El destierro

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Miguel Ángel De Martino García:

aquí mi voz para conservar

la palabra mágica

entre tu muerte y mi vida…

entre tu vida y mi muerte.

Aquí mi voz papá, es tuya, te la entrego.

Sólo mil 560 personas habitaban el pueblo y le daban identidad. Calles empredradas se trazaban en el norte; las de terracería en el sur, mientras aquellas de adoquín estaban en el oriente. El poniente se iluminaba de un tono distinto, una especie de arena roja cubría las calles planas del área. Era un pueblo sin nombre. Pero si lo bautizáramos sería Chichiltik, que significa rojo en náhuatl: el color de su tierra le daría sentido.

Por las características de la región era imposible la agricultura: la tierra era infértil. Era un pueblo en el que todos se dedicaban a sus labores cotidianas con cierta parsimonia. La mayoría fabricaba servilleteros de madera tejidos con hilaza de colores.

El atrio de la iglesia atesoraba una maqueta con detalles precisos del pueblo: cada calle empedrada, en terracería o rojiza; cada habitante con las características corporales a exactitud.

Y es que los lugareños también conocían el arte de tejer y coser muñecos de trapo con detalles humanos.

Se regían por costumbres arraigadas tiempo atrás. Por ejemplo, cada nacimiento era plasmado en la maqueta. Durante una ceremonia, familia y partera danzaban hasta media noche al ritmo de sus propios cantos. Los restos de la placenta y del cordón umbilical eran quemados en una olla roja de barro. Las cenizas eran esparcidas en la figura que simbolizaba al recién nacido y en procesión caminaban hasta el atrio de la iglesia para colocar la estatuilla.

Este ritual provocaba que el muñeco sufriera las transformaciones de la vida a la par del ser humano; es decir, años más tarde la figura parecería un joven, luego un adulto y finalmente un anciano.

La maqueta era administrada por la muerte: mujer de mediana estatura, muy delgada, cabello negro y ondulado y la tez tan blanca que las ojeras contrastaban.

Vivía en una choza rústica que colindaba con el panteón. Todos los días, sobre una silla de madera con un cojín deshilachado, permanecía al lado de la maqueta supervisando los cambios acaecidos en el pueblo con el fin de que el duplicado fuera idéntico.

Pero en ello no consistía su mayor trabajo. Sobre el buró, a un lado de libros entreabiertos, tenía un calendario en que marcaba los nombres de aquellos a quienes llevaría al panteón. Y justo una semana antes de su partida, ella cavaba la tumba en la maqueta y ponía la figura de aquel que partiría a un lado del montón de tierra. Y así al salir de la iglesia, todos los habitantes observaban el boceto para percatarse que no estaban próximos a marchar. En caso contrario, contaban con una semana para resolver los pendientes y entre lágrimas, sollozos y dolor despedirse de los seres queridos.

La vieja forma de proceder de la muerte nunca les había causado conflicto. Nunca, hasta que un día la gente reparó en el enojo, la rabia e impotencia que generaban las pérdidas.

Empezaron dos habitantes de Chichiltik a conversar, se sumaron cinco, 10. Poco a poco los congregados fueron más y más y en diferentes puntos. Ella lo percibió sin enterarse de los motivos. Sabía que se reunían, que algo tramaban, pero no alcanzaba a escuchar ni pláticas, ni pensamientos. Le causó extrañeza, nerviosismo. Muchos pasaban frente a ella y la miraban de reojo, con sorna, con lástima.

Un día cualquiera, a punto estaba de enterrar a un aldeano de ochenta y tantos años, cuando un aire distinto corrió bajo su falda. Con la estatuilla en la mano miró para el costado izquierdo. Sintió temblar el piso. Se estremeció como novedad en sus sensaciones. Miró hacia el lado contrario: una colérica turba armada con palos, machetes y piedras caminaba hacia ella. Todos gritaban que se marchara, que estaban hartos de su existencia. Con el impacto, dejó caer la figura. Justo en paralelo, el lugareño recuperó la vida cuando el cura lanzaba sobre su cuerpo postrado los santos óleos.

La muerte reculó. La rodearon rápidamente. Trozos de la maqueta desperdigados entre la tierra. Las pedradas siguieron a las consignas. Cayó al suelo. Estaban decididos a lincharle cuando en extremo acto de piedad alguien alzó la voz: ¡Lárgate maldita o te cortaremos en pedazos! ¡No te queremos más en este pueblo! ¡Déjanos vivir!

