Las magnitudes del deterioro económico
A medida que la pandemia de la Covid-19 se ha ido desplegando, y con ella los periodos de confinamiento, el impacto en el funcionamiento económico de los distintos países se ha sentido con una fuerza cada vez mayor y han ido empeorando los pronósticos respecto de dicho funcionamiento para el futuro inmediato.
Al respecto, en el siguiente cuadro se presentan 12 proyecciones del comportamiento de la producción mundial para 2020, que se han venido presentando en los meses recientes por parte de distintas instituciones. En él, se observa que a comienzos del año los pronósticos para 2020 eran de un crecimiento bajo —de entre 2 por ciento y 3 por ciento, lo que da cuenta de problemas ya presentes en el funcionamiento económico global— y que en los meses siguientes dichos pronósticos han ido fuertemente a la baja, estimando para 2020 caídas cada vez más profundas conforme ha avanzado el tiempo. A modo de ejemplo, a mediados de abril circuló ampliamente una proyección del Fondo Monetario Internacional (FMI), según la cual para este año la actividad económica mundial disminuirá 3 por ciento, y dos meses después —el 24 de junio— el mismo FMI ha estimado que la disminución será de 4.9 por ciento, en tanto que el Banco Mundial el 8 de junio estimó que para el 2020 la caída de la producción mundial será de 5.2 por ciento y el día siguiente la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico estimó que la caída en 2020 será de entre 6 por ciento y 7.6 por ciento.
Lo anterior deja en evidencia que lo profundo del deterioro económico ya presente se ha acompañado con correcciones fuertemente a la baja en las proyecciones al respecto, lo que da cuenta no sólo de la magnitud de los problemas que hoy atraviesan a la economía mundial, sino también de los altos niveles de incertidumbre acerca del futuro cercano, tanto respecto a la duración de la actual pandemia —incluyendo la posibilidad de nuevos brotes a fines de este año o comienzos de 2021—, como en relación a los avances y retrocesos en los procesos de desconfinamiento y a las políticas públicas que se vayan definiendo y modificando para hacer frente a la emergencia, todo lo cual vuelve muy inciertos los pronósticos respecto del desenvolvimiento de la actividad económica global y de los distintos ámbitos que la forman, aunque todos los pronósticos son claramente pesimistas.
Así, luego de sucesivas correcciones a la baja, las cifras más recientes proyectan para 2020 una caída en el comercio internacional de entre 13 por ciento y 32 por ciento según la Organización Mundial de Comercio (OMC) y de 20 por ciento según la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), y la misma UNCTAD proyecta este año una disminución de 40 por ciento en los flujos de inversión extranjera directa, en tanto que el Banco Mundial estima que en 2020 las remesas dirigidas a los países de ingreso medio y bajo se reducirán en 19.7 por ciento, lo cual incluye una disminución de 19.3 por ciento para América Latina y El Caribe, aclarando cada una de esas instituciones que las estimaciones están sujetas a corrección dados los cambiantes factores en los cuales se apoyan.
Algo semejante ocurre respecto de la pobreza y el empleo a nivel mundial. En lo que se refiere a la pobreza, en abril el Banco Mundial estimaba que en 2020 el escenario de la Covid llevaría a la pobreza extrema (ingresos diarios inferiores a 1.9 dólares) a un total de entre 40 y 60 millones de personas —22.6 millones en el África subsahariana— y un mes después sus estimaciones son que ello ocurrirá en un rango de entre 71 y 100 millones de personas, dependiendo del deterioro que se dé en la actividad económica global.
En lo que respecta al desempleo, la Organización Internacional del Trabajo ha venido presentando estimaciones en una serie de informes titulados “El Covid-19 y el mundo del trabajo: Repercusiones y Respuestas”. En el primero de ellos, del 18 de marzo, se estimaba que el aumento de desempleados en el mundo como consecuencia de la pandemia sería de entre 5.3 millones —en el escenario “más favorable”— y 24.7 millones —en el escenario “menos favorable; por su parte, la OCDE ha informado que la tasa de desempleo en el promedio de sus 37 países miembros pasó de 5.3 por ciento en enero de 2020 a 8.4 por ciento en mayo y que, en un escenario “optimista” en el cual no ocurra una segunda ola de contagios, dicha tasa llegaría a 9.4 por ciento en el cuarto trimestre de 2020.
