Hace más o menos tres décadas, una de mis estudiantes de Apreciación del Cine entró a clase furiosa, pegando de gritos. Me reclamaba, airada, el que —como tarea— yo les hubiese pedido ver, según sus palabras, “una película tan pornográfica y asquerosa”. Para colmo, me dijo, había asistido con su abuela, y ahora su familia consideraba seriamente sacarla de “una universidad capaz de encomendar a sus alumnos tareas de ese tipo”. Mientras escuchaba sus gritos —que azorados escuchaban también los otros jóvenes inscritos al curso— yo no entendía qué podía haber molestado tanto a la chica (Claudia, se llamaba), hasta que ella misma lo reveló a la conclusión de su perorata cuasihistérica: “Fanny Hill no es más que pornografía”. “¿Fanny Hill? Yo lo que pedí ver fue Annie Hall”, exclamé. Claudia se puso roja como un tomate y empezó a balbucear disculpas, antes de echarse a llorar. Ya después, todos nos reímos mucho.
La anécdota anterior no me hace —ni mucho menos— una autoridad en eso que se da en llamar cine erótico, casillero al que justo pertenece Fanny Hill. Pero puedo aproximar aquí algunos films y contextos relacionados con ese concepto, separándolo de entrada (y rotundamente) de pornografía filmada. Pasolini, Bertolucci, Polanski, Ferreri, Oshima, han hecho o hicieron cine erótico —de diversos grados y temperaturas— y ninguno de ellos, coincidirán, está cerca de ser un pornógrafo. El cine erótico lo que exalta (y diciéndolo no descubro nada) es la pasión por —y con— el deseo sensual. Y esto alude en directo, por supuesto, a la sexualidad en pantalla.
Así pues, desde la óptica de un cinéfilo (porque esto no es un ensayo) aludiré en este espacio a un puñado de films que el mundo tiene por eróticos —con mayor y menor precisión— para los fines que a cada interesado convengan. Algunos son icónicos del tema; otros en cambio, podrán resultar relativamente inesperados y hasta inofensivos.
Podemos empezar con I am curious (yellow) (1967), de Vilgot Sjöman, cinta sueca condenada como pornográfica a pesar de que su verdadera dinamita estriba en las ideas políticas y no a tal grado en sus sugerencias de amor libre (pero claro, son estas las que literalmente se ven en pantalla). Como sea, tomó por sorpresa al mundo. Y por cierto, la monada que menciono incluye una entrevista con… Martin Luther King, concedida a los realizadores durante su visita a Estocolmo, en 1966.
Último tango en París (1972) marcó toda una época: por actuarla Brando, por ser de Bertolucci, por ser también temeraria y por vincular —de alguna forma— a la sexualidad con la desesperación. (Ah; y por revelarnos a una María Schneider capaz de sostenerle el paso a Marlon Brando). Está desde luego Emmanuelle (1974), de Just Jaeckin, adaptada de la novela de Emmanuelle Arsan. Su costo aproximado fue de 500 mil dólares y aparentemente lleva recaudados más de 100 millones. En el rol titular, la holandesa Sylvia Kristel (fallecida recientemente) se hizo legendaria. Exhibió en París 11 años, ininterrumpidamente. Y debe mencionarse una setentera más: El imperio de los sentidos (1976), de Nagisa Oshima, basada en una historia real; ejemplo acabado de arty film erótico, admirado worldwide —provocador como el que más— pero igual repulsado por miles de entre quienes se “atrevieron” a verlo.
También es de los 70 la “trilogía de la vida” de Pier Paolo Pasolini, conformada por El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Las tres películas —desinhibidas adaptaciones a la pantalla desde la literatura— en grado distinto abonan al erotismo en el cine. Consideradas por algunos como “una celebración del cuerpo humano”, la primera recibió un “restricted” por parte de la censura internacional, mientras que las dos siguientes de plano fueron calificadas en “X”, con todo el rebumbio que eso implica, más allá de que los 70 fueron de por sí rebeldes y contestatarios. Pasolini nunca fue un cineasta para todos los gustos; y de entre sus films, estos tres menos que cualesquiera otros. Queda la duda —en caso de ser contemporáneos y estar vivos los tres— de si Bocaccio y Chaucer hoy serían amigos del inefable Pier Paolo.
Ahora bien; más allá de las películas mencionadas, ¿en cuáles se piensa, digamos de manera automática, cuando surge el tema del erotismo en el cine? La gama es amplia, a partir de lo que cada quien conoce y/o interpreta al respecto. Pero de inmediato irrumpen títulos como Portero de noche (1974; Liliana Cavani), Betty Blue (1986; JeanJacques Beineix), Nueve semanas y media (1986; Adrian Lyne), Las edades de Lulú (1990; Bigas Luna), Henry & June (1990; Philip Kaufman), Bajos instintos (1992; Paul Verhoeven), Luna amarga (1992; Roman Polanski), Crash: extraños placeres (1996; David Cronenberg), Lolita (en específico la de 1997; Adrian Lyne) y hasta Ese obscuro objeto del deseo (1977; Luis Buñuel). En especial, este último título confirma la posibilidad de que lo erótico no necesariamente esté en lo que ves, sino en el tema tratado y en sus implicaciones.
