(Fragmento de la novela La Búsqueda, de José R. Moreno, en preparación).
Cuando Edgar llegó por la mañana a la escuela de Economía, se encontró con que estaba más alborotada que nunca. No se trataba ahora de ningún incidente político como era costumbre, el problema —del que no se precisaba mayor cosa— era al parecer de otra naturaleza. Corría por todos los pasillos del Carolino la noticia de que algo grave había sucedido en la Biblioteca Lafragua. Edgar pensó de inmediato que seguramente se había vuelto a reportar otro robo de libros. Apresuró el paso y subió los peldaños de la escalera central de dos en dos para llegar pronto a la dirección de la escuela, donde se había dado cita con sus compañeros para ver al licenciado Adán Díaz. Allí se podría enterar con precisión de los acontecimientos.
Los hechos, en efecto, eran de una gravedad mayor: habían encontrado muerto al bibliotecario. Los universitarios que asistían al Carolino a la escuela de Odontología se fueron enterando en el transcurso de la mañana de su muerte, al ver el movimiento de los forenses dentro de la biblioteca y al momento de la salida del cuerpo inerte de don Jorge Arturo Ramírez y Ramírez, director de la Biblioteca Lafragua.
Según los primeros informes de que disponían las autoridades, don Rafa Zárate, un intendente que se hacía cargo de la vigilancia de la biblioteca, lo encontró por la mañana al entrar al fondo reservado, tirado en el piso, con la cabeza completamente ensangrentada. El cuerpo yacía junto a la caja de seguridad de la biblioteca que se hallaba abierta y regados en el piso tres libros “muy viejos”, dijo el “cochis”, uno de los cuales se había deshojado al caer al suelo.
Se pensó inicialmente que el maestro Ramírez y Ramírez habría sufrido algún desmayo o tropiezo que lo hizo caer y golpearse la cabeza, otros mal pensados daban por hecho que se habría caído por ir “agobiado por los humos y el alcohol”. Sin embargo, al hacer el levantamiento del cadáver, el médico forense observó dos fuertes golpes en el cráneo, hechos al parecer con un objeto cilíndrico. “Un traumatismo cráneo encefálico grave, sobre el parietal izquierdo” —dijo el médico—, causado por el primer golpe, fue la causa de la muerte; el otro golpe fue para rematarlo”. El médico forense después de este primer diagnóstico salió de inmediato del lugar y dejó a los investigadores la tarea de identificar y encontrar el arma homicida, pero sí fijó la hora de la muerte entre las once y las doce de la noche anterior.
Una vez que el equipo forense sacó el cuerpo del bibliotecario por la parte trasera del edificio Carolino, acordonaron la puerta del patio-jardín y la entrada de Odontología en la 3 Oriente. También clausuraron la sala del fondo reservado, esperando la llegada del Ministerio Público para continuar con las pesquisas. Sin embargo, la entrada de personal de la Procuraduría de Justicia del Estado (PJE) a la Universidad no fue tan fácil, pues el tema de la autonomía universitaria —defendida hasta con los dientes por el movimiento universitario— salió de inmediato a colación dificultando las tareas de las autoridades gubernamentales. Por lo demás el Ministerio Público había mostrado ya un grave desinterés en la investigación de los asesinatos de Joel Arriaga y Enrique Cabrera que permanecían impunes. En esas condiciones no había la menor confianza de que este caso, al interior del Carolino, lo fuesen a resolver los incompetentes agentes de la PJE.
El abogado general de la UAP había propuesto que en lugar del Ministerio Público una comisión del Consejo Universitario, formada por representantes de la escuela de Derecho con algunos abogados especialistas más, hiciesen las investigaciones; pero los estudiantes de Economía, Filosofía y la Prepa Popular se opusieron de inmediato, vetando la entrada de “porros priistas” al Carolino —con esa agresividad se referían a los universitarios del Bloque de Ciudad Universitaria, que tenía su sede en la Escuela de Derecho controlada por grupos antireformistas y reaccionarios.
El rector de la Universidad, todavía sin poder superar el impacto que le había causado el terrible asesinato de su amigo Jorge Arturo, debió avocarse a resolver el asunto de las indagatorias judiciales, discutiendo con los “comités de lucha” —que ahora se sentían “expertos en pesquisas”— y también con la indeseable PJE, que debía llevar a cabo las diligencias y la búsqueda de evidencias sobre el asesinato en el lugar de los hechos. La Procuraduría por su parte, cuyo titular se encontraba en rectoría para tratar lo relativo a la investigación, no aceptaba indagatorias “internas”, es decir, a cargo de personal universitario. No estaba en las funciones legales de la universidad —recordó el Procurador— y no tendrían valor judicial alguno. El licenciado Rolando Lima Bojóquez, Procurador del Estado, fue muy enfático con el rector al insistirle que se olvidara de inmiscuir catedráticos en el trabajo que realizaban sus peritos, pues sólo alterarían y contaminarían las pesquisas.
—Siendo usted químico entenderá muy bien mi posición, señor rector —recalcó el licenciado Lima Bojórquez.
