Las luchas sociales en Puebla: un delito

Durante los últimos cuatro años hemos sido testigos del incremento de decisiones y actos gubernamentales que han generado fuerte descontento ciudadano, mismo que se ha traducido en múltiples y variadas respuestas por parte de organizaciones y grupos sociales. En los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) se ha podido observar una conducta similar: decisiones que afectan a las comunidades sin que éstas sean tomadas en cuenta; privilegiando, en el mejor de los casos, la supuesta planeación y el bienestar público, cuando no los intereses particulares de los gobernantes y de sus socios privados.

Soldiers Painting Peace, obra de Banksy

Soldiers Painting Peace, obra de Banksy

La falta de consenso en esas decisiones, la arbitrariedad con que son tomadas y el despotismo con que son efectuadas han generado un fuerte descontento social y respuestas que varían en intensidad. Podemos mencionar acciones como las concesiones mineras, la construcción de infraestructura (carreteras, presas, gasoductos, puentes), la privatización de los procesos petroleros y eléctricos, así como de servicios públicos, etcétera; acciones que han implicado a los distintos niveles de gobierno, con la aprobación y consentimiento del Poder Legislativo, y, por supuesto, con la sanción y respaldo del judicial. Una propuesta del Ejecutivo se acepta en el Legislativo —ahora es común el denominado fast track— y el Judicial vigila y sanciona las acciones legalmente definidas.

No hay mediaciones, consultas ni diálogos con la población afectada, con las comunidades, con los ciudadanos. Queda implícito que las acciones gubernamentales han sido legitimadas por el voto que previamente los colocó en sus puestos —como presidentes, gobernadores, diputados o senadores— y ellos mismos ahora establecen su legalidad. Los que se oponen a ello son colocados al margen del marco jurídico o cuando menos eso se intenta, condenando así el descontento ciudadano; la lucha social es convertida en un delito, en un crimen que debe tener su sanción.

En el caso de Puebla esto ha operado de manera muy clara; en lo que va de la gestión gubernamental actual se puede observar la agudización de este proceso de criminalización de la resistencia social y ciudadana. Los actos arbitrarios se han sucedido uno a uno, día a día, por lo que la protesta de las comunidades no se ha dejado esperar, enfrentando el despotismo y la incapacidad gubernamental; las autoridades reaccionan con amenazas, encarcelamientos, persecución y violencia a ciudadanos y a organizaciones sociales. Todo ello no importando los derechos civiles y humanos.

El Comité para la Libertad de los Presos Políticos y Contra la Represión Social en Puebla, en un recuento de las acciones de la administración morenovallista, reportó que al mes de marzo había 133 casos de personas que bien están siendo procesadas o ya han sido apresadas, todas ellas vinculadas con las reivindicaciones de las comunidades;  se pueden mencionar los conflictos de los mototaxis, del Arco Poniente y del gasoducto, de Chalchihuapan y la centralización del registro civil, de los ambulantes de la 28 de octubre, entre otros. No es de extrañar que se impulsara y aprobara en mayo pasado la denominada Ley Bala, que genera un marco de “legalidad” a la persecución arbitraria y el uso de la violencia sobre los ciudadanos que ejercen sus derechos de manifestación.

La criminalización de la resistencia social no es nueva; más bien es una práctica cotidiana del sistema; es la manera de ejercer el poder por parte de los grupos dominantes. A través de ella se busca eliminar todo tipo de disidencia o descontento, calificándola de ilegal, de efectuar prácticas que violentan la paz social y/o violan el marco jurídico que rige a la sociedad. Se trata de identificarlos, de marcarlos, de aislarlos y, finalmente, de desaparecerlos, política y, si es necesario, físicamente. Si bien esta criminalización se concreta a unos cuantos luchadores sociales —sean o no líderes— sus objetivos son sociales: sembrar el miedo y el terror son parte sustancial.

Al respecto Édgar Cortés (2008), ex director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, afirma que la “…criminalización consiste en llevar los conflictos sociales a la arena judicial, encarcelar a los integrantes de los movimientos y obligarlos a enfrentar largos y adversos procesos… es en realidad una política de control del descontento social, empleando cada vez más la legislación penal para enfrentar dicha inconformidad.” Señala que esta política se concreta en: detenciones arbitrarias y violaciones a los procesos establecidos, equiparación de luchadores sociales con delincuentes, agravamiento de las acusaciones (imputación de más delitos), ilegalización de la protesta social y faltas al proceso penal.

Esta política de Estado, de criminalización de la lucha social, se ve completada con la criminalización institucional, mediática y social, siendo los medios de comunicación uno de los actores más importantes y efectivos para ello; en este sentido el Frente por la Libertad de Expresión y la Protesta Social en México (2014) argumenta: “Los medios de comunicación son un fuerte instrumento para la generación de opinión pública; sin embargo, en diversos medios en México se repiten los discursos en los que se califica de forma negativa a los manifestantes e incluso se les considera peligrosos; con ello se invisibilizan movimientos y causas de las manifestaciones para únicamente visibilizar hechos violentos con los que se justifica la disolución de manifestaciones o las detenciones de manifestantes”. La represión sobre los pobladores de Atenco en 2006 o la añeja persecución y represión sobre la Unión Popular de Vendedores Ambulantes 28 de Octubre son ejemplos de estas políticas de Estado y la incidencia de los medios de comunicación.

Es indudable que en Puebla la criminalización de la resistencia social ha sido una práctica de poder desde hace mucho, pero hoy lo que destaca es su mayor frecuencia y amplitud. Este incremento no es casual; tiene que ver con la perspectiva política del grupo en el poder, el morenovallismo, y de las necesidades de los sectores económicos dominantes por ampliar sus procesos de acumulación de capital. Se concibe a los cargos gubernamentales como instrumentos al servicio de los intereses del gobernante y su grupo, quienes conforman una alianza con los capitales que promueven y efectúan las grandes obras de infraestructura, las cuales concretan su visión de lo que es el bienestar económico, social y cultural. Se forma un gran bloque de poder: los políticos garantizan la reproducción del grupo a través del pragmatismo político (en otros tiempos se decía oportunismo y corrupción), del uso y “actualización” a modo del sistema jurídico y político-democrático, en tanto que los socios capitalistas financian los proyectos económicos y políticos (campañas y demás) y los medios de comunicación difunden esos discursos y visiones.

Así, con la criminalización de la resistencia social se pretende ocultar sus raíces: la violencia del Estado en contra de la población, la violación sistemática de sus derechos y la inoperancia del sistema político electoral para encauzar el descontento social.

 

Referencias

 

Córtez Morales, Edgar (2008) Criminalización de la protesta social en México, El Cotidiano, UAM-A, Vol. 23, No. 150, julio-agosto, pp. 73-76.

 

Frente por la Libertad de Expresión y la Protesta Social en México (2014) Derechos Humanos y Protesta Social en México, Presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Audiencia Temática, México D. F.

 

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