostenerme. Llegamos en enero. Tuvimos que comprar botas y abrigos porque en Minnesota los inviernos duran cinco meses y alcanzan 40 grados bajo cero. El Conacyt me había  dado un préstamo en UDIS con el que me depositaba 500 dólares al mes, que apenas alcanzaban para pagar la renta. Mi entonces esposo trabajaba tiempo completo a pesar de tener que lidiar continuamente con Inmigración para mantener sus papeles en regla. Aun así, muchos meses tuvimos que ir al banco de alimentos por provisiones que el gobierno gringo le daba a las familias pobres: teníamos una bebita de seis meses, no nos alcanzaba para una guardería y no teníamos familia allá, así que durante el día la cuidaban mujeres que recibían niños en sus casas. Yo no podía trabajar, pero me inscribía como voluntaria a todos los estudios clínicos que podía para conseguir algo de dinero extra. El último año participé donando óvulos para parejas infértiles. (Los científicos somos burgueses privilegiados ricachones, ¿ven?).

Mis jefes de laboratorio gringos también eran listos y buenas personas. Aprendí mucho porque teníamos muchos reactivos y equipos. Las clases a veces no eran tan buenas como las que había tenido en México, pero la biblioteca tenía acceso a todas las publicaciones que uno pudiera necesitar. Yo dormía menos que nunca pero sentía que valía la pena porque estaba aprendiendo cosas importantes y útiles y aportando al conocimiento humano: mi tesis de doctorado fue sobre cómo algunos genes hacen que los ratones se mueran horriblemente al infectarse con un parásito transmitido por una garrapata. Un protozoario que resulta que infecta a las vacas en México. Mi investigación además se relacionaba con el problema humano de que algunos individuos se mueren horriblemente al infectarse con un parásito transmitido por un mosquito. (Babesiosis. Paludismo. Dengue. ¿Problemas nacionales? Oh, sí.)

Regresé a México a los 31 años sin casa ni trabajo y endeudada con el Conacyt, pero con el orgullo de haber sido admitida al Sistema Nacional de Investigadores, como mis maestros. Empecé a trabajar en la UNAM con leucocitos humanos que purificábamos a partir de los “desechos”  del banco de sangre del IMSS: a veces nos quedábamos en el laboratorio toda la noche porque necesitábamos asegurar que las muestras estuvieran libres de hepatitis, VIH y enfermedad de Chagas. (¿Desconectados de los problemas nacionales, verdad? Claro.)

Luego trabajé en uno de los Institutos Nacionales de Salud. Sobre tuberculosis, VIH, influenza y lupus. (¿Problemas nacionales, apá? Sí, mijo).

Mi mamá me prestaba su coche para ir diario de Cuernavaca a la Ciudad de México. Pero luego tuvimos un accidente y el carro fue pérdida total. Entonces viajaba diario de aventón al Instituto. Varios investigadores nacionales hacíamos lo mismo. Mis hijos se acostumbraron a comer con su papá en la comida corrida. (Burgueses privilegiados, exacto).

A mi jefa de laboratorio le encargaron trabajar en un proyecto con la Fundación Slim, Harvard y el MIT. Todo el equipo invirtió horas y horas en recabar, purificar y analizar más de 2 mil muestras. Fueron días de locura y desvelo continuo. A raíz de ese proyecto, una empresa farmacéutica me ofreció trabajo haciendo investigación en farmacogenómica, o sea, averiguando por qué a algunas personas les hace bien cierta medicina y a otros les causa efectos secundarios. (¿Problema nacional también? Újules). El trabajo era en Toluca y yo vivía en Cuernavaca. La empresa me dio un Jetta con el que iba todos los días por las Lagunas de Zempoala. Como ya no trabajaba para una institución académica, el SNI me dejó de dar el estimulo económico aunque seguía teniendo el nombramiento de Investigadora Nacional y las obligaciones que eso implicaba.

Me dolió dejar la investigación académica y tener que adaptarme a un trabajo “corporativo”. Pero resultó una buena decisión porque mi hija se enfermó y con mi sueldo anterior no hubiera podido mantenerla viva. (Ni la medicina tradicional ni la homeopatía son útiles contra la insuficiencia renal: nomás la medicina científica hegemónica occidental y su antinatural hemodiálisis. Y, para los que tienen suerte, el todavía más blasfemo trasplante de órganos. Pero nosotros no tuvimos suerte. Ni siquiera con los medicamentos biotecnológicos que le inyectábamos para compensar la anemia que hacía que no estuviera lista para la cirugía. El riñón de su mamá (científica burguesa privilegiada soberbia y ¿qué más era?) era compatible y había pasado todas las pruebas. Pero se nos murió antes de podérselo poner, así pasa a veces.)

Ahora ya no soy Investigadora Nacional porque no tengo cabeza para llenar los informes. Aunque publiqué un artículo en Nature, sobre riesgo genético de diabetes en mexicanos. (La diabetes causa insuficiencia renal, y el país no tiene manera de darles hemodiálisis a todos. Problema nacional, creo. Pero ya da igual.)

Actualmente trabajo sobre depresión y esquizofrenia y discapacidad mental y autismo y cuidados paliativos. Problemas nacionales que casualmente también deben abordarse con medicina basada en evidencias y los productos de la maldita ciencia imperialista capitalista hegemónica patriarcal.

 

Una historia más, si me permiten

 

A los 21 años uno de mis maestros nos invitó a conocer los tapetes microbianos de Guerrero Negro, en Baja California. Nos fuimos en camión, 48 horas seguidas (Chihuahua es inmenso) y luego nos trepamos al ferry. Acampamos en la arena y comimos nuestras latas de atún y chilorio. Vimos formaciones impresionantes hechas de ecosistemas microscópicos. Luego nos subimos a otro camión hasta San Diego (como cinco horas parados porque no hay muchas corridas) porque la segunda parte de la invitación era al Instituto Scripps a escuchar y conocer a colegas y amigos de nuestro maestro, nombres legendarios que salían en los libros de texto: Lynn Margulis, Stanley Miller, Francis Crick. En San Diego dormimos en el garage del amigo de alguien. Un viaje deslumbrante. Por supuesto nuestro maestro era Toño Lazcano.

¿Cuántos hemos sido alumnos del doctor Antonio Eusebio Lazcano Araujo Reyes? ¿Cientos? ¿Miles? Tengo la impresión de que todos aprendimos que es crucial y urgente hacer ciencia de excelencia en México. Lo aprendimos sólo de verlo a él, un torbellino de brillantez amable y un científico espléndido.

¿De verdad el Conacyt va a echar por la borda el privilegio de tenerlo en una de sus Comisiones Dictaminadoras? Me resulta incomprensible.

 

* [email protected]


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