Nos hemos acostumbrado a nombrar con la palabra droga las más diversas sustancias sin distinguir sus cualidades químicas, sin reparar en su origen natural o sintético, ni en sus efectos psicofisiológicos, ni en su contexto cultural y los usos que de él se derivan. El origen de la palabra droga es oscuro. El Diccionario Etimológico de Corominas menciona como probable su ingreso al castellano a través de Francia y sostiene que su origen es incierto, concluyendo que tal vez proceda de una palabra céltica que significa “malo”. El Diccionario de la Real Academia Española, después de ignorar el asunto durante veinte ediciones, en su última entrega amplía la variedad de opiniones diciendo que la palabra viene del árabe hispánico hatrúka, que significa “charlatanería”. Pero lo que llama la atención en este diccionario es que después de referirse a la droga como una sustancia de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno, enseguida define el verbo drogar como “la administración de una droga por lo común con fines ilícitos”. Es decir, la Real Academia introduce, en la definición misma, un juicio de valor. Nos ofrece un punto de vista que expresa el sentir moral que la sociedad moderna tiene respecto a ciertas sustancias que han sido asociadas con la vida delictiva. Es claro que esta definición, al contener un juicio ético-jurídico, estigmatiza el uso de estas sustancias estableciendo su vinculación inmediata con el mundo del hampa. Y no sólo eso, coloca también en la misma dimensión a un adicto a la cocaína o la heroína en las calles de la ciudad de México o Nueva York, con un peregrino huichol que consume peyote en el desierto de San Luis Potosí, o con un chamán mazateco que utiliza los hongos en una ceremonia curativa. Para despejar un poco esta confusión que ha propiciado graves errores de apreciación, debemos comenzar por distinguir diversos aspectos del problema. El no haberlo hecho ha estimulado la proliferación de prejuicios morales y una absurda persecución policíaca a tradiciones mítico-religiosas de carácter milenario.
En su monumental obra Historia de las drogas,Antonio Escohotado nos recuerda que por droga, psicoactiva o no, seguimos entendiendo lo que pensaban los padres de la medicina científica, Hipócrates y Galeno, hace miles de años, es decir, una sustancia que en vez de “ser vencida” por el cuerpo y ser asimilada como si fuese un alimento, es capaz de “vencerle” temporalmente, provocando en él cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos. En este sentido, estrictamente bioquímico, es evidente que el peyote y los hongos psicoactivos comparten las características de otras sustancias que provienen de la industria farmacéutica. Pero no podemos reducir a este único aspecto la comprensión del fenómeno. Debemos reparar también en los diversos contextos culturales en los que se produce el consumo de estas sustancias. En esta perspectiva, es notable que todas las culturas han hecho su propia distinción entre alimentos y plantas sagradas, pues con el empleo de éstas últimas han experimentado el éxtasis religioso, es decir, el uso de estas plantas se ha ritualizado para expresar su sacralidad, para expresar el advenimiento de lo divino que ocurre al consumirlas. La connotación social y ética que estas plantas tienen al interior de las sociedades que las consumen ni remotamente es semejante a la que tienen las “drogas” en la sociedad occidental. Por ello, en una sociedad multiétnica como la mexicana, se debe contemplar el problema en toda su complejidad y no soslayar por más tiempo una exigencia de respeto y consideración hacia estas expresiones de la religión indígena.
La desinformación es tanta, aun en sectores intelectuales que debían estar enterados, que se sigue hablando de “alucinógenos” más de tres décadas después de la propuesta de connotados etnomicólogos para utilizar el neologismo “enteógeno”, que nos aproxima a una mejor comprensión de la experiencia vivida y de la espiritualidad de los pueblos indígenas. No se trata de hacer circular un sinónimo más en el vocabulario, el neologismo viene de las raíces griegas en theosgenos, que significa, “generar lo sagrado” o “engendrar dentro de sí lo sagrado”, sentido que apunta en una dirección muy distinta del término alucinógeno, que viene del latín allucinari, que significa ofuscar, seducir o engañar, haciendo que se tome una cosa por otra. Insistir en la utilización del término alucinógeno para designar a las plantas que la tradición de otras culturas ha sacralizado, significa apuntalar la persistencia de un término etnocentrista que juzga como representaciones falsas de la realidad las cosmovisiones y prácticas rituales dentro de las cuales se consumen. Entender las religiones de otros pueblos como una simple alucinación que propicia una idea falsa de la realidad puede sonarle muy lógico a cualquier racionalista obtuso, pero es claro que ese tosco racionalismo le impedirá comprender el tema en toda su profundidad.
Es imperiosa, pues, la necesidad de distinguir entre los conceptos de droga y enteógeno. Al menos tres aspectos son fundamentales para establecer las diferencias culturales en los usos de las llamadas sustancias psicoactivas:
En primer lugar, la procedencia del producto que va a consumirse, que puede ser natural o artificial, que puede tener su origen en la aridez del desierto, la humedad del bosque, o en la industria química. El consumo de plantas que han sido consideradas sagradas por las más diversas culturas en todo el mundo y en todos los tiempos ha hecho posible que esta flora psicoactiva sea portadora de una tradición mítico-religiosa y de un vínculo, mediante la ebriedad extática, con diversas deidades y seres sobrenaturales, cosa que no sucede con los productos que provienen de la industria química, de un mundo desacralizado e inmerso en la lógica del mercado.
En algunos casos, como entre los mazatecos, los coras y los huicholes, las plantas divinizadas son la encarnación misma de antiguas deidades que personifican la naturaleza.
La segunda diferencia tiene que ver con la finalidad con la cual se realiza el consumo. Si se trata de un ritual mágico-religioso con fines terapéuticos o adivinatorios, evidentemente el propósito es muy distinto al de un consumo de sustancias cuyas motivaciones son más bien placenteras, lúdicas o destinadas a satisfacer una adicción. Esto se vincula estrechamente con el tercer aspecto que se refiere a los efectos individuales y colectivos que se derivan del consumo de drogas provenientes de la industria, por un lado, y de plantas enteogénicas por el otro. En un extremo, en las ciudades modernas, encontramos el consumo hedonista y festivo que puede conducir, mediante el exceso del consumo compulsivo, a la adicción, la marginación, y en el peor de los casos a su vinculación con la delincuencia y la persecución policíaca. En el otro polo, en los pueblos indígenas, encontramos una experiencia místico-terapéutica personal y colectiva, así como la adaptación del consumo de enteógenos a la vida comunal; tal es el caso, entre otros, de la ingestión ritual del peyote en los coras, tarahumaras y huicholes.