Al comenzar su diaria sesión de bicicleta fija, Jesús Pastrana se abandonó a las dulces divagaciones del futurismo político. Faltaba poco para que el Partido Acción Democrática (PAD) eligiera candidato a la alcaldía de Cuernavaca, y él había llegado a la recta final de la contienda con grandes posibilidades de triunfo. Pero, ¿le harían justicia los miembros del comité directivo? ¿Pensarían en el bien de la ciudad o en su propia conveniencia? Obligado a recuperar su fe, pensó que la alcaldía podía catapultarlo a la gubernatura, después al Senado, y si en esos cargos se desempeñaba con acierto y honestidad, podía soñar, ¿por qué no?, con la silla del águila, convertida en silla de buitres por tantas décadas de rapiña presidencial. Su programa político era tan ambicioso que lindaba en lo temerario: crear un verdadero Estado de derecho.
Siguió pedaleando con un vigor más moral que físico. Hombre de hábitos inmutables, con una disciplina de monje tibetano, se mantenía en estupenda forma no por vanidad ni por presunción, sino por conciencia cívica. Mientras contemplaba a lo lejos la cumbre del Popo con su bufanda de nubes grises, aspiró profundamente el aire fresco de la mañana, un aire tan puro como los principios que había enarbolado contra viento y marea: Probidad, transparencia en el gasto público, eficiencia administrativa, rendición de cuentas. Desde la izquierda lo tildaban de neoliberal. Pero como México se había desbarrancado en la anarquía egoísta, en una especie de fascismo balcanizado y caótico, donde gobernaban de facto los hampones encumbrados que prostituían la impartición de justicia, ya fuera sembrando el terror o comprando a la autoridad, él sabía que en el fondo era un revolucionario.
Jesús se limpió el sudor de la cara para besar a sus hijos que se iban a la escuela. En cambio su esposa Remedios no se detuvo a besarlo y apenas le dirigió una mirada de soslayo. Los arrumacos entre los dos se habían acabado mucho tiempo atrás. Ella era fanática del ejercicio, que en vez de moldearle un cuerpazo, la habían puesto enjuta como un faquir. Viéndola alejarse Jesús recordó que ya llevaban un largo mes sin coger y ya le tocaba cumplirle.
Remedios acomodaba ropa en el clóset, se le acercó por detrás, le arrimó el pene a la hendidura de las nalgas y palpó sus pechos por debajo de la bata, como un gigoló de comedia italiana. Molesta quizás por la vulgaridad de la situación, lo apartó con rudeza y le sujetó las muñecas.
—Mira nomás qué manotas tan puercas. No te las lavaste al regresar del súper. Así no me vas a tocar.
Jesús se examinó las palmas, los dedos y las uñas sin hallar el menor rastro de mugre.
- La victoria del miedo
Después de una rápida escala en su oficina, donde firmó una pila de documentos y echó un vistazo al presupuesto para repavimentar la colonia Cantarranas, caminó cuesta abajo, con una grata sensación de ligereza, rumbo a las oficinas del PAD en la calle Hermenegildo Galeana. La secretaria de Larios le pidió que esperara un momento, mientras el licenciado se desocupaba. Estaba tan cerca de la gloria que ya empezaba a levitar. Colocaría a Israel Durán en la Dirección de Gobierno, un puesto clave para sanear la administración, y encomendaría a un honorable militar retirado, el general Mario Alberto Gandía, una reestructuración a fondo de la policía, o mejor dicho, una refundación aunque en esa tarea se viera obligado a cortar cientos de cabezas. Erradicando el desvío de fondos en todos los departamentos y coordinaciones, el municipio obtendría un importante superávit (quinientos millones al año, quizá mil) para arreglar el complejo problema del abastecimiento de agua en las colonias miserables de la periferia. Se vio en su toma de protesta diciendo: “Agradezco al comité la confianza que ha depositado en un servidor y me comprometo a luchar con tenacidad `por los ideales de nuestro partido”.
