El 11 de agosto de 2014 será recordado como el día de la muerte definitiva del viejo nacionalismo revolucionario iniciado por Lázaro Cárdenas con un hecho paradigmático: la expropiación petrolera del 18 de marzo de 1938. De esta manera, con poco más de 74 años de existencia, de los cuales los 30 últimos fueron de una larga agonía que finalmente produjo la muerte anunciada de ese modelo de desarrollo cuyo extravío mayor fue encontrar, o creer haber encontrado en la estatización de todo lo que se le pusiera enfrente la solución a los grandes problemas nacionales.
Con la muerte del nacionalismo, y el fortalecimiento del neoliberalismo con las reformas impulsadas por Enrique Peña Nieto y sus cómplices, su majestad el mercado ha impuesto sus leyes y principios en todos los órdenes de la vida y no solo en el económico; se trata, sin duda, de un triunfo rotundo del Consenso de Washington —y no del PAN, cuyos “teóricos” apenas aciertan a organizar alguna que otra fiesta taibolera—, que ha logrado imponer sus principios y valores inspirados en Friederich Hayeck y Milton Friedman, los profetas del mercado autorregulado, el pensamiento único, la globalización del capitalismo y la disposición de la naturaleza como algo a vencer y explotar hasta su destrucción si fuera necesario al proceso de acumulación de capital.
El ciclo de las 11 reformas (energética, telecomunicaciones, financiera, competencia económica, hacendaria, laboral, educativa, electoral, transparencia, al Código de Procedimientos Penales y a la Ley de Amparo) que celebraron eufóricamente el 11 de agosto los dueños monopolistas del poder económico y político, si bien culminan ese día con la promulgación de las leyes secundarias de la reforma energética y se proclama su realización en los 20 primeros meses del gobierno de Peña Nieto, tienen su inicio 30 años antes.
En efecto, apenas iniciada la década de 1980 México sufre la coincidencia de dos severos trastornos económicos que lo conducen a una profunda crisis: el aumento del monto de la deuda que la hacía impagable y la crisis fiscal, ambos en realidad derivados de la caída internacional de los precios del petróleo. En 1982, con críticas generalizadas al gobierno de José López Portillo, que los críticos confundían, dolosamente por supuesto, con toda forma de intervención estatal y con furibundos ataques a lo público, de los que no escapó la educación, llega a la presidencia de la República Miguel de la Madrid, cuyo gobierno fue copado inmediatamente por el grupo encabezado por Carlos Salinas de Gortari, quien desde la Secretaría de Programación y Presupuesto comenzó a impulsar las primeras medidas neoliberales, como el inicio de la privatización de la banca nacionalizada por López Portillo en septiembre de 1982 y el ingreso de México al entonces Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT, celoso guardián del libe comercio), hoy Organización Mundial de Comercio, que mantiene el propósito de velar por la eliminar las trabas al libre comercio y extenderlo a todo el mundo en beneficio de las grandes transnacionales, si no las únicas sí las más grandes beneficiarias del modelo neoliberal, en cuyo marco de libre comercio terminan siempre por adueñarse del mercado, por ejemplo, el agroalimentario.
Más tarde, en 1988 mediante un fraude electoral inocultable, Carlos Salinas, siendo ya, formalmente, presidente de la República, maduró y fortaleció el proyecto neoliberal y en su mandato concluyó la privatización de la banca que finalmente solo ha favorecido al capital financiero extranjero; se afectó severamente al campo con las reformas impuestas que permiten la privatización del ejido, es decir, que legalizan su desaparición, y al concluir su gobierno atropelladamente en 1994 (en ese año mueren asesinados, el 23 de marzo, Luis Donaldo Colosio, y en septiembre el secretario general del PRI, Arturo Ruiz Massieu), entró en vigor, el 1 de diciembre, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), y ese mismo día surgió el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZNL), que terminó por distraer la atención de la opinión pública respecto de la magnitud de la pérdida de soberanía que traía consigo el Tratado.
Con las reformas salinistas, el neoliberalismo se refuncionalizó y fue apenas administrado por Ernesto Zedillo, quien entregó la Presidencia de la República a un ex gerente de la Coca Cola, Vicente Fox, hecho sobre el cual los mexicanos no hemos reflexionado lo suficiente. En realidad esa posibilidad lamentable, ocurrió debido a que para continuar con el modelo neoliberal era necesario, indispensable, cambiar de partido en el gobierno para que todo siguiera igual, pues el PRI había perdido legitimidad y el cambio, anunciado como el inicio de la transición democrática, creó en muchos mexicanos nuevas expectativas. En ese momento las derechas del PRI y del PAN maniobraron hábilmente, se habló de una “victoria cultural” y de haber vencido al autoritarismo caciquil priista, pronto vendría el desengaño.
En 2006 se reactivó la movilización popular con el propósito de impedir el desafuero del jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, y ser juzgado por desacato al abrir una calle que facilitaría el acceso a un sanatorio privado, lo cual le impediría ser candidato a la presidencia de la República. La movilización tuvo como resultado que las autoridades recularan y López Obrador fuera un candidato popular que atrajo para la izquierda millones de votos. Sin embargo, nuevamente, las derechas manipularon los resultados y se consumó un nuevo fraude electoral que privó al pueblo de México de un triunfo legítimo.
El gobierno de Felipe Calderón, quien llegó a la presidencia de la República “haiga sido como haiga sido”, fue tan malo o peor que el de Fox–Sahagún; lo recordable es su guerra particular contra el “crimen organizado” —iniciada como un acto desesperado para legitimar su gobierno— y su ausencia pública por las tardes.
Con este panorama que mostraba el fracaso del neoliberalismo, no es difícil concluir en la posibilidad de un nuevo acuerdo entre las derechas de los dos partidos que han gobernado al país. El acuerdo era necesario para impulsar el modelo basado en el mercado autorregulado y terminar con los resabios del estatismo. De ahí la debilidad de la candidatura presentada por el PAN a la presidencia de la República y el vuelco de todos los empresarios y de los medios masivos a la candidatura de Enrique Peña Nieto, así como el frente común formado, además, por los partidos pequeños que viven a la sombra del poder. Una campaña electoral fraudulenta desde el comienzo, que derrochó millones de pesos en tarjetas Monex y Soriana, que lucró y con el hambre de la población llevó a Peña Nieto a la presidencia, desde donde se constituyó el Pacto por México que coptó al PAN y también al PRD; en el Pacto, según afirmara el 11 de agosto el propio Peña Nieto, “fue posible concretar […] las reformas que México necesitaba”, es decir, las reformas que propuso y en las que todos los actores participantes del pacto estuvieron de acuerdo.