Como pudo, se levantó.

La muerte caminó a su choza para recoger sus pocas pertenencias, sobre todo el calendario. La multitud la siguió. Cuando ella abrió la puerta todos quedaron petrificados. Reinó el silencio, el cuadro era impresionante: decenas de palomas —tal vez cientos— revoloteaban al interior; sus desechos cubrían el piso dando un tono negruzco; el refrigerador de medio uso chorreaba excremento por cada flanco, igual que la estufa, aunque esta última se forraba de excremento quemado por el uso de las hornillas. Un escalofrío recorrió la médula espinal de cada manifestante: el espíritu santo se había multiplicado en los aposentos de la muerte.

La escoltaron hasta las afueras del pueblo. Montaron guardias de día y noche para asegurar su destierro.

El exilio de la muerte llevó al pueblo una paz indescriptible. El tiempo como aliado. La vida eterna como elixir ungido desde el nacimiento.

Sin embargo, un año siguió a otro y así hasta juntar cientos. El andar monótono de la vida justificó el cansancio. La calma de inicio se difuminó con polvos de nostalgia. Como película de lugar común, un día se repitió decenas de veces. Los viejos de 300 años caminaban arrastrando los pies; necesitaban descanso y no lo hallaban. Tedio. Todas las emociones humanamente accesibles ya las habían repasado en su máximo esplendor, menos la paz.

Con aburrimiento y esperanza, un artesano de más de 100 años fantaseó con el regreso de la muerte y comenzó a coser las estatuillas que representaban a cada habitante de Chichiltik. Trabajó en el diseño de la nueva maqueta que administraría una vez más. La esperaba con ansia.

Mientras, en cualquier parte del mundo, la vida había sido muy dura para la muerte. Como era de esperarse, vagó sin hallar refugio. Estaba destruida.

En ocasiones se sentaba en alguna jardinera a tomar notas que daban cuenta de su andar desde el destierro. Los textos vertidos no eran más que el conjunto de quejas y reflexiones que le inspiraba la soledad que la seguía desde el nacimiento, intentos de poesía para la autoflagelación a la que se sometía luego de detonar su masoquismo:

Muerte enferma.

Me asomo al espejo y hallo

a la muerte vestida de bruja

o a la bruja disfrazada de muerte

con su aire mustio

con los ojos saltones

con la hipocresía

escondida bajo la falda.

Pobre muerte

me da pena la ingenua

cada vez que la enfrento

y la mirada somete

¿será que me teme?

¿o que no se acostumbra

a que alguien le reclame sus trastadas?

Pobre bruja

me da pena con su mirada:

evasiva

y su actitud:

tan sumisa.

Muerte fénix que al dar muerte

renace para procurarse más

y ser luego la causante

de su propia muerte.

Muerte con tentáculos de hidra

de meridiano largo

para acariciar a todos los habitantes del mundo

y quizá de otros mundos también.

Por años repasó estas líneas que tanto dolor le causaban a la moribunda. Exhausta de andar y leer, de leer y andar, se tendió en posición fetal hasta dormir con sobresaltos recurrentes. Permaneció escondida en un rincón cualquiera.

Entre tanto, en Chichiltik, un grupo de peregrinos emprendió un viaje en busca de la muerte perdida.

Después de muchos años de andanza, la hallaron abandonada en una cueva al estilo Adán y Eva, tal como la describió Gioconda Belli cuando tenía el Infinito en la palma de la mano; vestía andrajos malolientes e intentaba conseguir descanso al lado de su calendario, eterno como ella. De reojo los observó, inmediatamente supo quiénes eran y lo que querían; dirigió una mirada profunda, de fe… y se desvaneció.

Con la muerte a cuestas los viajeros emprendieron el regreso al pueblo. Pero el peso de la muerte derrumbada era tal que se turnaban para el traslado. El cansancio fue demasiado, el grupo se hizo cada vez más escaso, uno a uno fueron cayendo muertos, por fin.

Al llegar al pueblo ya sólo era uno quien la cargaba, el primero que la tomó entre los brazos cuando la hallaron.

Todo estaba listo para su arribo: la maqueta con cada detalle, la silla de madera con el cojín deshilachado, el cuarto negruzco, las palomas… todo tal cual lo recordaban.

El único sobreviviente a la odisea llegó arrastrándose con la muerte en brazos, la colocó sobre la silla y se derrumbó, cayó muerto a los pies de ella. Varios sonrieron. La muerte había regresado a la vida de Chichiltik.