Todavía en el año 2021 predominaba el discurso que afirmaba que la Inversión Extranjera Directa (IED) en el sector minero traía consigo “crecimiento y bienestar”. Los flujos de IED en dicho sector representaban 15.2 por ciento del total, con presencia mayoritaria de empresas canadienses. No obstante, la empresa con mayor facturación en ese mismo año fue Americas Mining Corporation (Grupo México) “con un valor de ventas de aproximadamente 245 mil millones de pesos mexicanos. El segundo lugar lo ocupó la subsidiaria minera de Grupo BAL, Industrias Peñoles S. A. B. de C. V., que generó ingresos de más de 121 mil millones de pesos por sus ventas en el mercado mexicano” (https://es.statista.com).
Sin embargo, la acumulación de riqueza en manos de un grupo de empresarios privilegiados y de corporaciones trasnacionales, que ocupan gran parte del territorio mexicano, no se ha traducido ni en una milagrosa salida del subdesarrollo ni mucho menos en un beneficio para las poblaciones que habitan las zonas concesionadas al capital privado. Y aunque ya no se den más concesiones, ello no detiene la destrucción del espacio social natural en el que se asienta la industria minera, ya que este tipo de concesiones tienen una duración mayor a la de 50 años. Hablamos de una destrucción del espacio social-natural porque existen, en términos cuantitativos, registro de más de 300 conflictos socioambientales de origen neoextractivista (https://conversingwithgoli.wixsite.com/misitio).
Para entender este fenómeno es necesario revisar el pasado, ya que no es posible seguir manteniendo el discurso que propone a la IED como sinónimo de crecimiento y bienestar. Históricamente, se dieron una serie de pasos para construir el discurso de la necesidad de la IED y la inversión privada. El primero de ellos fue la devaluación de los activos fijos. El Estado dejó de participar activamente en la economía provocando la ruina de distintos sectores estratégicos que dependían de la inversión pública. Desde 1975 se fue tejiendo un financiamiento “oculto” por parte del gobierno a empresas y sectores privados que para ese momento estaban identificados con los grupos de poder del mismo Estado. Así, en segundo lugar, resultado de este desvío constante de recursos, el Estado “declaró” la ineficacia económica del sector y hacia mediados de los años 80, se dijo incapaz de seguir manteniendo dichas actividades económicas, por lo que se decidió venderlas, en la primera mitad de los 90, al sector privado (nacional y extranjero). Éste, apoyado en el discurso neoliberal, se presentó como el más facultado para organizar la producción e impulsar el desarrollo económico del país. Una vez que el discurso del poder justificó la falta de productividad en este sector estatal, provocando su quiebra, planteó, en tercer lugar, reformas que impulsaban el desarrollo económico bajo una perspectiva diferente: por medio de la inversión privada. Recordemos que de 1988 a 1994 hubo una reducción del sector paraestatal en 86.9 por ciento. La mayor parte de los sectores más rentables y dinámicos del país fueron puestos en manos de un grupo privilegiado de empresarios mexicanos, impulsando con ello la consolidación de una nueva “oligarquía” empresarial que se enriqueció por medio de una enorme trasferencia de riqueza social-nacional a sus cuentas. Así, en cuarto lugar, ya acoplada la economía al nuevo proyecto de desarrollo económico, se inició el proceso de inversión privada en el sector. Para ese momento, el sector estaba completamente devaluado, desarticulado y en franca crisis. En verdad, la finalidad era que los nuevos inversores obtuvieran las máximas ventajas económicas desde el primer momento de la compra. Tanto las empresas del Estado como los territorios a explotar fueron adquiridos a precios ínfimos generándose la impresión de que el sector privado era el único capaz de realizar el rescate económico.
Finalmente, el discurso dominante borró de su recuento histórico este proceso, para construir la imagen de que el capital privado y extranjero como los verdaderos impulsores de la economía; aquéllos que daban empleo, generaban proyectos de inversión y construían infraestructura para el desarrollo regional. Así se llegó a tal punto de dependencia de esas inversiones que el proceso ya no se puede revertir sin afectar a un grupo determinado de trabajadores, a varias zonas y regiones, o incluso al país en su conjunto. Los pueblos que protestan ante los daños ecológicos, la afectación a su salud, el despojo de sus territorios, el despliegue de dinámicas económicas y políticas de control y dominación por los desarrollos mineros, encuentran pocas alternativas e incluso el Estado progresista actual no ha sido incapaz de encontrar soluciones distintas.
En la modificación a la ley minera (2022), se abrieron posibilidades de apropiación por parte del Estado de cierto tipo de minerales estratégicos como el litio. Pero la modificación a dicha ley no cambia la base legal fundamental que es la reforma al Artículo 27, que permitió la enajenación de la propiedad ejidal; tampoco modificó la anterior derogación al impuesto a la explotación minera, que disminuyó la carga fiscal en 90 por ciento; finalmente, las tierras ya concesionadas no entraron a debate. Por ello, el Artículo 6 de la ley continúa respaldando el despojo al declarar la minería como una actividad preferente por “sobre cualquier otro uso o aprovechamiento del terreno”. Ésta es la razón por la que los que promuevan dichas actividades tienen preferencia frente a cualquier individuo, grupo o colectivo que quiera ejercer una actividad diferente sobre un territorio. Dicho proceso ha generado, para los pobladores que viven en la zona o que son dueños de las tierras que han sido concesionadas, claras desventajas y violaciones a la ley de propiedad y al uso del suelo. Si bien el único ente que puede expropiar un terreno bajo la idea jurídica de utilidad pública es el Estado, a partir de la modificación al Artículo 27 en 1992, cualquier privado que quiera explorar, explotar y beneficiarse de los minerales puede obtener una expropiación o concesión bajo el mismo argumento de utilidad pública, ya que la minería es actividad preferente, que se coloca por sobre cualquier otro aprovechamiento del terreno. De esta manera, los que ya tienen la concesión de un terreno en el que se ubican los minerales más preciados de la reproducción del capital tienen derecho a solicitar su expropiación, si el dueño no quiere rentarla o venderla al solicitante de la concesión. El carácter de “ocupación temporal” que establece la ley minera para el beneficiario de la concesión no establece normas ni límites para “ocupar” la tierra, así que, si éste daña, contamina y extrae de ella lo que quiera —puede adueñarse de los recursos hidráulicos también—, no hay Ley que proteja al dueño de la tierra frente a los daños causados. Esto permite el establecimiento y legalización de los procesos de despojo, y una elevada transferencia de la riqueza social al sector privado, generándose conflictos sociales, o lo que nosotros denominamos guerra de despojo. Todo esto ha permanecido igual, y sólo se modificaron algunos artículos para el caso del litio, al cual, por causa de utilidad pública, se excluye de cualquier posibilidad de concesión a privados.