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Las razones que forjaron la voluntad de cambio

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Durante el proceso electoral de este año, los mexicanos expresaron, de distintas formas y de manera creciente, su decisión de transformar la realidad política, económica y social del país y encontraron en Andrés Manuel López Obrador (AMLO) el liderazgo que podría conducir el proceso. La voluntad de cambio se recogió masivamente en las redes sociales y en la mayor parte de las encuestas levantadas a lo largo de 2018.

En cambio, la campaña de los otros dos aspirantes a la presidencia de la República, José Antonio Meade y Ricardo Anaya, cuya propuesta consistía en dar continuidad al proyecto neoliberal, no lograron penetrar en el ánimo de la población, cuya decisión de protagonizar del cambio que se veía venir crecía día a día.

Por supuesto, la ciudadanía comprendió que no se trataba únicamente de un cambio económico, considerado inevitable, pues la realidad mostraba al neoliberalismo no sólo como una teoría económica, sino también un discurso hegemónico de una propuesta civilizatoria síntesis de la modernidad liberal burguesa, “en torno al ser humano, la riqueza, la naturaleza, la historia, el progreso, el conocimiento y la buena vida” (Edgardo Lander, La colonialidad del saber. Buenos Aires, 2011, Ciccus, p. 15).

Se trataba, entonces, de ir más allá y reconstituir el tejido social severamente lesionado y democratizar, en todos sentidos, al país: era preciso cambiar la vida.

Conviene advertir que el cambio propuesto por AMLO tiene limitaciones, primero, por la resistencia natural de la oposición y, luego, por las diferencias que podrían surgir al interior de las alianzas exigidas en la construcción del consenso y que pueden convertirse en obstáculos para realizar la transformación propuesta.

¿Cuáles son las razones económicas, políticas y sociales que contribuyeron a forjar la convicción generalizada de la necesidad e inevitabilidad del cambio?

La era neoliberal, que se inicia con el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) y está por concluir si se cumplen las expectativas que impulsaron el triunfo popular-electoral, presenta grandes déficits en todos los ámbitos de la vida nacional.

El neoliberalismo significó la imposición de una economía basada en el mercado autorregulado y de un sistema político que difuminó al Estado como regulador del proceso de acumulación, para convertirlo en un instrumento al servicio exclusivo de los intereses de los dueños del capital, sin embargo, y a pesar de las reformas impuestas, la economía ha mostrado un mediocre comportamiento. En efecto, su crecimiento a lo largo de las últimas tres décadas y media no supera el 2.5 por ciento en promedio anual.

Este comportamiento ha sido acompañado, de manera permanente, por un creciente endeudamiento público y una creciente precariedad laboral. En el caso de la deuda externa, ésta representaba, en 2012, el 37.2 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) y pasó a ser el 48.7 por ciento del PIB en 2018. En el caso del salario, los gobiernos neoliberales impusieron una política de contención salarial y restricciones salariales reduciendo el gasto social. De esta manera, el mayor atractivo ofrecido a los inversionistas son los bajos salarios, ubicados por debajo del valor de la fuerza de trabajo. La información disponible señala que el ingreso de los trabajadores se ha reducido de manera permanente, al grado que el actual salario mínimo (88.36 pesos), es el más bajo de los 35 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y uno de los peores en Latinoamérica.

Al endeudamiento y los bajos salarios, recientemente se agregó la devaluación, que ha llevado el precio del dólar a ubicarse alrededor de los 20 pesos, lo que tiende a encarecer las compras al exterior; a su vez, la inflación en 2017 cerró en 6.7 por ciento, la más elevada de los últimos 17 años, lo cual apresura el deterioro del ingreso real de los trabajadores.

