Cuando se comenzó a hablar sobre el Gran Colisionador de Hadrones (o LHC, por sus siglas en inglés), que no es otra cosa más que un cilindro de 27 kilómetros que se encuentra en la frontera de Francia y Suiza y que acelera partículas atómicas casi a la velocidad de la luz para hacerlas chocar, pero frente a frente; una gran cantidad de información comenzó a circular, predominando evidentemente aquella que difamaba a los científicos que habían diseñado esta máquina.
Esotéricos, religiosos, pseudocientíficos y paranormales afirmaban cosas extremas, como la posibilidad de generar una gran explosión. Hubo hasta quienes dijeron que se iba a acabar el mundo porque se formaría un inmenso agujero negro que consumiría a la tierra entera y gradualmente todo el cosmos.
En ese entonces fue noticia que originó polémicas que ahora se han apagado; pero casi nadie sabe que el experimento de hacer chocar partículas atómicas (específicamente protones) al 99.99 por ciento de la velocidad de la luz permitió comprobar la existencia del Bosón de Higgs, que en pocas palabras explica el origen primigenio de la masa con partículas elementales y la forma en la que probablemente surgió, nada más, nuestro universo. Habrá quienes piensen que estos resultados no tienen nada práctico. Lo cierto es que el conocimiento de estos fenómenos tendrá beneficios insospechados a la larga.
Pocos saben también que en el proyecto del LHC participaron científicos poblanos, que a la altura de los más destacados genios de la ciencia actual han contribuido con aportaciones que se enfocarán a una búsqueda de bienestar a través del desarrollo de tecnologías de punta que hace apenas unos años jamás imaginamos que llegarían a suceder.
Tal vez todas estas cosas parezcan intrascendentes para la mayoría de las personas. Encontrar una explicación que permita esclarecer la forma en la que se inició el universo podría parecer ocioso; sin embargo, la inversión en tecnología para crear este impresionante aparato ha generado a lo largo de la historia cosas que disfrutamos cotidianamente como los reproductores de música, las pantallas de alta resolución, la mejoría en los sistemas de comunicación como la Internet y la posibilidad de almacenar grandes cantidades de información en elementos muy pequeños.
Todo está muy bien; sin embargo, existe un contraste de carácter brutal cuando pocos tienen acceso a las más novedosas tecnologías mientras, en pleno siglo XXI, no solamente padecemos patologías prehistóricas como la lepra, la tuberculosis, el paludismo o la peste. Además de esto, millones de seres cotidianamente viven la más bestial, feroz, cruel y violenta de las enfermedades, que es el hambre. A pesar de ser el más prevenible de todos los padecimientos, constituye también una ofensa el hecho de que cantidades impresionantes de personas se mueran de desnutrición y al mismo tiempo, millones fallezcan de tanto comer. Para muestra, como un botón, simplemente hay que ver a nuestros políticos tragones, que por eso están panzones.
Las cifras de famélicos son espeluznantes. 12 por ciento de la población mundial (hablamos más o menos de 842 millones de personas) no tiene la posibilidad de adquirir, a partir de la nutrición, los requerimientos energéticos básicos para subsistir sanamente.
La Food and Agriculture Organization (FAO), que depende de la Organización de las Naciones Unidas, es el órgano que regula a nivel mundial las estrategias que deben orientarse a eliminar este absurdo problema; sin embargo, resulta verdaderamente cuestionable su funcionamiento. Como entidad política, no sabemos en qué medida los recursos que recibe son utilizados verdaderamente en el combate al hambre y qué cantidad de dinero se gasta en foros, “cumbres”, reuniones, viajes y un largo etcétera que no puede justificarse cuando uno ve fotos de niños muriendo de desnutrición, mientras en risueñas fotos memorables los participantes de reuniones piden dinero para abatir este problema de salud pública.
Por supuesto, no resulta sorprendente que esta organización se encuentre a favor de la utilización de semillas transgénicas (o genéticamente modificadas) para incrementar supuestas cualidades, sin una base firme de investigación en las consecuencias ambientales, económicas, sociales y de salud.
No quiero caer en una postura alarmista (como quienes recriminaron la creación del LHC en su momento). Mi tía abuela, cuando vio por primera vez un televisor se la pasaba casi gritando que ese era un aparato del demonio; sin embargo, después disfrutaba encantada el ya olvidado “club del hogar”, con Daniel Pérez Alcaraz y Madaleno, además de paralizarse y a lágrima batiente, llorar con telenovelas que jamás comprendí ni comprenderé.
Independientemente de que se ignora cuál puede ser a la larga el efecto para la salud que tengan los alimentos genéticamente modificados (pues se necesitan muchos estudios de seguimiento en humanos para poder medir el impacto que pudiesen generar) el hecho de crear semillas que no tengan la capacidad de reproducirse pone en alto riesgo la existencia de productos natales y genera una dependencia alimentaria que no debemos permitir. Por otro lado, hacer que en la tierra se siembren monocultivos la empobrece de tal forma que se hace imprescindible la utilización de fertilizantes químicos que sí tienen un efecto ambiental científicamente demostrado.
Pero lo peor es que, sin saberlo, ya nos encontramos invadidos de productos transgénicos, y los consumimos inocentemente, bajo una postura de ocultamiento político que no debemos permitir.
Debemos levantar la voz y manifestar un definitivo No a cualquier transgénico. Un movimiento de transgresión a los transgénicos. De no hacerlo, las consecuencias a la larga serán verdaderamente catastróficas, sin que necesariamente suceda un fatalismo como en el Gran Colisionador de Hadrones. Siempre he dicho que para catástrofes ya tenemos, en nuestras cámaras de diputados y senadores, un Gran Colisionador de Ladrones, y eso sí que es una verdadera ruina para México y todos nosotros.