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Notas sobre algunos cielos antiguos

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Me gustaría comentar la diferencia que existe en las representaciones que del cielo tienen, por un lado, el hombre común de la ciudad moderna y por otro el hombre del campo, el agricultor que trabaja tierras de temporal y que espera el arribo de buenas lluvias año con año.

Tlalocan, paraíso do deus da chuva, por Raul Lisboa, en www.flickr.com
Tlalocan, paraíso do deus da chuva, por Raul Lisboa, en www.flickr.com

El hombre moderno, lo sabemos por experiencia propia, es el heredero de la revolución copernicana, que descentralizó la tierra para colocarla como un planeta más girando en tono a una estrella, en un pequeño sistema gravitacional que es una ínfima partícula en una galaxia que se pierde entre miles y millones de otras galaxias en el oscuro silencio del espacio infinito. Sabemos que el azul del cielo diurno es una luminosidad que le proporciona vida a la tierra y que oculta temporalmente, como un parpadeo cotidiano, nuestra verdadera condición, que consiste en vivir en la intemperie cósmica, sin un dios que vea por nosotros. Cuando ocasionalmente alzamos lo ojos al cielo desde el cerco de nuestras ciudades es porque queremos adivinar si la lluvia puede interrumpir nuestras actividades, o porque atrae nuestra atención una hermosa luna llena y le echamos un vistazo por la ventanilla del auto. Eso es todo, vivimos bajo un cielo vacío que poco o nada tiene que decirnos.

No sucede lo mismo en las sociedades tradicionales, cuya cosmovisión se desarrolla hasta nuestros días con plena vitalidad. Por sociedad tradicional entiendo aquellas que ordenan su vida o parte de ella en torno a la noción de lo sagrado. La imagen que en estas culturas se tiene es la de un cielo poblado de fuerzas espirituales que actúan sobre el mundo humano para bien y para mal. De acuerdo a la configuración cultural y al momento histórico al que hagamos referencia el cielo puede estar poblado por serpientes cósmicas, vírgenes apocalípticas y santos, seres malignos o angelicales que responden como un ejército a las órdenes de poderosas deidades, o a oraciones de hombres piadosos y hechiceros. Un cielo que abriga la existencia humana si se sabe mantener una relación armónica con sus habitantes, satisfaciendo sus mandatos. Un cielo protector que ha sido concebido también como destino final de la vida en la tierra.

El cielo nahua

 

Distintas fuentes nos informan de una cantidad variable de cielos entre los antiguos nahuas; pueden ser 9, 12, o 13. En el Códice Vaticano 3738 se mencionan doce cielos dibujados en doce estratos habitados por distintas deidades: En el más cercano a la tierra se movía la luna y se encontraba el Tlalocan; en el segundo se hallaba la diosa Citlalicue, “La de la falda de estrellas”, que representaba la Vía Láctea; en el tercero Tonatiuh, el sol; el cuarto se llamaba Huixtitlán, era el lugar de la sal habitado por la estrella de la tarde; el quinto se llamaba ilhuicatl mamalhuaztli, que refiere la acción de encender fuego con dos instrumentos de madera. En este cielo aparecían los cometas; el sexto era el cielo negro de la noche, yayauhco, el séptimo el cielo azul que se ve de día, xoxouhco; el octavo era el cielo de las tempestades y estaba formado por lajas de obsidiana, itzpannanazcayan; estos ocho primeros son los cielos inferiores que están más cerca de los humanos, los cuatro que les siguen en altitud formaban el teotocan, el lugar de los dioses: el noveno se llamaba teoiztac, donde está el blanco sagrado; el décimo, teocozauhco, donde está el amarillo sagrado; el décimo primero, teotlatlauhco, donde está el dios rojo; y el décimo segundo, omeyocan, donde se gesta la dualidad sagrada1 que permite la existencia y el funcionamiento del universo.

Podemos decir que estos cielos formaban una especie de amnios cósmico, un cielo protector habitado por entidades sobrehumanas constituidas por una doble naturaleza: eran materiales y espirituales a la vez.

