Aquí, en el silencio de mi corazón, lejos del estruendo de los atabales y el furor de la batalla, escribo. ¿Escribo? No es una palabra que un guerrero como yo suele usar. Yo soy de flecha y escudo, de la voz que ruge y del pie que se afirma en la tierra. Mas la pluma de un poeta de otra tierra y otro tiempo hila mi nombre en un canto que no reconozco del todo, una novela que llama Jicotencal.
Me encuentro atrapado en sus páginas, una sombra de lo que fui, y me atrevo a dialogar con mi propio espectro. Este es quizá un último alegato, sobre la verdad de mi existencia y la ficción que sobre ella se edifica. Mi nombre, Xicoténcatl Axayacatzin, es transcrito, y mi vida, que fue de hierro y sacrificio, es adornada con pasiones ajenas a mi espíritu. En estas líneas, busco la verdad de un hombre que amó su tierra y que luchó por su libertad, incluso cuando el destino parece sellado por la furia de los dioses y la traición de los hombres.
El autor, lo sé ahora, busca un símbolo. Y yo fui ese símbolo. Un héroe romántico. Pero los héroes de la historia real no se construyen con versos de amor. Se forjan con el fuego de la responsabilidad y el amargo sabor de la derrota. Si supiera él la pesadez de mi corazón, la verdadera tragedia no en un desamor, sino en la pérdida de un imperio. ¿Por qué el amor de un hombre debe valer más que el dolor de todo un pueblo?
El amor por la princesa y el deber con mi nación
La novela me presenta como un joven guerrero, dividido entre el amor por la princesa Teutila y el deber con mi nación, Tlaxcala. La narrativa se centra en este conflicto. Aparentemente, mi tragedia no es el avance imparable de la viruela y las lanzas de acero, sino la rivalidad con mi padre y el rechazo de mi amada. A decir verdad, mi corazón latía por Tlaxcala y sus hijos, y el amor romántico era un eco distante en el fragor de la guerra. La novela ignora los años de resistencia contra el imperio mexica, una lucha que nos forjó y nos preparó, sin saberlo, para una amenaza mucho mayor. Mi verdadero drama no fue el desamor, sino la incomprensión de mi pueblo.
La traición… la peor herida que puede sufrir un alma. No hablo de la que se menciona en la novela. Hablo de la que vino de dentro, de las decisiones de mi propio padre, Xicoténcatl el Viejo, y del consejo de ancianos. Ellos, ciegos por la sed de venganza contra Tenochtitlán, no vieron que el verdadero enemigo no era nuestro antiguo rival, sino los dioses de la tempestad, como les decían, con sus pieles pálidas y sus ojos que reflejaban la crueldad. Cuando mi padre me acusó de ser un cobarde por advertirles, su voz me hirió más que cualquier espada española. Esa fue mi verdadera soledad.
La llegada de los españoles, bajo el mando de Cortés, es el clímax de la novela y de mi vida. La pluma del autor describe mi valor en la batalla, mi rechazo a la paz y mi defensa de la soberanía de mi tierra. En eso, la novela acierta, aunque el motivo sea erróneo. Mis motivos no eran de celos o amor, sino de un profundo conocimiento de la amenaza. Yo sabía, con la certeza de un halcón que ve la serpiente desde el cielo, que esos hombres no eran dioses. Eran conquistadores, hambrientos de oro y poder, y su promesa de amistad era solo un velo para la esclavitud. Mi voz fue la única que se alzó contra el acuerdo de paz. Yo fui el profeta de una ruina que nadie quiso escuchar.
Es irónico. El autor me dibuja como un obstinado. Y lo fui. Pero mi obstinación era la última línea de defensa de mi gente. ¿Cómo explicarle a alguien que no conoció la libertad, el horror de perderla? Se describen mis batallas con un lirismo épico. Pero ¿qué es el lirismo frente al terror de ver a tus hermanos caer, no por una flecha, sino por una enfermedad invisible, una plaga que marchita las vidas antes de que las espadas tuvieran la oportunidad? Las batallas de la novela son contra Cortés. Las mías, las verdaderas, fueron contra la muerte y la desesperanza.
Mi trágico final, la ejecución en Texcoco, es el punto culminante de la novela y, de alguna manera, el único momento en que la ficción se acerca a la verdad de mi destino. Me colgaron por insubordinación, por intentar advertir a Cuauhtémoc, por negarme a ser una herramienta en la destrucción de mi propio mundo. La novela lo presenta como una consecuencia de mi orgullo y mi desobediencia. Pero para mí, fue la culminación de mi lealtad. Fui fiel a mi pueblo hasta el final, incluso cuando mi pueblo me había abandonado. Morí por mi patria, no por una princesa. Y ese sacrificio, la última y más amarga de mis batallas, es la única victoria que me llevo a la tumba.
El autor me ve a través de un lente romántico. Vio a un caballero andante, a un héroe trágico. No vio a un tlaxcalteca, un guerrero pragmático que entendió la fatalidad. No hubo tiempo para el amor ni para la intriga de palacio. Solo para la lucha y para la muerte. Me pregunto si la historia nos habría recordado de otra forma si hubiéramos ganado. ¿Si el lienzo pintado no fuera el de la derrota? Pero eso, como mi amor por Teutila, es solo una fantasía.
Un espejo que refleja más las preocupaciones de su época
Jicotencal es una obra de ficción que, aunque lleva mi nombre, se aleja de la verdad de mi espíritu. Es un espejo que refleja más las preocupaciones de su época —el romanticismo, la lucha por la libertad contra la opresión— que la realidad de la conquista y el trauma que trajo a mi pueblo. La novela me convierte en un héroe de la pasión, mientras yo fui un héroe de la razón.
Mi verdadera tragedia no es el amor no correspondido, sino la incomprensión de aquellos a quienes intenté salvar. Al autor le agradezco el intento, la de mantener mi nombre vivo en sus páginas. Pero a la historia le exijo que recuerde la verdad: la de un hombre que vio el desastre que se avecinaba y que, a pesar de la ceguera de sus hermanos, luchó hasta el final.
No fui un romántico, fui un guerrero. Y mi corazón, que no se quebró por el desamor, se rompió por la pérdida de todo lo que amaba: mi tierra, mi gente y mi libertad. La novela es un hermoso lamento por una tragedia inventada. Pero mi vida, mi verdadera vida, fue un lamento mucho más profundo.
1 Ejercicio creativo realizado por Raúl Jiménez Guillén, al ubicar a Xicoténcatl, el joven haciendo la reseña de la novela Jicotencal, de autor anónimo, en 2025 con apoyo de IA generativa.
Referencia
Anónimo (1995) Jicotencal (edición de Raúl Jiménez Guillén), Universidad Autónoma de Tlaxcala.