La OIT en sus informes posteriores, considerando las distintas modalidades que ha asumido el confinamiento en el ámbito de las relaciones laborales y el empleo, ha venido estimando lo ocurrido con las “horas de trabajo perdidas”, lo cual abarca el desempleo, las reducciones de jornada, la inactividad y la suspensión de empleo, tomando como punto de comparación las horas de trabajo correspondientes al último trimestre de 2019. Respecto del primer trimestre de 2020, la estimación de esas “horas de trabajo perdidas” empezó siendo de 4.5 por ciento, equivalente a 130 millones de empleos de tiempo completo (con jornadas de 48 horas) y en el informe más reciente —del 30 de junio— la estimación es de 5.4 por ciento, equivalente a 155 millones de esos empleos. Para el segundo trimestre de 2020, la estimación de “horas de trabajo perdidas” empezó siendo de 6,7 por ciento, equivalente a 195 millones de empleos de tiempo completo, y en el informe reciente dicha estimación es de 14 por ciento, equivalente a 400 millones de empleos. En ese informe reciente, de entre las distintas regiones del mundo para las cuales se entregan cifras los mayores porcentajes de “horas de trabajo perdidas” en el segundo trimestre de 2020 corresponden a América Latina y el Caribe, con 20 por ciento, y dentro de ésta a América del Sur con 20.6 por ciento.
Algunas tendencias subyacentes
Tanto la pandemia como el confinamiento al que ella ha empujado han dejado al descubierto tendencias de larga data vinculadas a la economía, cuya presencia en el escenario mundial ha definido el terreno en el cual han ejercido sus efectos negativos la pandemia y el confinamiento. En el nivel más inmediato, dos de esas tendencias que interesa destacar son las referidas a los sistemas nacionales de salud y a la informalidad laboral.
En lo que respecta a los sistemas de salud, a pesar de las alertas previas respecto de la posible aparición de pandemias, dichos sistemas estaban notoriamente impreparados ante la llegada de la Covid-19, la cual los ha sometido a una presión extrema, generándose incluso situaciones de colapso en distintos lugares. En ese sentido, la explicación de lo ocurrido se encuentra en los procesos de mercantilización y privatización de los servicios de salud que se han venido imponiendo desde hace ya varias décadas en la mayoría de los países, con la consiguiente reducción del gasto gubernamental en salud y el descuido de los sistemas de salud pública, paralelamente al crecimiento en la prestación privada del servicio de salud.
Con ello, no solo la salud ha ido dejando de ser un derecho para transformarse en una mercancía, sino que también se han relegado objetivos referidos a la prevención, las campañas de información, la vigilancia, la recopilación de datos e información, la universalización de los servicios médicos, etcétera, imponiéndose una racionalidad de mercado en la cual además la investigación médica y la generación de nuevos fármacos ha estado cada vez más guiada por criterios empresariales, donde poca cabida tienen los largos tiempos necesarios para la generación de vacunas y medicamentos para enfermedades infecciosas de aparición aleatoria y cuyos usuarios potenciales pueden no ser suficientemente solventes.
Desde luego, la mercantilización de las décadas recientes ha abarcado a mucho más que la salud —si bien es respecto a ésta que la pandemia se ha desenvuelto en terreno fértil—, ya que incluye a otros ámbitos, como la educación, la seguridad social y otros servicios antes públicos, e incluso a la entrega de distintos recursos naturales al capital privado, todo lo cual se ha sometido cada vez más a la lógica del mercado y de la ganancia.
