Si entendemos como sexo a las características biológicas distintivas entre hombres y mujeres y a la sexualidad como la interacción copulatoria (por asignarle una definición que en este momento se me ocurre y que puede dar lugar a un número indeterminado de discusiones), la palabra género agrupa aspectos psicológicos, sociales y culturales que en una determinada sociedad se considera, describe y prescribe como propio y diferencial de ser hombre o mujer.
Tradicionalmente lo que se refiere a sexo se ha abordado desde un punto de vista genético, endocrinológico, anatómico, fisiológico y neurológico; mientras que el género se ha estudiado desde la óptica de las ciencias sociales, la psicología, la sociología y la antropología. Sin embargo, reducir o catalogar al sexo como biológico y al género como psicosocial, imposibilita la clara comprensión de la realidad en una limitación falsa que se circunscribe a la categorización que confronta la herencia con el medio ambiente, la naturaleza con la crianza y a la biología con la cultura.
Bajo esta condición se ha construido la idea de que los hombres tenemos un cerebro “masculino” y las mujeres uno “femenino”. Esto no es cuestionable, aunque en el pasado, el menor tamaño y menor peso fueron utilizados para demostrar una inferioridad intelectual de las mujeres. Bajo esta condición se ha querido probar, mediante el coeficiente intelectual y otras mediciones, que existe una superioridad mental de un sexo frente a otro.
Tradicionalmente se ha definido que las mujeres nos superan a los hombres en pruebas de velocidad perceptiva cuando hay que identificar rápidamente objetos concordantes; también en pruebas de fluidez verbal (por ejemplo, en las que se han de encontrar palabras que empiecen con la misma letra); con un mejor desempeño en tareas manuales de precisión que requieren una coordinación motriz fina, así como una mejor realización de pruebas de cálculo matemático. Asimismo se dice que los hombres nos desempeñamos mejor en ciertas tareas espaciales, como el “girar” mentalmente un objeto; mayor precisión en habilidades motoras dirigidas a un blanco (lanzar o interceptar proyectiles); mejor realización de pruebas de identificación de figuras con marcos complejos y pruebas de razonamiento matemático.
Existen aproximadamente 35 mil genes que recogen la memoria filogenética de la especie humana y están agrupados en 23 pares de cromosomas. El par número 23 cuando es XX, determina el sexo de la mujer, mientras que cuando es XY se trata de un hombre. El cromosoma Y es el más pequeño con solamente 60 genes mientras que los otros cromosomas tienen miles. Un gen del cromosoma “Y” llamado Sry, activa en la sexta semana de la vida intrauterina el desarrollo de los testículos, que van a producir andrógenos, es decir, testosterona, que a su vez se va a distribuir en todo el embrión dando lugar a una estructuración corporal propia del sexo masculino, abarcando los diversos sistemas: cardiovascular, músculo-esquelético, sistema nervioso periférico y por supuesto, el cerebro. Cuando el par de cromosomas es XX, la segunda X envía instrucciones para generar ovarios, que producirán estrógenos conformando la estructuración corporal de la mujer.
Sin embargo, estudios recientes que involucran pruebas de actividad cerebral marcan que entre los dos sexos apenas existen diferencias desde el punto de vista funcional. El tamaño podría ser remarcable pues está demostrado físicamente que el cerebro de las mujeres es aproximadamente un 11 por ciento más pequeño que el de los hombres, considerando la proporción de tamaño corporal. Este menor tamaño, en compensación, tiene una mayor cantidad de materia gris (elemento donde se concentran las neuronas) y una mayor cantidad de conexiones entre los dos hemisferios cerebrales. Estos conceptos “echan por tierra” las teorías que han planteado históricamente habilidades diferentes entre los seres humanos de acuerdo al sexo.
Lo que se entiende como mecanismos de cualidades distintas probablemente tiene más de vinculación con el género, es decir aspectos sociales, culturales, ambientales y psicológicos, más que estrictamente biológicos, lo que puede percibirse en el desempeño de actividades que típicamente se han orientado a los hombres como habilidades de conducción, puntería en deportes como tiro al blanco en sus diversas modalidades, juegos de alto nivel de razonamiento como el ajedrez o conducción de vehículos pesados como grúas o tráileres; de la misma forma en la que actualmente hay claros ejemplos de hombres que son buenos cocineros, modistos, enfermeros o docentes de educación básica. El rol de la mujer tradicionalmente se ha orientado a labores que actualmente rompen paradigmas y entre los dos sexos se pueden hallar representantes con desempeños sobresalientes independientemente del papel original que se les ha designado.
De aquí surge el concepto de Tabula rasa, que en latín significa “pizarra en blanco”, que en teoría explica que todos nacemos con la mente en blanco, sin cualidades innatas, que, de acuerdo al desarrollo, acumulación de experiencias y conocimientos, irán perfilando una personalidad especial y original que dará lugar a habilidades individuales.
Resulta curioso que desde el punto de vista científico y artístico exista un mayor número de hombres destacados que mujeres y por lo mismo, llama la atención que en diversas culturas se ha promovido el intercambio cultural entre hombres con un marcado homosexualismo, relegando el papel femenino a tareas esencialmente reproductivas y de cuidado de los hijos. Esto está en un proceso de evolución y cambio, que ya se puede percibir a nivel global.
Así las cosas, se puede afirmar contundentemente que, desde el punto de vista genético, Adán nace de una parte de Eva y no al revés, como se plantea religiosamente en el mundo católico, desde la óptica bíblica.