La vida contemporánea en la que nos desenvolvemos está sujeta a procesos exponenciales de información que rebasan toda capacidad de aprehensión humana. Frente a la seguridad de Turing para diferenciar a un ser humano de una computadora, hoy surge la incertidumbre futura de no poder trazar un límite, una línea definitiva entre la tecnología y el hombre. Vivimos atravesados por cadenas informativas que homologan todo y hacen de nuestra estancia en el mundo una simple recepción de datos para obtener beneficios calculables. Vivir en esta época significa afianzar la necesidad humana de seguridad mediante el conocimiento de las variables y el cálculo de probabilidades en todos los sentidos: financiero, profesional e incluso afectivo.
Frente a este incremento de homologación, pensadores de todos los ámbitos se han dado a la tarea de buscar el fondo desde el que se despliegan estas posibilidades, sin que ello signifique un rechazo a los productos técnicos. De lo que se trata es de comprender el papel que la técnica desempeña actualmente, así como los distintos modos en los que modifica la relación entre el hombre y el mundo.
Desde principios del siglo XX se anunció una de las características centrales del pensar técnico, a saber, su pretensión hegemónica en torno a todo comportamiento. La técnica nos indica lo que hay que hacer y cómo hacerlo: lo que tiene sentido y futuro. Si esto es así: ¿qué pasa entonces con aquellas inclinaciones y preguntas tradicionales acerca del hombre y su naturaleza? La técnica las trae a escena pero ahora reformuladas bajo su propio sello. Ahora las inquietudes que podríamos considerar profundamente humanas se ven revestidas de modernidad para ser aceptadas en la actualidad. Así, en lugar de reflexionar y pensar en la felicidad, ahora se estudia “ciencias de la felicidad”; en lugar de disfrutar y vivir el tiempo libre, ahora se estudia “administración del tiempo libre”; ahora en lugar de “hacer amigos” en persona se busca la aceptación en redes sociales, etcétera.
Evidentemente la técnica contemporánea ha transformado a tal grado nuestro modo de vivir, que ya no es posible retornar a un estadio previo mediante un simple “no” al uso de las máquinas y la tecnología. Sin embargo, y esa sería una de las funciones de las Humanidades, tampoco se trata de dejarse llevar por el influjo creciente del mundo técnico. El pensar de la Humanidades escapa precisamente a la nivelación técnica porque toma como punto de partida la diferencia en lugar de la igualdad y la homogeneidad.
Frente a esta negatividad de la reflexión, el pensar técnico aparece como un pensar positivo que, como bien destaca Byung-Chul Han, pretende afirmarse en la nivelación de lo mismo y descarta toda posible intromisión de lo diferente. Mientras que la otredad desprendida de la diferencia configura esquemas heterogéneos; la técnica, desde su inicio, ha sido marcada por el sello de la producción sucesiva y homogénea que no permite negación ni límites. Ya pensadores como Martin Heidegger habían detectado esto desde la década de los 30’s en el siglo pasado, al hacer la distinción entre el pensar calculador-productivo que sólo busca incrementar las posibilidades de producción; y el pensar meditativo, pausado y crítico. Éste es, precisamente, el camino de las hu-manidades; un camino que hace frente y que mira de cara a una de las tendencias más arrobadoras de nuestro siglo.
La importancia de este tipo de contra-movimientos es indiscutible en una época en la que el exceso de positividad, como enfatiza Han, conduce a una sociedad del cansancio, cuyos primeros síntomas se dejan ver en el incremento de enfermedades como la depresión, la ansiedad o la experiencia del fracaso. La indiferencia, el carácter desechable y la pérdida de sentido no son, pues, cuestiones arbitrarias, sino que están íntimamente ligadas al fondo técnico-productivo que guía nuestros comportamientos cotidianos.
Ya Ernst Jünger había destacado que uno de los rasgos de la época contemporánea consistía precisamente en su carácter reductivo. Efectivamente, se da una reducción en todos los sentidos. Lo que Jünger llamaba el “mundo nihilista reducido” se concreta actualmente como un mundo del rendimiento positivo. Basta con echar un vistazo a la mercadotecnia más fútil para darse cuenta de que los productos ofrecidos prometen más rendimiento y mayor eficacia. Complejos vitamínicos, celulares inteligentes, oficinas portátiles y demás herramientas o suplementos cotidianos forman parte del fenómeno multitasking, al interior del cual, lo único que tiene sentido es la pretensión de éxito mediante un dispositivo de rendimiento que articula todos los comportamientos. Inclusive, como ya han señalado algunos autores: se nos exige ser felices. La felicidad se ha convertido no ya en un telos, en un fin, sino en una exigencia que puede ser alcanzada mediante el rendimiento. Sin embargo, en ese proceder que ha interiorizado la obligación a la felicidad y al éxito, fácilmente se cae en el fracaso, en el estrés y en sus derivados. Ello se debe a que el sentido de la vida ya no viene dado desde las posibilidades que se abren en ella misma, sino desde el mandato técnico interiorizado.
Frente a este fenómeno, las Humanidades tienen la tarea de hacernos ver que la nivelación de lo igual es un modo técnico de interpretación del mundo y de la vida; el cual, sin embargo, no es el único ni representa todas las demás posibilidades. Las Humanidades nos recuerdan que el lenguaje es algo más que la trivialidad de la información; que algo así como la poesía deja ver la esencia misma de la palabra. Las Humanidades nos muestran que las cosas no sólo son útiles productivos, sino que la esencia de la materia y de la forma puede bien mostrarse en el arte. Las Humanidades, mediante la historia, nos recuerdan que no todo es pensar calculante, y que la educación puede ser una formación que sobrepase la estructura de meros aprendizajes en aras de la producción. Las Humanidades dan la posibilidad de pensar en sentido estricto o, como ha llamado la tradición, de filosofar. En eso yace su peligro y por ello el pensar técnico busca eliminarlas o hacerlas ver como algo superfluo.
Con el incremento del pensar técnico y calculante se intensifica la supuesta “inutilidad” del pensar humanístico. Sin embargo, pese a todos los intentos de borrar la diferencia y eliminar la negatividad, el pensar humanístico en sus diversas posibilidades escapa al dispositivo de producción, precisamente porque se trata de un pensar diferente que no puede ser absorbido por la calculabilidad.
Una época desechable y de tal desapego como la nuestra se presenta como el momento propicio para retornar a las preguntas fundamentales cultivadas por las Humanidades. Solo mediante un retorno constante a sus diversos modos de aprehender el mundo es que se puede evitar ser arrastrado por el flujo productivo de la época contemporánea. Sólo en una defensa de las Humanidades se mantendrá abierta la esperanza de la vida en el mundo.