 

El cielo medieval

 

Entre los nahuas del altiplano central, como en el resto de Mesoamérica, ocurrió lo que atinadamente observó María Montoliu entre los mayas, un sincretismo celestial entre las representaciones metafísicas de los indios americanos y los colonizadores europeos. Siguiendo a Platón, Tolomeo colocó la Tierra en el centro del universo y sobre ella hizo girar varias esferas concéntricas que de esta manera formaban distintas capas de cielos por los que circulaban los planetas y los astros: la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno, en seguida un cielo estrellado y después otro, el noveno, una esfera cristalina que giraba con los cuerpos celestes fijos, al final del cual se encontraba el cielo empíreo, donde según el pensamiento medieval cristiano, se ubicaba el Paraíso. En ese noveno cielo se hallaba la jerarquía celestial de ángeles, arcángeles, principados, potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines. “El esquema cósmico de Tolomeo —dice Montoliu— era ideal para dar realidad a la existencia de este lugar divino donde los ángeles y los santos gozaban de la presencia de Dios”.2 La representación más completa de esta concepción del cosmos medieval es la que ofrece el Dante en los cantos que forman el Paraíso de la Divina Comedia.3 La fusión de estas dos cosmovisiones, aquí excesivamente esquematizadas, ocurrió a través de largos y complejos procesos históricos hasta desembocar en nuestros días en las diversas formas de concebir el cosmos, y la ritualidad que les corresponde, que registra la etnografía moderna. Se trata de cosmovisiones que no están exentas de una axiología cuya escala de valores desempeña un papel fundamental para preservar tanto la armonía cósmica, como el equilibrio meteorológico, la convivencia social y la salud de las personas.

Veamos un momento clave en la historia del encuentro de estas dos cosmovisiones.

En las primeras conversaciones teológicas que los 12 franciscanos, enviados por la Corona española, realizaron con gobernantes indígenas, a las que fray Gerónimo de Mendieta se refiere como “ciertas pláticas”, que fueron transcritas en un náhuatl rústico y más tarde revisadas, pulidas y ampliadas por fray Bernardino de Sahagún, dando lugar al texto que hoy conocemos como Coloquios y doctrina cristiana4, queda asentado el carácter satánico que desde entonces se atribuye a las deidades mesoamericanas y que en muchos casos se prolonga hasta nuestros días. La intención de estos diálogos evangelizadores consistía en revelar a los gobernantes indígenas los principios de la religión cristiana para hacerles ver el error en el que habían vivido hasta ese momento, adorando a un sinnúmero de deidades con las que el Maligno los había engañado. En el capítulo IV de estos coloquios, los frailes cristianos hacen un razonamiento que cuestiona el poder de las deidades de sus interlocutores, pues a su juicio, sólo engaños, burlas y calamidades es lo que envían los falsos dioses a los hombres que les rinden culto mediante sacrificios humanos, o bien, perdiendo la razón y el buen juicio, los insultan y denigran. En suma, la imagen que nos ofrecen de la religión antigua es la de una relación perversa entre un conjunto de supuestas deidades, que no son otra cosa que desdoblamientos del Demonio, y una sociedad que no ha podido librarse de la astucia de Satanás y vive sometida a sus exigencias.

En la defensa que los gobernantes indígenas hacen de sus dioses destacan el hecho de que sus antepasados los tenían por verdaderos y explican que en eso consistía la norma que regía sus vidas y que de ellos aprendieron a reverenciarlos y rendirles culto:

Decían nuestros ancestros que ellos [los dioses] nos dan nuestro sustento, nuestro alimento, todo cuanto se bebe, se come, lo que es nuestra carne, el maíz, el frijol, los bledos, la chía. Ellos son a quienes pedimos el agua, la lluvia, por las que se producen las cosas de la tierra. Ellos mismos son ricos, son felices, poseen las cosas, son dueños de ellas, de tal suerte que siempre, por siempre, hay germinación, hay verdor en su casa. ¿Dónde? ¿Cómo? En Tlalocan, nunca hay allí hambre, no hay enfermedad ni pobreza.5

Es notable cómo el argumento en defensa de sus deidades se sustenta en la reafirmación del valor y la veracidad de su propia tradición. Olvidar a sus dioses, traicionarlos, equivale a olvidar y traicionar a sus antepasados familiares y culturales. Pero además esa tradición enseña algo fundamental: los dioses son fuerzas cósmicas que permiten el mantenimiento de los humanos y la vida toda en la tierra. Esa fuerza divina, generosa y feliz, es inagotable, vuelve cíclicamente, año con año, y hombres y mujeres deben corresponder ritualmente a esa magnificencia dadora de vida y bienestar. A esa tradición se refieren los campesinos actuales cuando hablan de “la costumbre”.

