Las tardes con Guillermo Haro

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· De izquierda a derecha, José de la Herran, Miguel Roth, Bill Baustian,
Luis Felipe Rodriguez, Fernando Alba Andrade, Jorge Ojeda, Guillermo Haro,
Marcos Mazari, César Arteaga Magaña, Francisco NN y José María Montaño

En los años 80 el doctor Guillermo Haro estaba decidido a construir un nuevo observatorio astronómico en un lugar de la República con buena visibilidad, poca contaminación y muchas noches para la observación; ya antes, en 1972 había fundado el Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica (INAOE), en Tonantzintla, y había sido director general del Instituto de Astronomía de la UNAM. Sus descubrimientos como astrónomo lo habían llevado a ocupar un lugar de prestigio internacional, y era reconocido e invitado a diferentes países a observar.

En 1980, cuando tuve la suerte de conocerlo, él estaba concentrado en la construcción de ese nuevo observatorio: había escogido una montaña cerca de Cananea, Sonora, para instalarlo, y lo más importante… quería construir todo el telescopio en México, pero se dio cuenta de que resultaría más caro. Sin embargo, decidió fabricar en México el espejo para el telescopio de 2.14 metros de diámetro, el más grande jamás hecho en Latinoamérica, y la computadora que gobernaría los movimientos del aparato, así como la parte civil y electromecánica. Fue necesario empezar desde fabricar la máquina para tallar el espejo, y diseñar el control computarizado.

La experiencia en el tallado del espejo lo llevó a crear una planta para la fabricación de elementos ópticos tales como lentes y prismas para microscopios; fue la primera de su tipo en la nación. Me llamó para colaborar con él en la planta óptica y posteriormente, en la construcción del observatorio de Cananea. Su esposa Elena Poniatowska dijo una vez. “Guillermo no sólo se desafiaba a sí mismo, retaba a cualquiera que se le ponía en frente, fuera quien fuera”. “Mmrf… ¿Qué sería lo más inteligente a hacer en este caso?” Era una pregunta frecuente del doctor Guillermo Haro, no se sabía si era una prueba o realmente quería una opinión, pero lo preguntaba, según sus propias palabras, “de buena fe”. Me acostumbré a su forma de ser enérgica, pero siempre amable, suspicaz, pero sincera y sobre todo inteligente, profundamente inteligente. El doctor era muchas veces temido, y respetado por todos sus colegas y empleados; por eso la primera vez que fui con él a Cananea no pude evitar cierto temor y timidez, pero con el tiempo fui conociendo al “científico humanista”.

En Cananea, una ciudad minera, y llena de historia, Guillermo Haro compró una casa histórica para ocuparla como cuartel de operaciones del proyecto. Muchas tardes pasé con él en esa casa después del trabajo; le aprendí mucho, era tan formal como enérgico y gentil; no tenía la investidura del científico inexpugnable, sino más bien un carácter de serena y hasta alegre sabiduría. Platicábamos de muchos temas; me parecía increíble poder pasar tardes enteras platicando de toda clase de asuntos con este verdadero genio de la astronomía, ya fuera desde trivialidades hasta de política internacional; él conocía todos los temas y también escuchaba con atención e interés.

Desde luego yo aprovechaba la ocasión para hacerle preguntas y más preguntas sobre astronomía, las cuales contestaba dejándome inquietudes y exhortándome a investigar más por mi cuenta. A veces salíamos en las noches a observar algún objeto de interés en el firmamento, a simple vista o con binoculares. El cielo nocturno de Cananea es ya por sí solo impresionante de observar, pero hacerlo guiado por el doctor Guillermo Haro era un verdadero viaje fantástico por el universo. Mi interés por la astronomía creció y mi deseo de terminar el observatorio fue para mí casi tan grande como el del doctor Haro.

El trabajo fue arduo y a veces desalentador, pero las pláticas vespertinas con el doctor eran más que un premio para mí. Él era el jefe y nos guardábamos respeto mutuo; por las tardes en la casa de Cananea era un compañero, un mentor y un amigo. Planteaba los asuntos y luego preguntaba: “¿Qué sería lo más inteligente a hacer en este caso?”. Aprendí a dar mi opinión sinceramente, pues a veces creía que me ponía a prueba, y otras veces que necesitaba una opinión; siempre me escuchaba y hasta llegué a sentirme importante a su lado, pero siempre le guardé un profundo respeto como científico y como ser humano.

Guillermo Haro, quien ganó la medalla Lomonosov, que era la versión soviética del Premio Nobel, me habló del México que vivió de joven y de cómo cruzaba el río Mixcoac para ver qué había del otro lado; de cómo sus tías lo regañaban de regreso de su aventura, y de cómo convencía a algún campesino de que lo cruzara en sus hombros para no mojarse y que no se dieran cuenta en su casa, pues de lo contrario lo mandaban al huerto a cortar una vara de membrillo para castigarlo, aunque él siempre traía una vara lo más pequeña posible. Su curiosidad de saber qué había más allá, lo llevó hasta la observación y el descubrimiento de los objetos más lejanos del universo, siempre buscando qué hay más allá. Platicaba también de cómo él mismo trapeaba el suelo del observatorio cuando algo se derramaba, de sus experiencias formales e informales con políticos y con los presidentes López Mateos, Díaz Ordaz, Luis Echeverría y López Portillo; de cómo algunos de ellos buscaban en él y en su observatorio un refugio y a escondidas pasaban la noche observando las estrellas con él; me contó, sin alarde ni orgullo, de una agria discusión que tuvo con uno de estos presidentes, en la cual el mandatario terminó dándole la razón y felicitándole por su valor para enfrentársele; me habló de su amistad con Mao Tse Tung y sus curiosas experiencias con sus colegas chinos; de la soledad que a veces siente el hombre, y de la alegría de la vida. Dominaba todos los temas, hablaba de muchas cosas, y por supuesto de astronomía, de algunas de sus luchas con sus colegas, de sus arduas horas de trabajo y de su amplia experiencia en la vida.

El doctor Haro cayó enfermo, luego se recuperó lentamente; terminamos el observatorio en 1987, poco antes visitó Cananea por última vez, pasamos esa tarde hablando del futuro. Guillermo Haro murió el 26 de abril de 1988. Me dejó muchas enseñanzas y experiencias; compartió conmigo, como con mucha gente, su gran calidad humana y su genio científico. Pero sobre todo dejó a México entero la enseñanza de que, cuando se ama al país, como él hizo, se pueden hacer bien todas las cosas y el legado de saber que siempre se puede hacer algo más inteligente. ¡Gracias, doctor!

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