La visión de las enfermedades en el pasado toma su punto más dramático en las altas tasas de mortalidad y la incapacidad de enfrentar a los padecimientos con el conocimiento de sus causas. La búsqueda de soluciones llega a ser verdaderamente conmovedora y nos deja enternecedoras enseñanzas, que nos pueden hacer ver que no necesariamente necesitamos recurrir a altas tecnologías de punta para poder enfrentar nuestros problemas. La historia de la vacunación como claro ejemplo, toma un papel de importancia vital y demuestra la trascendencia de anteponer el humanismo a la mecanización.
Las más antiguas referencias escritas sobre la prevención de la temible viruela, se remontan a China, en el siglo XI, donde se obtenía el pus que brotaba de las lesiones en los enfermos y al aplicarlo en la piel tras una pequeña herida, se presentaba la enfermedad en una forma leve. Por supuesto esta situación no era la regla y había individuos que la adquirían en su forma más violenta y morían, aunque en un número significativamente menor; sin embargo, ya se había observado que una vez que un individuo enfermaba, si sobrevivía, a lo largo de su vida, nunca volvería a adquirir este padecimiento.
Una mujer de la aristocracia inglesa llamada Mary Wortley Montagu (1689 – 1762), siendo esposa del embajador británico en Constantinopla, hoy Estambul, Turquía, maravillada por esta forma de evitar la enfermedad con el método de inocular pus que se aplicaba precisamente allí en el lugar donde su esposo era embajador y cargando a cuestas las cicatrices que le había dejado esta enfermedad en 1715, inclusive perdiendo las pestañas, tuvo la osadía de someter a su hijo al procedimiento. Cuando regresó a Inglaterra se presentó una epidemia y después de proponer esta forma de prevención en presos condenados a muerte, demostrando la efectividad, difundió esta estrategia de control, aunque siendo mujer, encontró una resistencia de la población. Fueron necesarios alrededor de 80 años para que un médico compatriota suyo llamado Edward Jenner (1749 – 1823) creara la inmunización.
Resulta que Jenner, mucho antes de que se descubrieran los virus, observó que las mujeres que ordeñaban vacas no tenían cicatrices de viruela, que para ese entonces eran muy frecuentes. La razón giraba en torno a que una enfermedad de los bovinos (viruela bovina) se podía transmitir a los seres humanos, causando un leve problema en la piel. Por un parecido ultra estructural entre el microbio de las vacas y de los seres humanos, se prepara al sistema inmunológico, generando una protección efectiva y segura, contra la viruela.
Denominando “vacuna” porque este método procede de las vacas, Jenner inoculó a un niño de ocho años llamado James Phipps (1788 – 1853), iniciando la era de la inmunización, al obtener el pus de una ordeñadora que se llamó Sarah Nelmes, quien, a su vez, se había infectado de una vaca llamada Blossom, cuya piel, dicho sea de paso, hoy adorna la pared de la biblioteca de la Escuela de Medicina de San Jorge, en el barrio de Tooting, al sur de Londres.
Fue tal el éxito de este descubrimiento, que pronto se difundió por toda Europa, llegando a la Corona Española. Interesados en que el nuevo método de vacunación pudiese llegar a todo el imperio español, surgió “La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna”, coordinada por el médico español Francisco Javier de Balmis y Berenguer (1753 – 1819), que en ese entonces era médico de la corte. La historia de esta travesía es tan memorable como maravillosa y sobrepasa la ficción.
La forma de transportar a los microbios debía llevarse a cabo solamente en individuos sanos que sin haber tenido la enfermedad, pudiesen padecer la pequeña úlcera de la inoculación. Como esta lesión se resuelve en un tiempo determinado, era necesario ir infectando periódicamente a personas sin antecedentes del padecimiento.
Así, el problema principal, para ser resuelto, era idear un mecanismo para que la vacuna llegara en perfecto estado, durante todo el trayecto desde Europa a América. La solución fue tan genial como original, inspirada y ocurrente: Se trataba de llevar niños a quienes se les inocularía, calculando el tiempo de ulceración, para que después de cierto periodo, fuese pasando la vacuna de uno a otro, el tiempo necesario que durase el viaje.
Balmis acudió al orfanato cuyo nombre era “Casa de Expósitos de La Coruña” y escogiendo a 22 huérfanos de entre ocho y 10 años, un cirujano, dos médicos asistentes, dos médicos practicantes, tres enfermeras y a la directora del orfanato llamada Isabel Zendal Gómez, iniciaron rentando un barco (María Pita), una travesía desde España a América, inoculando de tiempo en tiempo, a niños que, dicho sea de paso, la debieron haber pasado de una forma fenomenal, considerando que su vida se había desenvuelto dentro de las frías paredes de un orfanato y haciendo un viaje literalmente negado para la inmensa mayoría de los europeos y americanos.
Inimaginables vicisitudes y aventuras sin fin seguramente consiguieron el objetivo final con un éxito rotundo. Lograron llevar la valiosísima vacuna a las Islas Canarias, Colombia, Ecuador, Filipinas, México (en ese entonces La Nueva España), Perú, Venezuela y China, siempre inoculando a niños que dentro de su inocencia, contribuyeron a que en 1980 este terrible mal fuese declarado definitivamente erradicado de la humanidad.
Yo nunca vi un caso de viruela. Fotografías muestran una enfermedad cosméticamente mutilante. Las tasas de mortalidad siempre fueron espeluznantes. Los malestares insoportables y la incertidumbre de morir, terrorífica. Devastó poblaciones. Contribuyó a conquistas, esto dentro de muchísimas más calamidades; sin embargo, unos niños en el siglo antepasado contribuyeron a erradicarla.
Pues aunque parezca increíble, dos laboratorios en el mundo mantienen al virus vivo: el Centro de Control de Enfermedades (CDC de Atlanta, en Estados Unidos) y el Instituto VECTOR de Novosibirsk (Rusia). Las razones son incomprensibles y demeritan el heroísmo de los niños y del doctor Balmis. ¿Tendrá que ver esto con las guerras biológicas? Seguramente sí. Pero en estos tiempos, no podemos perder nuestra capacidad de asombro y tampoco dejar de reconocer que un hecho de trascendencia en el ahora, puede redundar en un beneficio para la humanidad, en el futuro.