El trabajo consuetudinario de un matemático del montón

Un bello nombre para un gran maestro: Augurio Chargoy. Fue mi maestro de primero a cuarto año de primaria, y un buen augurio para los que fuimos sus alumnos. Hacía girar el balón, en un raudo movimiento de rotación, apoyado en su dedo cordial derecho como eje y, sin detener el movimiento giratorio del bólido, trasladaba su dedo hasta completar una vuelta completa alrededor  de la bombilla de luz de 60 watts que la hacía de Sol en nuestro pequeño salón-universo. Con ese acto de magia culminaba su contundente explicación acerca de los movimientos de la Tierra en su derrotero por El Espacio. ¡Cómo no entender! Ni los padres de familia ni las autoridades de la escuela o de la SEP lo vieron deleitarnos con sus clases. Ninguno de sus alumnos le sacamos fotos o videos. El maestro Augurio no necesitó nunca de estas evidencias de su trabajo para que lo realizara con todo su corazón de mentor. Le bastaba ver que aprendíamos algo  y  que nos trasmitía el gusto por las cosas que nos enseñaba. En algún momento descubrí que me divertía mucho multiplicar y dividir por y entre 10 y todos sus múltiplos y submúltiplos, simplemente recorriendo el punto decimal adecuadamente. ¿Cómo nos hizo entender y gozar el Sistema Métrico Decimal? No recuerdo, pero logró ésta y otras hazañas. Si fueran los tiempos de hoy y alguna autoridad se enterara que el maestro nos divertía en sus clases, hubiera sido declarado no apto para la enseñanza. En aquellos maravillosos años la matemática que se estudiaba en la primaria se llamaba aritmética y geometría. Me gustaba mucho gracias al profe Chargoy, porque en mi familia nadie más le tenía gusto ni hablaba de las matemáticas.  Este atemorizador nombre entró a la casa por primera vez y, como el Drácula de Stocker, nunca más salió de allí, cuando mi hermano mayor  entró a la secundaria y platicaba con horror de la monstruosa materia súper obligatoria que lo torturaba y que tenía que llevar los tres años. Cuando me tocó llevarla en la secundaria y en la preparatoria, me gustaba y me iba bien. Aun así, no sabía que existían matemáticos, es decir, gente que estudiara matemáticas como carrera y que se mantuviera de eso en la vida. En tercero de preparatoria tuve, como todos, el gran dilema: qué carrera escoger para continuar mis estudios. Pensé que estudiaría arquitectura, porque combinaba matemáticas y arte, pero un maestro de dibujo publicitario me informó acerca de las matemáticas que se usan en las artes plásticas. Eso fue lo que me fascinó y no exactamente el ser artista. Me gustaba la física, pero la parte teórica, porque los experimentos me aburrían (después he ido entendiendo que los físicos teóricos son muy buenos matemáticos). Balancear ecuaciones por óxido-reducción y todo el fundamento matemático de la química me atraía mucho, pero me aterrorizaba un posible error al combinar las sustancias químicas. Estudiaba piano y la maestra me decía que toda la teoría musical, ritmo, armonía y melodía, era matemática. Descubrí que por eso me interesaba aprender música. En fin, fui descubriendo que lo que yo quería era entender esa estructura interna de las diferentes ramas del conocimiento que les da claridad y sustento, y que mucho de eso lo logra la matemática. Y, para colmo, un día me enteré que existía la carrera de matemático. No lo dudé más.

El dedo de Chargoy

El dedo de Chargoy

Para ilustrar lo peculiar que suelen ser los matemáticos, y yo desde entonces tenía este tipo de comportamiento, Ian Stewart narra, en uno de sus muchos hermosos libros de divulgación matemática,  que “un astrónomo, un físico y un matemático estaban de vacaciones en Escocia. Al echar una ojeada por la ventanilla del tren, vieron una oveja negra en medio de un campo. “¡Qué interesante!” —observó el astrónomo— “todas las ovejas escocesas son negras”. A lo que respondió el físico: “¡No, no! ¡Algunas ovejas escocesas son negras!”. El matemático alzó suplicante la mirada al cielo y entonó: “En Escocia existe al menos un campo que contiene al menos una oveja, uno de cuyos lados, al menos, es negro”.