El combate al paganismo en el Viejo Mundo había durado siglos enteros y los frailes eran herederos de una sólida argumentación que se concibe a sí misma como La Verdad. De manera que los argumentos que exponen los gobernantes nahuas a los clérigos cristianos no les son extraños, son una variante más del engaño diabólico. Miran con compasión a sus interlocutores, los comprenden en su “ignorancia”, saben que han sido engañados por el Maligno y están dispuestos a enmendar, por su propio bien, el fatal error en el que han persistido durante tanto tiempo. Esa fuerza genésica inagotable, dadora de vida, a la que aluden los gobernantes indígenas, sólo puede ser propiciada por un ser supremo: el Dios cristiano. Ellos lo saben, pero saben también quién falsea esta verdad: Lucifer. Lo saben porque son los depositarios de La Verdad que contiene el Libro Divino, La Biblia, la palabra sagrada del Dios cristiano. La única verdad revelada a los humanos reside en la letra escrita, en el texto de los evangelios. De este modo Dios y el alfabeto latino, tomados de la mano, comenzaron a abrirse paso en la mentalidad indígena del Nuevo Mundo.

Lo que pretende el discurso judeocristiano es la correcta identificación del poder sobrenatural. La disertación cristiana encuentra en este punto su propósito central al revelar a sus escuchas La Verdad que ignoran: que esa fuerza cósmica que hace posible la vida, no está conformada por una multitud de dioses, sino por un solo Dios Verdadero. Dicen los frailes: “Y todo lo que es sabiduría, en los cielos y en la tierra, todo, él a otros comunica, la palabra divina que nosotros guardamos, él nos la entregó. Toda la palabra divina en el libro divino está escrita”.6 Es decir, la buena nueva que traen los frailes a las tierras recién conquistadas es que son ellos los depositarios de La Única Verdad.

Cuando Dios decidió hacer el mundo —explicaban los franciscanos— primero hizo su palacio, su casa real, muy admirable, muy resplandeciente, muy espaciosa, y allí quedaron reunidas toda suerte de riquezas, de deleites, y se llamó ese lugar Cielo Empíreo. No es visible, no podemos verlo nosotros, está muy por encima. Y luego hizo a los que no pueden contarse, sus príncipes, los de su reino, allá en su casa real, a los llamados ángeles. No puede decirse cuán maravillosos eran, resplandecían, eran buenos, y muy fuertes y muy sabios. Nosotros no podemos verlos, porque no tienen carne como nosotros, su nombre es espíritus.

Hasta este punto podemos reconocer un paralelismo, cierto juego de analogías y semejanzas con el Tlalocan, lugar de deleites habitado por deidades generosas que procuraban la vida y el bienestar entre los humanos. Hasta que entra en escena Lucifer:

Pero uno de ellos —continúan los clérigos— el que era mayor, que estaba al frente de los otros, que los sobrepasaba en hermosura, en fuerza y sabiduría, al ver que sobrepasaba a los otros ángeles, se estimó en mucho, no tuvo medida y quiso aun ser más. Dijo: Yo seré igual a Dios que está por encima de todo. Y muchos se pusieron de su lado. Lo honraron, vieron bien su palabra, lo hicieron su señor.

En seguida explican cómo otro gran ángel, San Miguel, les hizo la guerra al frente de un poderoso ejército celestial fortalecido por Dios, el dador de la vida, y cómo logró expulsarlos del cielo empíreo y fueron arrojados “a donde por siempre existe la noche, al lugar donde se recibe tormento”. Al verse expulsados del cielo surgió la envidia entre los demonios, una envidia transformada en odio hacia las criaturas humanas. Cierto día Lucifer convocó a los demonios para hacerles ver que al ser echados del Empíreo se les menospreciaba, que entonces era necesario hacer la guerra a las criaturas de Dios y de modo muy especial a los hombres en la tierra: “Es necesario que los desatinemos, para que no conozcan a aquél que es su hacedor”.

Es decir, los ángeles comparten con los demonios su condición espiritual, sobrenatural, pero los distingue su vocación hacia el bien o el mal y las alianzas con San Miguel o Lucifer que de ahí se derivan. La difundida y persistente creencia en demonios entre la población fue utilizada para reforzar la idea cristiana de que Satanás y los suyos trabajaban activamente en busca de la destrucción y captura de las almas.7 Fue este el núcleo de la valoración que se hizo de la cosmovisión mesoamericana y desde ahí se juzgaron las creencias y prácticas rituales de los pueblos recién conquistados.