—Ya puede pasar, licenciado.
Larios tenía una elegante oficina con un escritorio estilo Chippendale, lámparas art déco y un hermoso huichol en la pared del fondo. Un enorme Cristo tallado en marfil añadía un toque devoto a la decoración.
—Como tú sabes, querido Jesús, se acerca la votación interna para elegir el candidato a alcalde. Tú eres uno de los precandidatos más mencionados en la prensa y por eso te mandé llamar. Con el fin de encoger a nuestro mejor hombre, en las últimas semanas hemos realizado una auscultación entre los miembros del comité y quería comunicarte que la mayoría se inclina por el licenciado Manuel Azpiri, por la destacada actuación que ha tenido al frente de la secretaría de Desarrollo Urbano.
Jesús recibió el hachazo sin parpadear, el ritmo cardiaco acelerado al tope. ¿Destacada actuación? ¿Tan pronto se les había olvidado el escándalo del paso a desnivel? Por asignación directa, pasándose por los huevos la normativa de licitación, Azpiri le había encargado la obra a un cuñado suyo y quedó tan defectuosa que al poco tiempo de inauguración fue necesario bloquear el acceso para hacer unas reparaciones casi tan caras como la obra original. ¿Lo estaban premiando por ese atraco?
Ya en casa reflexionó que su divorcio se había consumado varios años atrás. Con la botella de Glenfiddich camuflada en una bolsa del súper, salió a la calle por la puerta trasera, que daba al callejón. Político en desgracia y marido vilipendiado, justa recompensa por veinte años de sensatez, normalidad y decencia. La vida ordenada lo estaba matando de asfixia. Necesitaba hacer algo imperdonable. Necesitaba una noche de libertad en el reino de Abraxas.
III. Safari nocturno
—Sírveme un jaibol bien cargado, el que me dio no sabía a nada.
—Le serví la medida normal —refunfuñaba el mesero.
—Pues entonces dame un doble.
…
En el municipio de Jiutepec estaba la única zona de la ciudad donde todavía había antros abiertos. Pero aquí hubo ochenta muertos el mes pasado y los secuestros están a la orden del día. La policía de aquí es más corrupta que la de Cuernavaca, desde hace tiempo le entregó la zona al crimen organizado que cobra derecho de piso. El bar Amazonas, varias veces clausurado por riñas y crímenes, lo tienta con su gran marquesina multicolor, pero solo hay dos autos en el estacionamiento, quizá del dueño y el cantinero. Ni madres, yo aquí no me bajo.
Más allá del crucero de Tejalpa, en una zona más popular, donde todavía circulan peatones, el otro Jesús encuentra lo que secretamente anhelaba: un ramillete de travestis en la parada del autobús. Oyó un susurro al oído… No le saques, arrímate al fuego, sin una locura de vez en cuando nadie puede aguantar esta pinche vida. Pero un somero examen del ganado lo decepciona. Guácala, son travestis fornidos de piernas correosas, tetas infladas con gas butano y hombros de estibador. Más allá, recargada en un poste, ajena a la indigna mendicidad de sus compañeros, una mariposilla de menor edad, con grácil porte de bailarina, lo mira con una mezcla de altivez y coquetería. Sabe que vale mucho y no se abalanza sobre los clientes.
—Hola, bebé, ¿vas a querer oral o servicio completo? El completo te sale en ochocientos y vamos a mi depa.
El último estertor de su conciencia le ordena apretar el acelerador y salir huyendo de ahí. Pagar por acostarse con un mujercito, qué inmundicia. En casa tienes una mujer verdadera, corre a pedirle perdón de rodillas. Pero en vez de asustarlo, el sermón aguijoneaba su turbio apetito de manjares exóticos.
—Me llamo Leslie, ¿y tú?
—Jesús —responde, tartamudo por los nervios.