Con doce versos, seis de ellos diferentes, Miguel Hernández construyó un intenso poema sobre la vida, la muerte y el amor, donde el pasado condiciona al presente y él se convierte en yo en alguna acción y tiempo verbal. El dolor de la herida no nos es indiferente; las heridas de amor trascienden a las de la muerte, y quizá por ello queremos vivos a aquellos que amamos, y exigimos el derecho a la vida para todos. Y nos oponemos a las ejecuciones sumarias, sean éstas de instituciones policiacas de cualquier nivel, de militares y/o sicarios profesionales.
Con la globalización y el cambio estructural concomitante, el Mercado y el Estado le hicieron la primera herida a la vida de los jóvenes: se mercantilizaron los bienes y servicios públicos, y los derechos constitucionales a una vida digna y decorosa solo podrían ser otorgados a quienes tuvieran solvencia económica; fracturamos cualquier esperanza de vida digna a través del mercado, y el país se llenó de ninis; incluso para aquellos obcecados en las competencias, destrezas y habilidades; la inversión en capital humano no se tradujo en acceso al mercado de trabajo, estabilidad en el empleo; tampoco generó movilidad social ni incrementos salariales acordes al nivel de cualificación.
Instaurado el individualismo económico y la competitividad a la vida, se reorganizó el proceso de acumulación, flexibilizando las relaciones laborales y precarizando el trabajo: se destruyeron y blanqueron contratos colectivos; se depusieron dirigencias sindicales no alienadas o se les negó la toma de nota, se reformaron las normas laborales para facilitar el control del empleador sobre los trabajadores; se desligó la seguridad del salario (accidentes de trabajo, salud, pensiones y jubilaciones, reparto de utilidades, ingravidez, vivienda), los empleos son temporales e inestables, además de mal pagados. Esa fue una herida de muerte al salario y la inviabilidad de alcanzar una digna vida a través de la ejecución de un empleo legal, aun teniendo la cualificación para ello. El salario ya no se define por las necesidades históricas ni culturales, sino por su productividad.
La herida de amor la hicieron los poderes fácticos en colusión con el Estado al arrebatarnos la vida misma, ya no las esperanzas ni la dignidad, sino la existencia de miles de jóvenes. El dolor y la indignación ante este genocidio juvenil es intergeneracional, inter e intra clase, intergénero y multicultural. Hoy son 43 normalistas de Ayotzinapa, Guerrero, los desaparecidos; un año antes fueron nueve los asesinados en Iguala; en Tlatlaya, estado de México, fueron ultimados por el Ejército más de una decena de jóvenes, y el recuento es de cientos de miles de desapariciones forzadas en el país. La seguridad pública es una de las pocas atribuciones monopolizadas por el Estado; a él le compete garantizarla, investigar los asesinatos y enjuiciar a los responsables según la normatividad vigente; ya es demasiada la expoliación y enajenación a la que nos somete el mercado para tener que cuidarnos también de las instituciones y funcionarios al servicio del crimen organizado. Vivos se los llevaron, vivos los queremos.
El silencio del Ejecutivo federal ante las desapariciones forzadas y su ineficacia para ofrecer respuestas puntuales a las exigencias de los padres de los normalistas desaparecidos presupone que no hay el mínimo interés en devolver a los desaparecidos con vida, tampoco en encontrar a los culpables y castigarlos; no hay garantía de justicia ni de seguridad pública para nadie, incluyendo a los normalistas de Guerrero. La Procuraduría General de la República reconoció 22 mil 322 personas desaparecidas y aún no encontradas en México hasta el 31 de julio de 2014, 12 mil 532 son herencia de Felipe Calderón; 9 mil 790 es el aporte de Enrique Peña Nieto; muchas de esas desapariciones fueron forzadas y hubo participación de alguna institución de seguridad pública en esas arbitrarias privaciones de libertad, situación que nos genera más inseguridad, temor e indignación.