La historia del DNA y su cristalografía

Las geodas son rocas más o menos esféricas que, al partirse por la mitad (sobra decir que con mucho cuidado), muestran cristales en su interior con formas verdaderamente maravillosas. No puede existir un ser humano que deje de asombrarse con estas estructuras tan especiales, pues su geometría es llamativa como incitadora de inquietudes que nos llevan a percibirlas como algo bello y cautivador.

Imagen tomada de http://1.bp.blogspot.com/- 2eJNYc9GVL8/UI0TOuTq5kI/AAAAAAAAOBY/PzBs6Lq4mJk/s1600/fr anklin05++typebphoto.jpgPero esta visión es la que podemos percibir a través de nuestro sentido de la vista, solamente escudriñando lo que se nos presenta; sin embargo, los fenómenos físicos que muestran cuando pasa la luz a través de ellos ejercen efectos fascinantes y hasta mágicos. Por esta razón hay personas que siempre les han atribuido poderes, fuerzas sobrehumanas, virtudes y energías que han generado amuletos, talismanes, fetiches o hasta reliquias.

Nuestro sentido de la vista está circunscrito a un espectro bastante reducido de energía radiante que solamente nos permite una percepción limitada de todos los fenómenos periféricos; sin embargo, estamos rodeados de ondas de radio: las microondas, los rayos infrarrojos, el espectro de luz que nos permite ver la radiación ultravioleta, los rayos X y, por último, los rayos gamma. Dependiendo del material al que llegue, la energía radiante puede transmitirse, reflejarse o absorberse. Una transmisión de rayos a través de un material puede sufrir dos fenómenos conocidos como refracción y reflexión.

Cuando dirigimos la vista hacia el cielo, no nos damos cuenta de que prácticamente todo lo que conocemos del Universo procede del estudio de la luz y los distintos tipos de radiación; pero todavía más sorprendente es que esto se extiende a la comprensión del microcosmos, es decir lo infinitamente pequeño.

Un ejemplo lo tenemos con el microscopio electrónico, que en lugar de luz se basa en la utilización de electrones, logrando imágenes hasta 2 millones de veces más grandes, a diferencia de los convencionales microscopios de luz que amplifican cuando mucho, hasta 2 mil veces, un objeto.

Sin embargo, hablando en términos de lo pequeño, estos aparatos son insuficientes, por lo que en la investigación de sustancias o elementos como proteínas, requieren la utilización de otras técnicas o procedimientos, dentro de los que sobresale la cristalografía de rayos X, que en biología y medicina permitió que se pudiese deducir la estructura en “doble hélice” de los ácidos nucleicos, que constituyen la base de la vida.

La historia es más que fascinante pues se conjuntan una serie de situaciones que parecen de novela donde hay de todo, desde lo más perverso de la naturaleza humana hasta lo sublime de un descubrimiento tan trascendente, que ahora nos permite saber una buena parte de cómo somos y de dónde venimos en términos antropológicos.

Iniciaré desde al año 1951, en que le fue concedida a Rosalind Elsie Franklin (1920-1958) una beca para trabajar durante tres años en la Unidad Biofísica, en el King’s College, de Londres. Esta investigadora acababa de regresar de Francia, donde hizo una estancia en el Laboratoire de Services Chimiques de L’Etat, en Paris, estudiando la aplicación de las técnicas de difracción de rayos X en sustancias sin formas definidas como proteínas e investigando el efecto de estos rayos sobre los cristales; es decir, cristalografía.

El laboratorio de biofísica, en ese entonces, estaba dirigido por Sir John Turton Randall (1905-1984), quien originalmente dispuso que la señorita Franklin estudiase la cristalografía de ciertas proteínas, pero un jefe adjunto de laboratorio, llamado Maurice Hugh Frederick Wilkins (1916-2004), solicitó su cooperación en el estudio de los ácidos nucleicos, específicamente el Ácido Desoxirribonucleico (ADN) que ya venía trabajando desde algunos años.

Al parecer, Wilkins esperaba investigar con la doctora Franklin sus muestras de ADN; sin embargo, el director Randall ordenó que el trabajo se llevara a cabo con un joven investigador que aún vive y que se llama Raymond Gosling (1926), mientras hacía su tesis de doctorado en ese tema. Muy probablemente esto condicionó un sentimiento de rencor de Wilkins, quien se consideró seguramente desplazado. Así, Franklin y Gosling comenzaron su investigación, en una forma diferente a Wilkins, (que siempre había deshidratado sus muestras), con un ADN altamente hidratado.

Dos años de arduo trabajo y un sinnúmero de pruebas, dieron como resultado un experimento conocido como la “fotografía 51” en el que se deduce que la estructura del ADN es de una doble hélice.

Pero, literalmente a hurtadillas, es decir, sin comentar algo a los investigadores originales, Wilkins llevó los resultados al biólogo estadounidense James Dewey Watson (1928), quien con esta valiosa información y sabiendo que el estudio de la doctora Rosalind Franklin no se había publicado, planteó la estructura molecular del ADN como una doble hélice y así, junto con el físico británico Francis Harry Compton Crick (1916-2004), obtuvieron un reconocimiento mundial y sin mencionar los trabajos anteriores, les dieron el Premio Nobel en Fisiología y Medicina en 1962.

Sin embargo, no todo terminó ahí. Una carta fechada el 17 de abril de 1953, firmada por el director John Turton Randall, le planteó a la doctora Franklin, literalmente olvidarse de la investigación sobre ácidos nucleicos y romper todo tipo de comunicación científica con su alumno Gosling.

Canalizada a la Universidad de Birkbeck, le encomendaron investigar sobre la estructura y material genético de los virus, llevando a cabo descubrimientos sorprendentes, como las características del virus del mosaico del tabaco y el de la poliomielitis.

Ya para terminar casi en forma de tragedia, el 16 de abril de 1959 Rosalind Franklin murió por un cáncer de ovario, que por una bien fundamentada sospecha, tuvo una estrecha relación con la exposición cotidiana a rayos X, ya que en ese entonces no existían las recomendaciones laborales que actualmente prevalecen como algo básico en cualquier investigador expuesto a riesgos de trabajo.

Muchas cosas son necesarias de someterse a un análisis profundo. En primer lugar, la experiencia de Rosalind Franklin nos ubica en la ética. El hecho de que su trabajo fuese aprovechado en una forma tan abusiva, no solamente rompe con las bases del método científico, sino que desacredita a quienes estuvieron involucrados.

Políticamente es común que estadounidenses no solamente cometan infamias en contra de los individuos, sino que esto se extiende a las naciones, situación a todas luces ventajista y utilitaria. Las consecuencias de estos actos generan rencores sociales que se traducen en posturas tan radicales como racismo y homofobias. No es que todos los estadounidenses sean odiados, pero universalmente sí existen rechazos que descalifican a todos los estadounidenses.

Desgraciadamente estos hechos no son del dominio público y solamente salen a la luz bajo ciertas condiciones; pero es determinante que se difundan, para ejemplificar lo que no se debe hacer. En este caso, solamente espero que la historia ponga en su lugar a James Dewey Watson, de forma que el nombre de Rosalind Elsie Franklin se ubique en donde debe estar: en la cúspide de todo el conocimiento biológico en cristalografía.

 

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