Siguiendo con los films anteriores, el que de inmediato se les ubique como eróticos no los hace una especie de clásicos de esta tendencia, sino más bien referentes señalados. Y destaco que algunos de sus realizadores son cineastas de filmografía y trayectorias muy respetadas, como Polanski, Buñuel, Cronenberg y Kaufman principalmente. Otros títulos “eróticoreferenciales”, de mayor y menor estatura, son: El amante de Lady Chaterley (1981; Just Jaeckin) —con Sylvia Kristel, but of course— El amante (1992; JeanJacques Annaud), Jamón, jamón (1992; Bigas Luna), El cuerpo del delito (1993; Uli Edel), Lucía y el sexo (2001; Julio Medem), Secretaria (2002; Steven Shainberg) y Shame: deseos culposos (2011; Steve McQueen).
Hay por supuesto películas eróticas que la mayoría coincidiría en adjetivar como “excesivas”. Fundamentas el calificativo, sobre todo, en que mucho se distancian del tipo de cintas referidas aquí. ¿Se distancian en qué? Esencialmente en lo explícitas que deciden ser: menos atmósfera, menos alusiones, pero más evidencias (frecuentemente no simuladas) de lo que sucede en pantalla. Pero igual —más allá de los riesgos de su “estética”— tienen una historia, un punto de vista y conclusiones a las que se aferran para validar su postura ante las inevitables condenas.
Aunque desde luego hay más, queden aquí dos claros ejemplos a este respecto: Viólame (2000), de Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi, drama sobre dos mujeres sometidas y abusadas que deciden (en formas destructivas) responder y vengarse, y 9 canciones (2004), de Michael Winterbottom, sobre los intensos encuentros carnales de una estudiante y un investigador, a lo largo de algunos meses de relación. Esta última, que en EEUU recibió una distribución limitada, puso de nuevo en la palestra el perenne debate acerca de qué en una obra es arte —y hasta dónde— y cuándo pasa al terreno de lo porno. En especial en el caso de la inglesa 9 canciones, por el hecho de que su director, Michael Winterbottom, es un cineasta bastante respetado.
¿Y qué puede decirse de la relación del cine mexicano con el erotismo? Cuando surge la ocasión de bordar al respecto, casi siempre aludo a Y tu mamá también (2001), de Alfonso Cuarón, de la que quiero precisar que más allá de su evidente fachada de comedia eróticajuvenilchacotera, es una película esencialmente triste; algo que en su momento sólo unos cuantos supieron notar. En todo caso, las atmósferas del cine mexicano de veinte años para acá han estado permeadas más bien de violencia, inseguridad, corrupción e impunidad como temas, dejando a eros un sitio para los matices y para situaciones señaladas, más que el protagonismo central.
Pero por supuesto hay más títulos a los que puede aludirse, algunos de ellos de cineastas principales de nuestro cine. Por ejemplo y como botón de muestra, de “botepronto” vienen a la cabeza: La choca (1974; Emilio Indio Fernández), El lugar sin límites (1978; Arturo Ripstein), Amor libre (1979; Jaime Humberto Hermosillo), La tarea (1991; Hermosillo) y Escrito en el cuerpo de la noche (2001; Hermosillo). También habría que mencionar La habitación azul (2002), de Walter Doehner, quien después de ella concentró su actividad principalmente en la televisión.
El homo sapiens contemporáneo lleva también un siglo de homo filmicus; y lo ha aprovechado para ver todo tipo de películas: el cuento de hadas, la cienciaficción (fáctica y fantástica), suspenso y terror; tanto lo cotidiano como lo de proporciones épicas; lo basado en hechos reales, así como lo nacido de ocurrencias —y muchísimo más— ya en el terreno de lo genérico, ya en el terreno de lo personal o auteur. Está claro que lo erótico —faltaba más— también le ha dado ocasión de cinito, para bien y para mal. Un cine, desde siempre, con defensores y detractores, que hacen lo uno o lo otro no siempre desde las razones adecuadas.
Como sea, el cine erótico, en virtud de ciertos films, ha sabido defenderse a sí mismo, mientras que ha conseguido justo lo contrario a partir de la pobreza y gratuidad de otros tantos. Cosas del homo sapiens que es también homo filmicus y homo eroticus. Y ahora recuerdo que justo así, Homo eroticus (1971; Marco Vicario), se llamaba una de las cintas icónicas de Lando Buzzanca, prolífico actor de muy pícaras y menores (pero muy taquilleras) sexycomedias italianas, esbozo —escapista, sin pretensiones mayores— del tema de este artículo. En ese nivel, Buzzanca fue un eroticus filmicus. Habría que preguntarle su opinión al maestro.