El joven Isaac Newton acuñó la palabra “espectro” en 1666 para describir los colores del arcoíris que surgían como apariciones fantasmagóricas cuando la luz del día pasaba a través de un cristal [en forma de prisma] tallado (ver Figura 1). Aunque sus contemporáneos creían que el cristal [en forma de prisma] corrompía la pureza de la luz impregnándola de color, Newton mantenía [y demostró] que los colores pertenecían a la luz misma. Un prisma simplemente ponía de manifiesto los componentes de la luz blanca al refractarlos en diferentes ángulos, y por eso podían verse individualmente.
Las líneas oscuras microscópicas que contenían los espectros estelares, que ahora eran el foco de atención de la señora Fleming1 (Figura 2), recibieron el nombre de líneas de Fraunhofer, por su descubridor Joseph von Fraunhofer de Bavaria. Hijo de un cristalero, Fraunhofer fue aprendiz en una fábrica de espejos y se convirtió en un maestro artesano de lentes para telescopios. En 1816, para poder medir el grado exacto de la refracción de diferentes composiciones de vidrio y configuraciones de lentes, construyó un aparato que combinaba un prisma con un pequeño telescopio de topógrafo. Cuando dirigió un rayo de luz desde el prisma a través de una [rendija] y hacia el campo de visión aumentada del instrumento, contempló un arcoíris largo y estrecho marcado con muchas líneas negras. Repitió el proceso varias veces y se convenció de que las líneas, al igual que los colores del arcoíris, no eran resultados falsos producidos por el paso de la luz a través del vidrio, sino que eran inherentes a la luz solar. El aparato de Fraunhofer para probar lentes fue el primer espectroscopio del mundo.
Al hacer una gráfica de sus hallazgos, Fraunhofer etiquetó las líneas más notorias con las letras del alfabeto (Figura 3): A para la línea negra ancha del extremo rojo del arcoíris, D para la doble banda oscura en el rango naranja- amarillo, y así sucesivamente, pasando por el azul y el violeta con la I.
Las líneas de Fraunhofer mantuvieron sus denominaciones alfabéticas durante décadas después de su fallecimiento, adquiriendo gran importancia cuando científicos posteriores las observaron, mapearon, interpretaron, midieron y representaron con plumas de punta fina. En 1859 el químico Robert Bunsen y el físico Gustav Kirchhoff, trabajando conjuntamente en Heidelberg tradujeron las líneas de Fraunhofer del espectro solar en pruebas de la existencia de sustancias terrestres específicas. Calentaron en el laboratorio numerosos elementos purificados hasta la incandescencia, y mostraron que la llama de cada uno de ellos producía su propia firma espectral característica. El sodio, por ejemplo, emitía un par de rayas de color naranja y amarillo brillantes y apretadas. Estas se correspondían en longitudes de onda con el par de líneas oscuras que Fraunhofer había etiquetado como D. Eran, tal como pensó el laboratorio, una muestra de que el sodio que se estaba quemando había coloreado esos particulares vacíos oscuros del arcoíris del Sol. Con toda una serie de coherencias como esas, Kirchhoff concluyó que el Sol debía ser una bola de fuego en la que se estaban quemando muchos elementos, cubierta por una atmósfera gaseosa. Cuando la luz atravesaba las capas exteriores del Sol, las líneas brillantes emitidas por la conflagración solar eran absorbidas en la atmósfera circundante más fría, dejando unos reveladores vacíos oscuros en el espectro solar.
Los astrónomos, muchos de los cuales habían considerado el Sol como un mundo templado, potencialmente habitable, se quedaron asombrados al conocer que contenía un corazón parecido al infierno.
Sin embargo, pronto de apaciguaron —incluso se aliviaron— al conocer el poder revelador de la espectroscopia para exponer la composición química del firmamento. “El análisis espectral —le decía Henry Draper a la Asociación de Jóvenes Cristianos de Nueva York en 1886— ha conseguido que los brazos de los químicos crezcan millones de kilómetros”.
A lo largo de la década de 1860, pioneros espectroscopistas como William Huggins diferenciaron las líneas de Fraunhofer en el espectro de otras estrellas. En 1872 Henry Draper empezó a fotografiarlas. A pesar de que el número de líneas espectrales de la luz de las estrellas palidecía en comparación con el rico tapiz del espectro solar, surgieron algunos patrones reconocibles. Parecía que las estrellas, que durante tanto tiempo habían sido clasificadas sin mayor rigor por su brillo o color, ahora podían clasificarse más profundamente de acuerdo a características espectrales que daban una idea de su auténtica naturaleza.
En 1866 el padre Angelo Secchi del Observatorio del Vaticano separó cuatrocientos espectros estelares en cuatro tipos distintos, que designó con números romanos. La clase I de Secchi incluía estrellas azul-blancas brillantes como Sirio y Vega, cuyos espectros compartían cuatro líneas gruesas que indicaban la presencia de hidrógeno. La clase II incluía al Sol y a estrellas amarillentas parecidas, con espectros llenos de muchas líneas finas que indicaban la presencia de hierro, calcio y otros elementos. Tanto la clase III como la IV estaban formadas por estrellas rojas que se diferenciaban por sus patrones en las bandas oscuras de su espectro (Figura 4).
1 En el telescopio, la Señora Fleming colocó un prisma antes del lente objetivo y en la placa fotográfica observaba el espectro de la luz de las estrellas y unas líneas oscuras que “delataban” la presencia de elementos químicos presentes dentro de la estrella.