Corría el año de 1888 cuando el sabio francés Louis Pasteur (1822-1895) a los 66 años de edad, dio un discurso en la inauguración de un instituto de investigación al que le pusieron su nombre (Institut Pasteur). En esa ocasión dijo: “Dos leyes opuestas parecen estar luchando hoy. La primera, una ley de sangre y muerte que está imaginando siempre nuevos medios de destrucción y obligando a las naciones a mantenerse constantemente preparadas para el campo de batalla; la otra, una ley de paz, de trabajo y de salud, que está ideando siempre nuevos medios para librar al hombre de los azotes que lo acosa”.
Por todos es claro que la postura actual de las naciones continúa en esa dirección. Al parecer nos orientamos más a la destrucción de nuestra especie que a la preservación; sin embargo, no deja de haber investigación que se orienta a buscar los elementos que nos permitan aspirar a vivir mejor.
Su nacimiento se dio el 27 de diciembre de 1822 en una comunidad llamada Dôle, de Francia. No fue un estudiante particularmente brillante. De hecho, tenía más inclinación por el desarrollo de las artes con un enfoque especial a la pintura. En 1842, obtuvo su título de bachillerato y aunque su desempeño fue mediocre en química, estudió en la Escuela Normal Superior de París (École Normale Supérieure) convirtiéndose en profesor de física.
Entre 1847 y 1853 dio clases de química en el Liceo de Dijon y Estrasburgo. Ahí descubrió el dimorfismo del ácido tartárico, lo que constituyó su primer aporte a la ciencia de un carácter transcendental. Resulta que ciertas sustancias formadas por cristales, pueden desviar la luz hacia la izquierda (Levógiras) o hacia la derecha (Dextrógiras). El ácido racémico es una forma de ácido tartárico en la que no hay desviación de la luz, debido a que tiene dos tipos de cristales. La sal sódico-amónica del ácido racémico produce cristales de diferente tipo entre dos de sus componentes. Por eso durante su cristalización se pueden separar dos clases de cristales, cada una integrada por los correspondientes cristales que desvían la luz en forma levógira o dextrógira.
Pasteur, alentado por este descubrimiento, volcó su pasión hacia la química, investigando a partir de entonces tres grandes áreas de la biología: la generación espontánea, diversos tipos de fermentación y sobre todo, enfermedades contagiosas de plantas, animales y el hombre.
Con respecto a la generación espontánea, demostró que todo ser vivo proviene de otro ser ya existente, estableciendo una ley denominada biogénesis; condición que ahora es aceptada sin duda alguna pero que hasta los trabajos de Pasteur fue motivo de intensas, acaloradas, enardecidas y apasionadas discusiones.
En relación a las fermentaciones, descubrió que la presencia de ciertos microorganismos era determinante para dar lugar a modificaciones de ciertas sustancias o elementos. La destilación del azúcar de remolacha daba como resultado la formación de alcohol; sin embargo, en ocasiones se echaba a perder, poniendo en riesgo a la industria de la destilería. Las muestras descompuestas tenían una inmensa cantidad de microbios. Convirtiéndose casi en cocinero, tras múltiples ensayos, encontró que el calentamiento ligero (49 grados para el vino) durante un tiempo relativamente corto que no afectaba las características de la bebida, mataba a los microbios que echaban a perder los vinos. Esto tuvo una repercusión económica muy importante para Francia que elevó la fama de Louis Pasteur sin precedentes. De hecho este método actualmente se conoce como pasteurización en honor a él y se aplica a la industria de la leche o la conservación de alimentos y bebidas.
Con esta fama, los productores de seda le plantearon un problema. Una enfermedad conocida como pebrina, provocaba una franca disminución en la producción hasta conducir a los cultivadores casi a la ruina. Fueron necesarios alrededor de cinco años de trabajo (sin descuidar otras investigaciones) para que resolviera el misterio, que se basaba en una enfermedad infecciosa que se podía observar en las mariposas disecadas. Enseñando a los productores cómo revisar a los animales infectados y quemarlos, resolvió el asunto y nuevamente se llenó de gloria.
Pero tuvo otras dos proezas que se pueden considerar verdaderamente monumentales: El estudio del ántrax o carbunco que por la alta mortalidad de animales a los que afectaba, generaba una gran cantidad de cadáveres putrefactos en tierras a las que llegaron a denominar campos malditos. No importaba que enterrasen a los animales. La enfermedad les afectaba en una forma verdaderamente inexorable. Su aguda capacidad de observación le hizo ver que las lombrices de tierra transportaban las esporas de bacterias a la superficie, infectando a los animales. La forma de resolver este problema fue bastante simple: quemar a los animales muertos por ántrax en lugar de solo enterrarlos.
Aunque también estudió el cólera de las gallinas, la erisipela en el cerdo, la neumonía de los bovinos, la infección generalizada o septicemia, los furúnculos y la osteomielitis, por lo que más se le recuerda es por su lucha contra la rabia o hidrofobia.
Innumerables intentos de aislar al microbio que ocasionaba esta terrible enfermedad, incluyeron la extracción de saliva entre las mandíbulas de animales rabiosos y el hallazgo de una mayor concentración de gérmenes invisibles en la médula espinal. La exposición de esta médula al aire condicionaba una menor capacidad de generar infección. Hizo un suero con este material y bajo una serie de estudios sorprendentes, descubrió que al inyectar este suero en cantidades cada vez mayores, se evitaba el desarrollo de la enfermedad en un ser vivo que hubiese sido atacado por un animal rabioso.
Una crisis motivó la urgente necesidad de probar este medio de curación en humanos. El niño Joseph Meister (1876-1940) fue la primera persona en quien se evitó la infección por el virus de la rabia, el 6 de julio de 1855, cuando fue sometido a inyecciones con el suero de Pasteur después de haber sido mordido por un perro rabioso. Este éxito le dio notoriedad mundial y opacó sus otros logros. Por eso es conocido erróneamente más como médico que como químico.
Poco antes de morir dio un discurso a un grupo de jóvenes expresando: Primero pregúntate ¿qué he hecho para mi educación? Y al adelantar gradualmente ¿qué he hecho por mi patria? Hasta que llegue el momento en que puedas tener la inmensa dicha de pensar que has contribuido de alguna manera al progreso y el bien de la humanidad”.