Los matemáticos son, en general, devotos a su ciencia y se cree que por ello son incapaces de vivir con los otros seres. Han sido objeto de estudio de los psicólogos y han sido también comparados con los artistas. El matemático inglés Hardy decía que un matemático, como un pintor o un poeta, es un creador de modelos; sus obras, como las del pintor o el poeta, deben ser bellas. En el trabajo cotidiano de un matemático suelen sentirse esas anormalidades de conducta por las que, según Rudolf Arnheim, en su libro Arte y percepción visual, los artistas son conocidos: “Esos temores a un fallo en los poderes, esos desesperos e irritaciones, las agonías de la espera, las maníacas delicias del éxito, y los rituales elaborados tan necesarios para crear unas condiciones propicias”. Por otro lado, a pesar de la entrega a su ciencia, los matemáticos, al igual que todo el mundo, piensan social y emocionalmente según las categorías de su tiempo, lugar y cultura. El trabajo de un matemático comprende no sólo el razonamiento sino también, como se ha expresado, el gozo del descubrimiento, la lucha contra la incertidumbre y muchas otras emociones. Asimismo, las realidades sociales, las guerras, la opresión política y el racismo han afectado a la sociedad y, en particular, al trabajo matemático en épocas diferentes. Quizá el pasar de una visión romántica e inmadura del quehacer matemático al descubrimiento de que aun en esta bella carrera los intereses por el poder y por el dinero enloquecen a algunos matemáticos, importantes para uno en su momento, me llevó a una crisis personal que me hizo desazonarme de la investigación y renunciar a mi primer intento de doctorado. Me alegró mucho el llegar a trabajar a la entonces Escuela de Ciencias Físico-Matemáticas de la UAP. El ambiente aquí era todavía diferente. La carrera de matemáticas era joven y se requería el trabajo entusiasta de profesores de matemáticas.

El matemático, de Diego Rivera

El matemático, de Diego Rivera

Hice equipo con un grupo de profesores que se divertían, no solo en su vida, sino también enseñando y aprendiendo matemáticas, y se trabajaba alegremente en ese ambiente. Hicimos varios libros de texto, pensando en los estudiantes de nuestra Facultad. Eso es lo que quería yo hacer y que pretendo hacer todos los días: volcar mi gusto por la matemática en los estudiantes de nuestra querida Escuela (ahora Facultad de Ciencias Físico-Matemáticas de la BUAP) y trabajar en equipo con gente afín, tanto en la enseñanza como en la investigación, aunque ésta salga con gotero o con fórceps. Mi maestro Augurio ya no tuvo que demostrar  todo el trabajo no evaluable objetivamente que tuvo que realizar en la escuela, en su casa, en sus sueños y en donde fuera que pensara en sus alumnos, para lograr ser un maestro memorable y que las autoridades educativas no dudaran de que sí estaba trabajando bien. Fueron mejores tiempos. Ahora a los profes, los simplemente profes, que entregamos consuetudinariamente nuestro corazón, se nos está complicando demostrar que trabajamos porque no somos, y quizá ni queremos ser, por el bien de nuestra salud física y mental, del Sistema Nacional de Investigadores. La investigación que realizo, en equipo con otros profesores, es necesariamente lenta si tenemos que ofrecer tres o cuatro cursos por semestre, atendiéndolos lo mejor posible. Quizá pronto seré no apto y tendré que jubilarme. Entonces tendré tiempo para investigar mejor, porque mi gusto por la matemática y por entender sus relaciones con el arte y con el mundo, morirá conmigo.

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