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Desaparición y violencia feminicida. Familias que luchan por las ausentes frente a la impunidad estatal

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No creemos en nuestra fuerza porque estamos desterradas de ella. Tiqqun

 

Foto José Castañares
Foto José Castañares

La impunidad estatal frente a la violencia feminicida y desaparición de mujeres no es una condición que surgió de la noche a la mañana; responde a un paradigma que ha venido instalándose en México por lo menos desde la llamada guerra sucia, episodio posterior a la represión de 1968, cuando se utilizaron métodos ilegales para criminalizar, perseguir, detener, confinar y torturar a miembros de la disidencia social que no se plegaran a los deseos del régimen.

La historiadora Adela Cedillo (2014), estudiosa de este episodio, refiere que durante siglos los poderosos exponían públicamente cadáveres, como la exhibición de la cabeza de Miguel Hidalgo y los independentistas capturados, en una suerte de pedagogía del terror, para disciplinar a la población rebelde. Durante la época de los setenta a los disidentes sociales se les deshumanizaba a través del desprestigio social, tachándolos de “subversivos”. Tres décadas después, los funcionarios públicos se empeñan en desprestigiar a las víctimas, al sembrar en el imaginario una división entre merecedoras de justicia y las que no lo son.

Desde los hallazgos de cuerpos de mujeres asesinadas con signos de violencia sexual en lugares públicos de Ciudad Juárez hasta las desapariciones de jóvenes en el estado de México han pasado más de quince años; en este contexto, culpabilizar a los y las desaparecidas aparece como una maniobra de dilación para encubrir la incapacidad de los funcionarios públicos. A las madres se les culpa por no ser buenas cuidadoras: “Es que usted la regañó, seguro la trataba mal”. A las víctimas se les descalifica, el interrogatorio inicial va dirigido a hurgar en la vida sexual o manera de vestir de las mujeres, no para abrir líneas de investigación que conduzcan a su localización, sino para estigmatizarla y culparla de su situación, como si las “chicas malas” no merecieran acciones de investigación para encontrarlas. Los familiares de las víctimas, en vez de enfocarse rápidamente en la búsqueda, tienen que emplear una gran cantidad de tiempo en probar la calidad moral de su familiar ante quienes tienen la obligación de apoyarles. Encima, las familias de las ausentes deben evitar que su caso de desaparición sea relacionado con feminicidio, pues si es así, las autoridades no buscarían con vida a la víctima y podrían forzarles a reconocer restos óseos sin ningún examen forense confiable, con tal de tener casos resueltos.

En términos cuantitativos no existe una estadística que pueda dar dimensión del drenado de energía de las mujeres que pertenecen a los núcleos familiares donde ocurre la pérdida. En primer lugar, frente a la versión oficial, que en la mayoría de los casos es absurda, deben organizar la experiencia de la pérdida. En segundo, para dedicarse al kafkiano camino para alcanzar verdad y justicia.

Son mayoritariamente las mujeres quienes deben salir de su hogar para buscar a su familiar; lo hacen en circunstancias muy dolorosas y frágiles. Encarar al Ministerio Público, a las Fiscalías, al forense, acudir a reuniones, entrevistas o manifestaciones son actividades que merman en la capacidad económica de las familias. Esta situación, además, pone en tensión la división sexual del trabajo al interior de las unidades domésticas; en algunos casos puede que los demás miembros de la familia asuman el trabajo doméstico, pero en otros el varón-proveedor termina por abandonar la unidad doméstica. En los centros de trabajo se comienzan a reducir los permisos de ausencia y se ven obligadas a decidir entre el trabajo asalariado y el caso. La impunidad estatal penetra hasta el nivel íntimo y también fractura la confianza y el cuidado. La violencia en el seno del núcleo familiar aparece entonces como un efecto de la trayectoria de violencia estructural que es constante en la vida de muchas mujeres y familias, violencia cuyo flujo no tiene un claro comienzo y final, se replica como bucle y se articula como un continuum (Russell & Radford, 1992).

Las familias de los y las desaparecidas padecen además una expropiación del tiempo, toda vez que de manera sistemática las instancias estatales hacen esperar prolongadamente. Devienen pacientes (Ouviña 2015), un dispositivo que no es únicamente producto de la desidia burocrática. Tiene un doble sentido: primero, que las familias se desmoralicen y desistan de la búsqueda, y segundo, naturalizar un “así son las cosas con el gobierno”, que permea en el sentido común de toda la sociedad. Imponer el tiempo burocrático es prerrogativa del poder, y esa situación la población la resiente en un momento de renovado acercamiento de sus condiciones materiales de existencia.

Con la siembra de la violencia e impunidad no solo se desgarran los tejidos que constituyen lo social-comunitario (Gutiérrez & Paley, 2016), también la apatía, el cinismo y la indolencia aparecen reiteradamente. El miedo parecería paralizarlo todo, pero nunca en su totalidad. En medio de lógicas extractivas y desposesivas cada vez más veloces y violentas (Gago, 2014), aparece también un ímpetu por no dejarse matar, un conatus vitalista que se resiste a que las ausentes queden en el olvido. A que desaparezcan por segunda vez. En ese sentido, mirar las potencias, aun en las circunstancias más dolorosas, abre la posibilidad de comprender el dolor desde capacidades afectivas que sean fuente social transformadora frente al agravio sistemático.

Los casos la búsqueda de justicia y verdad se sostienen en gran medida por la identificación madre-hija y por la empatía hacia otras víctimas. La desaparecida está ausente, pero sí está, como potencia. Los familiares encarnan su ausencia: “Es como si me faltara un brazo, una pierna”, repite Guadalupe Reyes al hablar de Mariana. Con demasiado en contra y a pesar de la intencionalidad de sembrar el miedo, este no se efectiviza permanentemente en la totalidad del entramado familiar, hasta el nivel de abandonar el caso. Su ausencia les habla: “No puedes dejarte vencer por el miedo. Pues mi mamá nunca se rindió, ella siempre estuvo ahí aguantando todo, y siento que alguien así no se merece morir en el olvido”, explica Marisol Rizo cuando rememora la amistad madre-hija que tenía con Dolores, ausente desde diciembre de 2012.

Son las mujeres de las familias quienes persisten en la búsqueda por verdad y justicia. Verdad es saber “lo qué realmente pasó” debido a que la versión oficial no tiene lógica, ni investigación seria. Justicia es “que no vuelva a pasar” a ninguna familia, nunca más. Su fuerza la encuentran en lo que llaman amor, no el amor romántico de la pareja heterosexual, sino una fuerza superior en un sentido cuasi metafísico de la existencia, pero que encuentra concreción verdadera, refugio e identificación en su genealogía femenina.

 

Fuentes

Cedillo, Adela (2014). “Ayotzinapa, las fosas y el Estado-nación mexicano” Disponible en http://guerrasuciamexicana.blogspot.mx/2014/10/ayotzinapan-las-fosas-y-el-estado.html

Gago, Verónica (2014). La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular. Buenos Aires: Tinta Limón.

Gutiérrez Aguilar, Raquel. & Paley, Dawn. (2016) La transformación sustancial de la guerra y la violencia contra las mujeres en México, en DEP, no. 30. Venezia: Universidad Ca’ Foscari.

Ouviña, Hernán. (2015) Tomar el obelisco por asalto para conquistar el derecho a la ciudad. Inédito

Russell, D., & Radford, J. (comps) (1992) Femicide. The Politics of  Woman Killing, Nueva York: Twayne Publishers.

 

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