Regresando a la casa de Pedro veo a una criatura sonrosada y descalza discurriendo por la cocina. Fresquita, piel suavemente jaspeada, blanca, labios de color rosa pálido, ojos claros, usa camisa blanca, que trasparenta el busto comprimido en una pieza rústica, los brazos descubiertos hasta las axilas. Las piernas al aire en un breve pantalón que le llega a medio muslo, el cabello recogido dejando ver la rosada nuca, los senos de virgen con esa textura de suave temblor indecible, esboza una media sonrisa, Lina María es una niña silvestre que camina descalza por los verdes alrededores plagados de pájaros, gualandayes, platanares, de la finca de Pedro Botero. La retiraron de los estudios en primero de bachillerato porque la familia quedó en la ruina. En el pasado su familia tenía una hacienda de varias hectáreas, pero el padre, desidioso e irresponsable, en lugar de trabajar, prefirió vender tierras, hasta que se quedaron sin nada y se sometieron a la misericordia de un antiguo inquilino, que, enamorado de la niña, les permitió construir una larga casa en cuya última habitación pasa gran parte de su vida Lina María. Lina dice que no tiene privacidad, su puerta no tiene candado y por eso no puede llevar un diario, cosa que le gustaría, fantasiosa como es y guardadora de pequeños e inofensivos secretos. Lina sueña con ser escritora y en el colegio ganó todos los concursos. La sacaron de la escuela y no volvió a escribir. Ya ni siquiera hay papel, un cuadernito miserable en su casa. Sí, había escrito un libro de cuentos de amor, imaginar esa ternura, de amor con final feliz, aclara, sin cosas feas, pero se lo regaló a su mejor amiga y ya no tiene ninguno de sus escritos, por lo que no me puede mostrar nada. Lo que escribe y lo que imagina, todo se le olvida ¿Qué ha leído? Parte de María, de Jorge Isaacs, nada más y con eso se hizo la idea de lo que escribe ese señor, qué gracia, dice, yo puedo escribir mejor. Le creo. En su casa no hay libros ni dinero para comprarlos. Estuvo pidiendo consejos para escribir. Se los di y le conté varios cuentos, todos infantiles. Aplaudió jubilosa. Lina María me miraba con gran atención. Tal vez yo era el primer hombre en su vida que la había tomado en serio. Su madre, mientras tanto, preparaba el sancocho y no dejaba de mirar de reojo. Yo aprovechaba aquello para darme un banquete de limpia belleza. Escribió Dante que la beatitud se funda en el acto de ver. Yo miraba a Lina María a mis anchas, con todo mi espíritu quería percibirla hasta el fondo. La niña en ningún momento se notaba turbada. Tiene quince años y un novio al que recibe en su casa para evitar habladurías. No le gusta salir a ninguna parte, sólo a la tienda. Es extremadamente seria. Ya ni siquiera acompaña a su madre a trabajar cuando sale a limpiar casas ajenas o a cocinar. No, a Lina María lo que le gusta es quedarse en casa y, ¿a qué se dedica? Se encarga de las labores del hogar, ella es la responsable de la comida y el lavado, la casa es un lago destellante y limpio bajo el cielo.
Lina está orgullosa de ello, no hay nada más importante en el mundo que tener la casa como para la llegada del papá, dice. Lina María no parece y no es una sirvienta. Es una niña perfecta, una hermosura a la que la pobreza y la situación han enseñado a trabajar. En lugar de ocuparme de Pedro Botero, preferí permanecer en la cocina, hablando con Lina María y su madre, que se volteaba para escuchar mientras seguía pelando papas, yuca, arracacha, y las echaba, ya lavadas, a la olla con agua hirviente, mientras yo seguía con avidez los movimientos de Lina María y ella me miraba con interés, me sostenía la mirada y cuando yo insistía en mi despiadada admiración, en mi ansia de beberla con los ojos, casi en acariciarla, ella aliviaba la tensión con una deliciosa sonrisa de candor que me desarmaba y me hacía bajar los ojos. ¿Qué si era fácil escribir? Sí, muy fácil, no hay que ir a la escuela, sólo leer, escoger bien las palabras, leer mucho y escribir, contar las cosas que uno ve y las que imagina, contar lo que a uno le cuentan, lo que ve en los sueños, mezclarlo todo, entenderlo si se puede, y si no, dejarlo así, aficionarse al vicio de mirar, escuchar, sentir y escribirlo todo y así cada vez va a ser mas fácil. ¿Sí?, preguntaba Lina María, ¿es así de fácil? Y luego te fijas en los signos de puntuación, en las comas y los