El cristianismo instauró una división cosmogónica separando el bien del mal, al tiempo que su dios se retiraba del mundo y de los asuntos humanos para, desde el Reino de los Cielos, presidir la marcha del universo entero y juzgar las acciones humanas al final de los tiempos. Un dios distante que permitía el libre albedrío para, posteriormente, salvar o condenar. La cosmogonía mesoamericana se ubica justo en el extremo opuesto. Las deidades no son exclusivamente buenas o malas, ni el bien y el mal son los criterios supremos de valoración de su presencia y actuación en el mundo y en los asuntos humanos. Las deidades mesoamericanas tampoco se han retirado del mundo, todo lo contrario, son el mundo mismo en sus múltiples manifestaciones. El mito de creación referido en la Historia de México, así nos lo hace saber cuándo relata que sobre las aguas primigenias, que no se sabe quién creó, caminaba la diosa Tlaltecuhtli, “la cual estaba llena por todas las coyunturas de ojos y de bocas, con las que mordía como bestia salvaje”. Al verla, los dioses creadores Quetzalcóatl y Tezcatlipoca dijeron: “Es menester hacer la tierra”. Entonces se transformaron en dos grandes serpientes. Uno la tomó de la mano derecha y el pie izquierdo y el otro de la mano izquierda y el pie derecho y jalaron con tal fuerza que rompieron su cuerpo por la mitad: “del medio a las espaldas hicieron la tierra y la otra mitad la subieron al cielo”. Para consolarla todos los dioses descendieron y ordenaron que de ella salieran todos los frutos necesarios para la vida del hombre. Fue así que de sus cabellos brotaron árboles y flores y yerbas; de su piel la yerba y las flores más delicadas; de sus ojos los pozos y las fuentes y las pequeñas cuevas; de su boca las cavernas grandes; de la nariz las montañas y los valles.8

Lo que este mito revela es la sacralidad del mundo mismo. La condición divina de la naturaleza y de los seres que la habitan reside en ella misma porque su existencia proviene del cuerpo mismo de los dioses, y los hombres comulgan con ellos al alimentarse. Con toda razón decía Antonin Artaud que los dioses de México no han perdido jamás contacto con la fuerza, pues eran y son en sí mismos fuerzas naturales en actividad. Dios no es aquí un ser abstracto, invisible e intangible, que está allá en el cielo, observando y juzgando los actos desde un trono concebido por la mentalidad medieval. Dios está aquí, en todo lo perceptible con los sentidos, incluyendo el propio cuerpo que percibe. Dios está a la vista y al alcance de la mano multiplicado en la infinidad de formas cambiantes que tiene el mundo, desde el rocío del amanecer hasta los macizos montañosos que se alzan en el horizonte.

 

 

1 González, 1991, p. 37 y Robelo, 1982, p. 77.

2 Montoliu, 1987, p. 141,142.

3 Alighieri, 1976, p. 383.

4 Sahagún, 2009.

5 Sahagún, 2009,  pp. 111, 112.

6 Ibid, p. 127, 128.

7 Webster, 1988: p. 135.

8 Teogonía, 1985: p. 108.

 

 

 

 

Bibliografía

 

Alighieri Dante (1976) La divina comedia, Editorial del Valle de México.

 

González, Yólotl (1991) Diccionario de mitología y religión de Mesoamérica, Ediciones Larousse, México.

 

Montoliu María (1987) “Conceptos sobre la forma de los cielos entre los mayas”, Historia de la religión en Mesoamérica y áreas afines, I Coloquio, Barbro Dahlgren, editora, UNAM, México.

 

Robelo, Cecilio (1982) Diccionario de mitología nahoa, Biblioteca Porrúa N° 79, México.

 

Sahagún, Fray Bernardino (2009) ¿Nuestros dioses han muerto? Introducción, paleografía, versión del náhuatl y notas de Miguel León Portilla, Jus-Gandhi, México.

 

Teogonía e Historia de los Mexicanos (1985) Tres opúsculos del siglo XVI, Porrúa, Sepancuantos N° 37, México.

 

Webster, Charles (1988) De Paracelso a Newton. La magia en la creación de la ciencia moderna, Breviarios del FCE, N° 452, México.

 

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