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Lenin llama a la insurrección

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p-04Además de las fábricas, los cuarteles, los pueblos, el frente y los soviets, la revolución tenía otro laboratorio: la cabeza de Lenin. Obligado a vivir en la clandestinidad, se vio forzado durante 111 días, del 6 de julio hasta el 25 de octubre, a restringir sus entrevistas, aun con miembros del Comité central. Sin comunicación directa con las masas, sin contacto con las organizaciones, concentra aún más resueltamente su pensamiento sobre los problemas cruciales de la revolución, elevándolos —lo cual era en él a la vez una necesidad y una norma— a la categoría de los problemas fundamentales del marxismo. El argumento principal de los demócratas, incluidos los que se situaban más a la izquierda, contra la toma del poder, consistía en que los trabajadores serían incapaces de hacer funcionar el aparato del Estado. También eran esos, en el fondo, los temores que abrigaban los elementos oportunistas en el interior mismo del bolchevismo. «¡El aparato del Estado!». Todo pequeñoburgués ha sido educado en la sumisión ante ese principio místico que se levanta por encima de los hombres y las clases. El filisteo cultivado guarda en su piel el temblor que estremeció a su padre o a su abuelo, tendero o campesino acaudalado, ante las omnipotentes instituciones en donde se deciden los problemas de la guerra y la paz, se expiden las patentes comerciales, se lanzan las plagas de las contribuciones, se castiga pero pocas veces se gracia, se legitiman los matrimonios y nacimientos, y en donde la misma muerte debe hacer cola respetuosamente antes de ser reconocida. ¡El aparato del Estado! Quitándose el sombrero, descalzándose incluso, el pequeñoburgués penetra con las puntas de sus pies en el santuario del ídolo —llámese Kerenski, Laval, MacDonald o Hilferding— cuando su suerte personal o la fuerza de las circunstancias hacen de él un ministro. No puede justificar esta prerrogativa más que sometiéndose humildemente al «aparato del Estado». Los intelectuales rusos radicales que ni en épocas de revolución osaban adherir al poder si no eran respaldados por los propietarios nobles y de los dueños del capital, miraban con espanto e indignación a los bolcheviques: ¡esos agitadores callejeros, esos demagogos que piensan apoderarse del aparato estatal!

Después que los soviets, pese a la cobardía y a la impotencia de la democracia oficial, hubiesen salvado a la revolución frente a Kornílov, Lenin escribió:

Que aprendan los hombres de poca fe con este ejemplo. Que se avergüencen los que dicen: «No tenemos ningún aparato para reemplazar al antiguo, que inevitablemente tiende a la defensa de la burguesía». Pues ese aparato existe. Son los soviets. No temáis la iniciativa ni la espontaneidad de las masas, confiad en las organizaciones revolucionarias de las masas, y veréis manifestarse en todos los dominios de la vida del Estado, esa misma fuerza, esa misma grandeza, la invencibilidad de los obreros y campesinos que se han manifestado con su unión y su entusiasmo contra el movimiento de Kornílov.

En los primeros meses de su vida subterránea, Lenin escribe su libro El Estado y la revolución, cuya documentación había recopilado ya en la emigración durante la guerra. Con la misma atención que dedicaba para reflexionar sobre las tareas prácticas diarias, ahora elabora los problemas teóricos del Estado. No podía ser de otro modo: para él la teoría es efectivamente una guía para la acción. Lenin no se propone en ningún momento introducir palabras nuevas en la teoría. Al contrario, da a su obra un carácter extremadamente modesto, subrayando su calidad de discípulo. Su tarea es la reconstitución de la verdadera ¡doctrina del marxismo sobre el Estado!

Por la minuciosa selección de citas y por su detallada interpretación polémica, el libro puede parecer pedante… a los auténticos pedantes, incapaces de percibir, en el análisis de los textos, los potentes latidos del pensamiento y de la voluntad. Por el simple hecho de reconstruir la teoría de clase del Estado sobre una nueva base, superior históricamente, Lenin da a las ideas de Marx un nuevo carácter concreto y, por tanto, una nueva significación. Pero la importancia mayor de la obra sobre el Estado consiste en que es una introducción científica a la insurrección más grande que haya conocido la historia. El «comentarista» de Marx preparaba a su partido para la conquista revolucionaria de la sexta parte del mundo.

Si el Estado pudiera simplemente ser adaptado a las necesidades de un nuevo régimen, no habría revoluciones. Pero la burguesía misma ha logrado siempre el poder por medio de insurrecciones. Ahora llega el turno a los obreros. También en esta cuestión, Lenin restituía al marxismo su significado de instrumento teórico de la revolución proletaria.

¿No podrán servirse los obreros del aparato del Estado? Pero no se trata en absoluto —enseña Lenin— de apoderarse de la vieja máquina para las nuevas tareas: eso es una utopía reaccionaria. La selección de los hombres en el viejo aparato, su educación, sus relaciones recíprocas, todo esto contradice las tareas históricas del proletariado. Al conquistar el poder, no se trata de reeducar el viejo aparato, sino de demolerlo completamente. ¿Con qué reemplazarlo? Con los soviets. Dirigiendo a las masas revolucionarias, de órganos de la insurrección se convertirán en los órganos de un nuevo régimen estatal.

El libro tuvo pocos lectores en el torbellino de la revolución; además, sólo será editado después de la insurrección. Lenin estudia el problema del Estado, en primer término, para elaborar su propia convicción íntima y, seguidamente, para el futuro. La conservación de la herencia ideológica era una de sus preocupaciones principales. En julio escribe Kámenev:

Entre nosotros, si me cepillan, le ruego publique mi cuaderno El marxismo y el Estado (que ha quedado en vía muerta en Estocolmo). Es una carpeta azul atada. He recogido todas las citas de Marx y Engels, así como las de Kautsky contra Pannekoek. Hay bastantes notas y observaciones a que dar forma. Creo que con ocho días de trabajo se podría publicar. Pienso que es importante, pues Plejánov y Kautsky no han sido los únicos en embrollar la cuestión. Una condición: todo esto absolutamente entre nosotros.

 

Tomado de: Trotsky, León. (2007). Historia de la revolución rusa- Madrid: ed. Veintisieteletras.

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