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Salvar al fuego

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Guillermo Arriaga. (2020). Salvar al fuego. España: editorial Alfaguara. pp 664
Guillermo Arriaga. (2020). Salvar al fuego. España: editorial Alfaguara. pp 664

Ceferino, ¿en qué pensabas esas tardes, inmóvil en tu silla de ruedas, cuando mi hermano te dejaba en la terraza a merced de la intemperie, sin importar la lluvia, si era de noche o si helaba? ¿Te dolía saberte inútil y humillado, incapaz de moverte, de expresarte, de defenderte? ¿o no cesabas de rumiar sobre tu pasado de miseria y sobre la opresión de tu pueblo?

<<No sabes lo que daría por cambiar el rumbo de la historia y evitar que los míos sufrieran como sufrieron>>, solías decir. Ya que no era posible cambiar el orden de los acontecimientos, te obcecaste en narrarlos desde un punto de vista más justo y más igualitario. Reescribirlos, nos dijiste, se convirtió en tu proyecto vital. Por eso leías libros de Historia con tal ardor, para saciar tu obsesión de pasado, para nunca olvidar. La escuela era para ti un santuario. <<En la educación se encuentran las llaves>>, solías aleccionarnos. Tu padre les planteó a ti y a tus hermanos que estudiar era la única salida. Él que jamás supo leer y escribir. Él que apenas sabía una docena de palabras en español. Para motivarlos les ponía de ejemplo a Juárez, <<un indio como nosotros que llegó a ser presidente>>. No es que tu padre creyera que pudieran ser presidentes, ni que llegarían lejos, solo deseaba que escaparan de ahí. De la sierra, de la miseria, del hambre, de la casa construida con lodo y ramas, del fogón humeante, de los tacos bañados con el aceite en el que alguna vez frieron carne de venado, de los zapatos usados por otros niños y que pasaron a otros niños y luego a otros hasta que llegaron a ustedes. Zapatos que les apretaban y les sacaban ampollas y que tu padre impedía que dejaran de calzar porque sin zapatos ningún indio podía llegar a ser alguien. Los ingenieros, los abogados, los maestros no calzaban huaraches.

Silente, en tu silla de ruedas, ¿recordabas aquellas tardes insulsas a solas en el monte cuidando cabras, pendiente de que los coyotes no se las robaran? Mi abuelo nos contó que, por fin, después de una buena cosecha pudo intercambiar costales de maíz por seis hembras resecas sin ningún macho que las preñara para al menos obtener dos o tres crías. Seis cabras cuyos huesos sobresalían por entre los pliegues sarnosos y que tuvieron que comerse cuando la sequía se prolongó durante tantos meses que nada pudieron sembrar entre los duros y estériles terrones de su diminuta parcela. Seis hembras que, obligado por tu padre, tuviste que degollar. <<Ceferino no dejaba de llorar mientras se le desguanzaban entre las manos>>, nos relató mi abuelo. Esas cabras eran tus hermanas del monte, con las que pasabas horas por las tardes. Me imagino tu dolor al irlas matando una a una y luego verlas servidas en tu plato.

Nosotros no teníamos pretexto para no ir a la escuela. No importaba si sufríamos de fiebre o teníamos un hueso roto. Para impelernos, relatabas la mañana en que se le desprendió la suela a uno de tus zapatos y llegaste de la escuela con el pie descalzo y sangrante después de recorrer los cuatro kilómetros que mediaban con tu casa. <<Era mi único par. No había dinero para comprar otro. Y así fui diario a clases y cientos de espinas se me clavaban en el pie y los dedos se me cortaban con las lajas de los cerros. Seis años de edad y no me quejé ni una sola vez. Tuvieron que pasar meses para que por fin contar con otros zapatos>>. Después de tus odiseas, porque esa fue una de tantas, era imposible reusarnos a ir al colegio. No había escusa que valiera y un solo rezongo no merecía castigos severos, sino es una golpiza.

Supongo que, atrapado en tu silla de ruedas, sin poder pronunciar una palabra, evocabas esas noches heladas, abrazando a tu perro para darse calor y soportar el golpeteo de las ventoleras que soplaban del norte. Abuelo nos reveló cuánto miedo te daban esos aironazos. No querías morir como dijo tu madre que murió su madre en una noche glacial. Tu abuela se había empeñado en buscar una cabrita que no regresó con las demás y cuando ella quiso volver le cayó la noche. La hallaron cuatro días después con los ojos ya comidos por las hormigas, inflada y apestosa, con la boca abierta en el esfuerzo de una bocanada final. ¿En tus pesadillas de niño soñabas con hormigas rojas devorándote los labios, entrando y saliendo por tu nariz? Y mira, papá, terminaste peor que la madre de tu madre, tu cerebro inundado por la marea roja de una hemorragia incontenible que ahogó tus neuronas y te dejó postrado, mudo y contrahecho, en esa silla de ruedas.

Recuerdo esa tarde en que te quejaste de una migraña súbita y le dijiste a mamá <<no me siento bien, veo rojo>> y caíste de bruces sobre la alfombra de tu cuarto y ya no pudiste ni hablar ni desplazarte. <<Esta es la muerte>>, debiste pensar mientras mi madre te gritaba <<levántate, levántate>>. Con seguridad solo veías rojo y más rojo. Una realidad roja mientras mamá llamaba a una ambulancia.

Llegaron tus otros dos hijos y el cabrón de José Cuauhtémoc sonrió. ¿Tuviste ganas de levantarte y quitarle a golpes esa estúpida sonrisa, de reventarle la cara como tanteas veces lo hiciste? Ya que la ambulancia tardaba, te cargamos para bajarte por la escalera y, por torpeza, te escurriste y azotaste en los escalones y para no moverte más te dejamos en el piso de la cocina y con certeza sentiste el frío de las baldosas porque pronunciaste tu última palabra, <<frío>>, y tu hijo José Cuauhtémoc sonrió de nuevo y debiste pensar <<malditos sean los descendientes de mi sangre>> y luego de dos hora llegó la ambulancia y te llevaron al Seguro Social de la calzada Ermita Ixtapalapa y los doctores examinaron tus pupilas y uno de ellos se giró hacia nosotros <<sufrió un derrame cerebral, urge operarlo para detener el sangrado>>.

¿Qué pensaste cuando meses después José Cuauhtémoc te roció de gasolina y te susurró al oído <<el infierno sí existe>> y luego encendió un cerillo y lo arrojó a tu regazo para prenderte en llamas? ¿Qué pensaste, papá? Por favor, dime, ¿qué pensaste?

 

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