En lo que respecta a la informalidad laboral, también en este caso se trata de un proceso que lleva ya varias décadas y cuyo crecimiento es parte importante de los rasgos que han caracterizado al desenvolvimiento económico. Según la OIT, alrededor de 2 mil millones de personas trabajan de manera informal —a nivel mundial, el porcentaje de trabajadores informales en actividades no agrícolas es de casi 51 por ciento—, con mayores posibilidades de perder el empleo, con un acceso muy limitado a la protección social y a los servicios de salud y muchos de ellos con bajos salarios y sin posibilidad de atender al confinamiento por falta de recursos económicos, por todo lo cual no resulta extraño que sean estos trabajadores los que más fuertemente han disminuido sus ingresos como consecuencia de la pandemia; al respecto, la OIT estima que en el primer mes de la crisis los ingresos de los trabajadores informales disminuyeron a nivel mundial en un 60 por ciento.
A lo anterior se agrega que la informalidad está lejos de ser un fenómeno que afecta por igual a todos los países y grupos. Por una parte, la informalidad laboral se concentra en jóvenes y, por otra parte, la mayoría de las/los trabajadores informales están en los países de ingreso bajo y medio. Al respecto basta mencionar que, según la OIT, a nivel mundial un 77 por ciento de los trabajadores jóvenes tienen un empleo informal (79 por ciento en los hombres y 73 por ciento en las mujeres) y que en los países de ingreso bajo el porcentaje es de 95 por ciento (94 por ciento en los hombres y 96 por ciento en las mujeres).
La situación de las/los trabajadores informales y de la mayor afectación que en ese sector tienen las políticas de confinamiento, es una clara consecuencia de la precarización laboral que ha adquirido fuerza en las décadas recientes, la cual ha estado avalada por las políticas gubernamentales y ha sido un componente central en la redefinición de las relaciones capital–trabajo a favor del primero y en contra del segundo.
En suma, las tendencias respecto de los sistemas nacionales de salud y la informalidad laboral forman parte de lo que la pandemia y el confinamiento ponen en la mesa de discusión, y de lo mucho que habría que redefinir a la luz de la actual crisis sanitaria y económica. A esas dos tendencias interesa agregar otra, de carácter más general, cuya continuidad también está siendo cuestionada por esa doble crisis, y que es la creciente internacionalización de la economía.
Dicha internacionalización, que es un componente central de la llamada “globalización económica” y que se ha concretado a través de cambios normativos —y del uso de avances tecnológicos— para facilitar al máximo la libre circulación de capitales y de mercancías por todo el planeta, si bien ya arrastraba problemas, por ejemplo en lo referido a las barreras al comercio, a la guerra comercial entre Estados Unidos y China, y a los intentos de la administración Trump para impedir la salida y forzar el regreso de capitales estadunidenses, es en el actual escenario mundial donde ha encontrado sus límites más severos.
La caída de la actividad económica global y el deterioro extremo del comercio internacional y de los flujos de inversión extranjera ya están implicando incrementos importantes del proteccionismo y una fuerte ruptura de las llamadas “cadenas globales de valor”, quedando de manifiesto los riesgos que se derivan de la dependencia de productos importados, en particular —aunque no únicamente— de aquellos necesarios para enfrentar la Covid-19 y volviendo más atractiva la posibilidad de un funcionamiento económico más autocentrado y menos sujeto a lo que ocurra con los proveedores externos y con los restantes eslabones de las cadenas en las cuales se participa.
Lo anterior apunta a procesos de relocalización de actividades productivas que en parte ya están ocurriendo, ya sea para traer dichas actividades a lugares más cercanos y confiables, lo que pudiera significar el reforzamiento de los vínculos con las contrapartes de acuerdos regionales, o para ubicar dichas actividades en el interior de la economía nacional, revalorando con ello los mercados internos, lo cual en todo caso para ser viable requeriría de políticas industriales y sectoriales, y de esfuerzos de generación propia de ciencia y tecnología, que en muchos casos han estado ausentes desde hace ya varios décadas.