Otros fenómenos acompañantes del errático comportamiento económico, han sido la violencia y el aumento del poder del crimen organizado: ambos han puesto en vilo a la población del país; a su vez, la corrupción y la impunidad tienen un papel no menor en el desolado entorno económico y lo mismo ocurre con el deterioro de muchas instituciones que si bien, en algún momento, gozaron de la confianza y el aprecio de la población, los han perdido debido al inescrupuloso manejo de los recursos puestos a su disposición o, en el caso de instituciones privadas, debido a su conducta poco ética.

Todo esto arrojó a cerca de 60 millones de mexicanos a vivir en situación de pobreza, es decir, a sobrevivir sin satisfacer sus necesidades básicas, todo resultado de un sistema incapaz de poner en el centro de sus preocupaciones a los pobres, a los trabajadores superexplotados de la ciudad y el campo y cuya característica de funcionamiento es la desigualdad social resultado de la inequitativa distribución del ingreso.

El mercado sin regulación, la pérdida de la razón pública en la economía, conduce a una creciente desigualdad, en buena medida, resultado de la continua reducción de los ingresos reales del trabajo y la consecuente ampliación de las ganancias del capital.

Con información del INEGI, David Márquez Ayala (“Reporte Económico”, La Jornada, 19/02/18: 22), luego de una exhaustiva revisión de los datos, concluye: México alcanzó su mejor momento distributivo en 1976, cuando los asalariados recibieron el 43.5 por ciento del ingreso nacional y el capital correspondió el 52.9 por ciento; una década después, ya en plena era neoliberal, los salarios obtuvieron 34.8 por ciento y las utilidades 60.7 por ciento, finalmente: “En 2016 (último año con cifras) el salario recibe 32.2 por ciento y el capital 59.5 por ciento”.

Así, bajo el neoliberalismo la desigualdad social se convierte en peculiaridad, donde la pobreza se generaliza frente a una minoría que concentra la mayor parte de la riqueza producida por el trabajo. Esta condición es general en el capitalismo y se agudiza en el neoliberalismo. Noam Chomsky, refiriéndose a lo ocurrido en Estados Unidos bajo ese modelo, escribe: “Durante este periodo, el programa del gobierno se ha modificado completamente en contra de la voluntad de la mayoría para proporcionar ingentes beneficios a los superricos. Entre tanto, para gran parte de la población, para la mayoría, la renta real lleva treinta años prácticamente estancada” (Noam Chomsky, Réquiem por el sueño americano, México, 2017, Sexto Piso, p. 10).

En México, la observación de Chomsky se expresa puntualmente. Según el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), en nuestro país, el ingreso de los hogares, durante los últimos 25 años, se ha mantenido prácticamente sin alteraciones, pues si en 1992 el ingreso mensual por persona eran 3 mil 508 pesos —en términos reales—, prácticamente el mismo monto registrado para 2016, cuando fueron 3 mil 628 pesos (La Jornada, 10/05/2018: 14). Por su parte, la CEPAL, en su informe del Panorama social de América Latina 2017, señala que en México el 20 por ciento de los hogares más ricos concentra el 48 por ciento del ingreso nacional, mientras el 20 por ciento de los más pobres apenas si obtiene el 6 por ciento, una diferencia entre ambas proporciones de ocho veces.

De este rápido recorrido de algunos factores que forjaron la voluntad de cambio, no es difícil coincidir con el Premio Nobel de Economía (2001), Joseph Stiglitz (Caída libre, México, 2010, Taurus, p. 11), quien, luego de la crisis de 2008, concluía: “La teoría económica moderna, con su fe en el libre mercado y en la globalización, había prometido prosperidad para todos. Se suponía que la tan cacareada Nueva Economía iba a hacer posible una mejor gestión de los riesgos, y que traería consigo el final de los ciclos económicos […] La gran recesión (2008) —a todas luces la peor crisis económica desde la Gran Depresión de hace setenta y cinco años— ha hecho añicos esas ilusiones”.

La pregunta es: ¿podrá el gobierno de AMLO, dentro de los límites del capitalismo, modificar esta situación?

 

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