—Nunca he desestimado su trabajo, Procurador, aunque su personal no brilla por eficiente —contestó muy serio don Sergio, quien comenzaba a molestarse con los comentarios del policía.
La presencia del Procurador en la universidad, en un clima conflictivo como el que mantenía la institución y el gobierno, no facilitaba las cosas. Habían ocurrido recientemete dos asesinatos de universitarios destacados y la Procuraduría no había avanzado un milímetro en las investigaciones, pero ya estaba dentro de la institución la PJE ofreciendo eficiencia en la investigación del bibliotecario, lo que hacía muy embarazosa su presencia para el rector.
—Sin embargo —señaló el licenciado Lima—, creo tener una solución que podría ser de mutua aceptación y…
—¡Pues dígamelo ya, señor Procurador!, por favor, no me tenga en ascuas, que la comunidad está sobre mí —le exigió el rector, incómodo con la prolongada presencia del funcionario en la rectoría.
—Sucede… don Sergio, ahora recuerdo… ustedes tienen estudiando en Economía a una chica que trabaja con nosotros en la Biblioteca y Archivos de la PJE, ella tiene una especialidad que estudió en la PGR, en México, en investigación y análisis documental. Se llama… Victoria Álava… sí, debe estar cursando mmm… el tercero de Economía. Si usted estuviera de acuerdo, señor rector, ambas instituciones podríamos convenir que la señorita Álava se haga cargo de coordinar las pesquisas del caso. No es una persona externa a la universidad y tampoco ajena a la PJE. Tiene además conocimientos para conducir este tipo de investigaciones.
—¡Caray licenciado Lima! —exclamó sorprendido el rector— Creo que ahora sí ha sacado el buey de la barranca. Estoy de acuerdo, hablemos con ella de inmediato, tengo la impresión de que la conozco al menos de nombre, recientemente la han mencionado por algún trámite.
Habiendo terminado la conversación entre ambos funcionarios, el rector Sergio Gaona instruyó al secretario de rectoría para que localizara a Victoria Álava y al director de Economía, pidiéndoles con el mayor comedimiento venir de inmediato a la rectoría. El secretario encontró al director Díaz en su oficina, pero la recepcionista le pidió esperar unos minutos en tanto el director concluía una reunión con unos estudiantes.
—No puedo esperar, señorita —advirtió el enviado del rector a la recepcionista— quiero que le informe de inmediato al licenciado Díaz que traigo un mensaje urgente para él.
—Por supuesto, secretario, discúlpeme —respondió la chica y se dispuso a entrar al privado de Adán Díaz.
El director estaba justamente reunido con Edgar Melgoza y sus compañeros Victoria, Uriel y Marco, quienes se habían citado en la dirección de Economía para conocer la postura del rector con relación al desencuentro con el bibliotecario. Allí fueron enterados de que sus problemas bibliográficos estaban ahora completamente rebasados y que la situación de la Biblioteca Lafragua había tomado un cauce trágico, de orden criminal, pues al director de la biblioteca lo encontraron muerto, golpeado, en el propio centro de trabajo.
La noticia dejó fríos a los estudiantes, al grado de dificultarles hasta el habla.
—¿Cu…cuándo fue esto —preguntó Edgar, casi tartamudeando—, se… sabe por qué lo agredieron… quién lo hizo?
—Fue ayer por la noche —contestó el director—, no se tiene exactamente la hora, pues solía quedarse más tarde del cierre oficial a revisar libros y documentos. No se sabe nada más. Están por comenzar las indagaciones, me parece. Pero para completar el cuadro —agregó Adán Díaz— en la escena del crimen encontraron tirados los libros que ustedes le solicitaron a don Jorge Arturo.
—¡Válgame Dios! —reaccionó Vicky— esto sí que se ha puesto color de hormiga.
Fue el momento en que el secretario de rectoría irrumpió en el privado del licenciado Díaz, sin dar oportunidad siquiera a que la recepcionista lo anunciara.
—Señor director, disculpe mi entrada abrupta —dijo el secretario de rectoría y agregó— sólo para transmitirle de una petición urgente del señor rector, lo requiere de inmediato en sus oficinas.
Luego, viendo a Vicky presente en la reunión, se dirigió a ella con comedimiento diciéndole:
—¡Qué suerte que esté usted aquí, señorita Álava!, el rector le pide atentamente que asista también a esta reunión. Estará presente el Procurador del Estado de Puebla —terminó la frase con una leve inclinación de cabeza y salió de la oficina.
El director no ocultó su sorpresa de que se hubiese convocado también a Vicky; sin embargo, no hizo ningún comentario y apresuró su salida.
—Caray, muchachos —dijo Adán Díaz— pues dejemos por ahora nuestra conversación, me llevo a la señorita Álava a la rectoría, esperen ustedes aquí, ella les informará de regreso, seguramente, de lo que se trate.
—No se vayan a ir, por favor, espérenme —les pidió Vicky a sus compañeros.
Vicky les hizo con las manos un gesto de emoción, y solicitó ir al tocador antes de trasladarse a la rectoría.