Por pocos es conocido que una carta fechada en la ciudad holandesa de Delft, el 9 de octubre de 1676, marcó el inicio de la microbiología; es decir, el estudio de los seres tan pequeños que son imperceptibles a simple vista. Una verdadera acta de nacimiento.
Es la decimoctava epístola que el sabio Anton van Leeuwenhoek (1632-1723) dirigió al primer secretario de la Royal Society (la más importante agrupación de científicos de Inglaterra), llamado Henry Oldenburg.
Allí describe a unos “animálculos” o pequeños animales que encontró en el agua de lluvia, de río, de un pozo, de mar, de pimienta fermentada, de vinagre, jengibre, clavo y nuez moscada. En estos nueve tipos distintos de líquidos consignó 177 observaciones durante un año de escrutinios, cuidadosamente detallados en dibujos que actualmente definen bacterias, hongos, protozoarios, algas y otros seres que se pueden identificar incluso aun hoy. Está escrita en holandés y no en latín o inglés, que era el lenguaje de los científicos de la época, con una caligrafía distinta a la de Leeuwenhoek (lo que confirma que fue dictada a un escriba) y que además ratifica que este personaje no tenía altos estudios universitarios ni se encontraba en los encumbrados estratos de académicos intelectuales. Hablamos de alguien con una educación francamente rudimentaria, sin relaciones con catedráticos o eruditos.
Iletrado en lenguas distintas a la suya para ser un científico, con la terrible ignorancia del latín, que lo ponía en una franca desventaja y sobre todo, limitaciones para poder trascender divulgando sus extraordinarios descubrimientos en el ámbito científico mundial, sus logros sobrepasan lo sorprendente, y sin exagerar, podrían considerarse prodigiosos. Lo más asombroso es que él mismo diseñó, elaboró y fabricó sus microscopios con métodos tan ingeniosos como sencillos, guardando tan celosamente sus secretos que solamente fueron deducidos hasta mediados del siglo XX, cuando en 1957 el divulgador de la ciencia C. L. Stong (1902-1975) los publicó.
Resulta que tomando una varilla de vidrio por los extremos y poniendo al fuego directo la mitad, tiraba de los extremos para hacerla muy delgada precisamente en el centro. Posteriormente la retiraba, esperaba a que se enfriase para partirla y el extremo muy delgado era puesto nuevamente al fuego para ir haciendo una pequeñísima esfera, como si fuese una diminuta canica. Ya que se alcanzaba una redondez perfecta, comenzaba un proceso de pulido muy fino hasta conseguir una transparencia de alta calidad. Este cristal era utilizado como un lente que generaba aumentos insospechados para ese entonces, cuando se montaba en un aparato también diseñado por él, fabricado generalmente con bronce.
Pero estamos hablando de un siglo en el que el concepto de vida solamente se circunscribía a lo que se podía ver. El desconocimiento de organismos unicelulares y la vida microscópica ponía en entredicho conceptos de la iglesia, pues no estaban plasmados en los textos bíblicos. Esto provocó una reacción de escepticismo y descalificación, ante la cual el inquieto Anton van Leeuwenhoek solicitó a la Royal Society, una especie de comprobación. Una variedad de jurado conformado por una serie de ministros de la iglesia luterana llamados Alexander Petrie, Benedicto Haan y Henrick Cordes, quienes acompañados por un intelectual llamado Sir Robert Gordon efectivamente confirmaron que las observaciones de este humilde comerciante y tallador de lentes no eran producto de la demencia, la imaginación, las alucinaciones ni engaños. En 1860 las investigaciones fueron totalmente reivindicadas, con tal contundencia que no solamente culminaron con el nombramiento de Leeuwenhoek como miembro de la Royal Society sino también con una intensa comunicación epistolar, es decir, con más de 500 cartas que fueron enviadas en un lapso de 50 años y que solamente cesaron con su muerte a la edad de 90 años, el 26 de agosto de 1723.
Se calcula que Anton van Leeuwenhoek fabricó más de 500 lentes ópticos. Por lo menos hizo 25 microscopios con diferentes capacidades, de los cuales solamente se conocen nueve en la actualidad. Aunque sus aparatos más potentes alcanzan aumentos de alrededor de 273 veces el tamaño normal, por los dibujos que dejó a la posteridad se piensa que tuvo algunos instrumentos que lograron aumentos hasta de 500 veces.
Sin embargo, la microscopía tenía un límite que no se podía superar, por las características de la luz. Cuando un objeto es iluminado, podemos verlo por el reflejo de la luz, que llega a nuestros ojos a través de ondas, es decir, una especie de “olas” que a medida que se alargan o acortan nos dan una denominación conocida como longitud de onda, que va a generar los distintos tipos de rayos o radiaciones, que son: rayos gamma, los rayos X, la luz ultravioleta, la luz visible, la luz infrarroja, las microondas y las ondas de radio. Nosotros solamente podemos ver la luz que se transporta entre los 400 y 700 nanómetros (un nanómetro es la mil millonésima parte de un metro). Cuando la luz pasa a través de lentes se puede alterar la longitud de onda y efectivamente vemos cosas más grandes; lo que se denomina difracción. Pero al agrandar visualmente un objeto realmente no estamos viendo un punto luminoso sino una especie de mancha circular brillante, que en su periferia está compuesta de anillos concéntricos cada vez con una iluminación más tenue, a medida que se alejan del centro. Por eso, si imaginamos dos líneas que en su delgadez pudiesen estar a una longitud de onda de 275 nanómetros, se verán como una sola línea por más finas que sean. Así, todo objeto menor de 275 nanómetros será invisible.
Una forma de solucionar esta limitante surgió con la invención del microscopio electrónico por el físico alemán Ernst August Friedrich Ruska (1906-1988), quien por esto y otros trabajos en óptica electrónica fue merecedor del premio nobel de Física en 1986.
La capacidad que tenemos hoy de ver imágenes microscópicas es fascinante. Podemos visualizar (aunque en una forma borrosa) hasta átomos de carbono; sin embargo, todavía no logramos llegar al mundo subatómico.
El día de hoy tal vez esbocemos una ingenua sonrisa al ver los rudimentarios microscopios de Anton van Leeuwenhoek, cuando los comparamos con los modernos aparatos de microscopía, dentro de los que sobresale el JEOL (Transmission Electron Microscope) modelo JEM-ARM200F que puede lograr aumentos hasta 200 millones de veces.
Pero no podemos negar que nuestra visión de lo más pequeño tiene sus orígenes en ese humilde comerciante y tallador de lentes, quien, con la mínima cantidad de estudios, logró uno de los más grandes avances en la historia de la humanidad.