puntos. Todo lo demás sobra. Y piensas en la gente todo el tiempo y te inventas lo que harán o harían si se atrevieran y comienzas a contar historias de amor. Todas las historias de amor ¿te has dado cuenta? ¿Sí? Sí, claro, todas son de amor, eso ya lo había notado la niña. Las historias de amor que se cuentan con amor son las más fáciles, las mejores, las que uno siente que son verdad, porque si algún día alguien las lee va a vivir lo que inventamos. ¿Así de fácil? Sí, Lina María, así de fácil. La señora seguía cocinando el sancocho y con la oreja me acechaba como una gata madre. Lina María ahora lavaba los platos, terminaba de hacerlo, se secaba las manos en la camiseta, volvía a sentarse al frente mío, colocaba sus manos entre sus piernas, sus blancas tersas piernas. Volvía a preguntar, informaba de sus intimidades sin pudor. Claro, tenía novio, todas las chicas de su edad debían tener novio —Lina María bajó la voz y entornó los párpados— y ella guardaba sus secretitos, cosas personales para escribir, lo malo era que no había cuadernos en casa y además faltaba la tranquilidad, su cuarto no tenía candado, la gente podía leer sus cosas y qué desagradable, ¿no? Mejor aquí en la cabeza, decía señalándola. La madre escuchaba a medio de la preparación del sancocho y luego movía el arequipe en una enorme paila con una cuchara de madera —nadie que no sea la cocinera debe mirar el dulce antes de que esté en su punto, si lo hace, el arequipe se corta y se convierte en una especie de engrudo apestoso. Los lindos ojos claros de Lina María resplandecían, me miraba con afecto, Hizo más. Preguntó detalles sobre la historia de amor de Araracuara. No pude acabar de contarle.
Su madre terminó el trabajo, cobró su sueldo, se despidieron y allá fue Lina María, a quien hubiera querido despedir con un beso. Hay escenas que se pierden el tiempo y desde es mismo instante se convierten en la más triste carne de nostalgias. De nostalgias sin sustento, que son las más perniciosas e inolvidables. Se perdió en la espesura de los gualandayes y los platanares y las plantaciones de yuca, le dije adiós, adiós bella niña. Llegaron los invitados, cenamos, el sancocho estaba fortalecedor, muy colombiano, puras harinas, pueblo de harinas, tomamos aguardiente, pueblo de aguardiente. Y cuando cayó la noche salí a orinar a los platanales y escuché movimientos entre las ramas y tuve un sentimiento de temor, la región es selvática y podría haber tigrillos u otras fieras menores pero peligrosas. Comencé a escapar sigilosamente hacia la casa y escuché un susurro. ¡Escritor! ¡Escritor! Era Lina María con su cuerpecito y su aliento de albahaca entre las frondas. Me alcanzó, me tocó un hombro. “Escritor, cuénteme la historia de amor de Araracuara a mí solita. Me encerré en mi cuarto y le dije a mamá, voy a dormir, apagué la luz y salí por la ventana para venir a verlo y he estado esperando aquí, queriendo que saliera, lo he visto con la gente, tan serio, diciendo tonterías, sólo a mí me cuenta cosas buenas, historias del verdadero corazón, ¿cierto? Estuve esperando que saliera, queriendo que saliera, y aquí estoy. Cuénteme la historia de amor”. ¿Pero dónde? Venga, me dijo. Me tomó de la mano y me llevó entre la espesura, confié, escritor, soy muchacha buena. Llegamos al lado de un pequeño estanque donde el hermano de Pedro Botero cultiva truchas. Este lugar me gusta, dijo Lina María, por la mañana vienen las garzas a pescar las mojarritas y yo las veo y me siento muy quieta y ellas me rodean y casi puedo acariciarlas. Si las hadas habitaran el mundo, Lina sería la más bella y la más discreta. Me gustaría ser una vaca sólo para que las garzas se montaran en mi cuerpo a sacarme garrapatas, dice, y al decirlo me hace recordar a mi amigo Montañovivas. Sentémonos aquí, me jaló tiernamente y me obligó a sentarme. Su mano era dulce pero firme, acostumbrada al trabajo, la piel un poco áspera y agradable. A la luz de la luna entre las frondas vi el brillo de sus ojos y supe que en aquel instante de mi vida debía cumplir una misión sagrada: contar para Lina María la más bella historia de amor, luego darle un beso y despedirme para siempre. Eso fue lo que hice. No tuve corazón para dejarle el final original, sino que lo arreglé de modo que tuviera un desenlace a su gusto. Lina María, espero no me olvides. Yo por mi parte sé que siempre estarás en mi memoria.