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Novela de Ajedrez

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A bordo del gran vapor que debía salir a medianoche de Nueva York a Buenos Aires reinaba el habitual ajetreo y movimiento de última hora… Mi amigo levantó la vista y sonrió.

—Tiene ahí un bicho raro a bordo: Czentovic.

Evidentemente debí de haber puesto cara de no haber entendido su referencia, porque agregó a modo de explicación:

—Mirko Czentovic, el campeón mundial de ajedrez. Recorrió Estados Unidos palmo a palmo, de este a oeste, disputando torneos, y ahora viaja hacia Argentina en busca de nuevos triunfos.

Entonces me acordé efectivamente de ese joven campeón mundial y hasta de algunas particularidades en relación con su carrera meteórica; mi amigo, un lector de periódicos más atento que yo, completó el cuadro con toda una serie de anécdotas. Hacía cosa de un año, Czentovic se había puesto de golpe a la misma altura que los más acreditados decanos del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Turtakower, Lasker y Bogoliúbov. Desde la participación del niño prodigio Rechevsky, por entonces de siete años, en el torneo de ajedrez de Nueva York de 1922, nunca la irrupción de un completo desconocido dentro del ilustre gremio había causado tamaña sensación generalizada. Porque los atributos intelectuales de Czentovic no parecían de ningún modo augurarle de antemano una carrera deslumbrante. Muy pronto se filtró el secreto de que ese campeón de ajedrez era incapaz, en su vida privada, de escribir en ningún idioma una frase sin errores de ortografía y, como se mofó con rencor uno de sus colegas más resentidos, su incultura resultaba “igual de universal en todas las áreas”. Era el hijo de un barquero eslavo muy pobre, cuya embarcación minúscula había sido arrollada una noche en el Danubio por un vapor que transportaba granos. Doce años tenía cuando murió su padre y un cura de un sitio apartado lo adoptó por compasión, abocándose de buena fe a suplir por medio de clases particulares en su casa lo que este niño de frente ancha, al que no le gustaba hablar ni parecía escuchar; estaba incapacitado de aprender en la escuela del pueblo.

Pero los esfuerzos del buen cura fueron en vano. Mirko se quedaba mirando con extrañeza las letras que ya habían explicado cien veces; hasta para las materias más simples le faltaba a su cerebro, de lerdo funcionamiento, cualquier fuerza retentiva. Aún con catorce años, debía valerse de los dedos para hacer cuentas, en tanto que leer un libro o un periódico significaba para el ya adolescente un esfuerzo especial. A la vez, de ninguna manera podía tildárselo de reacio o de terco. Cumplía obedientemente con lo que se le mandaba a hacer, ya fuera buscar agua o hachar leña, participaba del trabajo en el campo, ordenaba leña, ordenaba la cocina y ejecutaba de manera fiable, aunque con una lentitud fastidiosa, cada tarea que se le exigía. Lo que más contrariaba al buen padre respecto al testarudo muchacho era su absoluta falta de interés. No hacía nada sin que lo exhortaran a hacerlo, jamás planteaba una pregunta ni jugaba con los otros jóvenes ni se buscaba por sí solo una ocupación, mientras no se la ordenaran expresamente; no bien terminaba con las tareas del hogar, Mirko se sentaba en algún lugar de la habitación y se quedaba mirando hoscamente con ojos vacíos de oveja en la pradera, sin participar en lo más mínimo de los acontecimientos que tenían lugar a su alrededor. Por las tardes, mientras que el cura, degustando su larga pipa campesina, jugaba las habituales tres partidas de ajedrez con el oficial de gendarmería, el joven rubio de pelo desgreñado se sentaba en silencio a su lado y miraba el tablero a cuadros con párpados pesados aparentemente adormecido e indiferente.

Una tarde de invierno, mientras los dos compañeros estaban sumidos en una de sus partidas diarias, llegó desde la calle principal del pueblo el sonido de campanas de un trineo acercándose cada vez a mayor velocidad. Aplastando la nieve a grandes pasos, entró precipitadamente un campesino de gorra espolvoreada de nieve: su anciana madre estaba moribunda y quería que el cura se apresurara a impartirle a tiempo la extremaunción. El sacerdote lo siguió sin hesitar. El oficial de gendarmería, que aún no había acabado su vaso de cerveza, se encendió una nueva pipa de despedida y, ya dispuesto a ponerse las pesadas botas de caña alta, se percató que Mirko miraba impertérrito el tablero de ajedrez con la partida iniciada.

—¿Quieres terminarla? —bromeó convencido de que el adormilado muchacho no sabría mover correctamente ni una sola pieza sobre el tablero.

El chico alzó la mirada tímida, asintió y se sentó en el lugar del cura. Tras catorce jugadas, el oficial cayó vencido, y hasta obligado a admitir que su derrota no se había debido a ninguna negligencia de su parte. El resultado de la segunda partida no fue diferente.

—¡La burra de Balam! —Exclamó sorprendido el cura a su regreso, antes de explicarle al oficial, poco versado en temas bíblicos, que dos mil años atrás ya había ocurrido un milagro similar, de un ser mudo que encontró de pronto la lengua de la sabiduría.

Pese a lo avanzado de la hora, el cura no pudo abstenerse de desafiar a su fámulo semianalfabeto. También a él Mirko le ganó con facilidad. Jugaba de manera tenaz, lenta pero inmutable, sin levantar ni una vez la amplia frente del tablero. Pero jugaba con una seguridad categórica; en los días subsiguientes, ni el oficial ni el cura lograron ganarle una sola partida. El cura, mejor capacitado que nadie para juzgar el acostumbrado retardo de su pupilo, sintió ahora auténtica curiosidad por saber hasta dónde este raro talento resistiría una prueba más severa. Después de pasar por el peluquero del pueblo para que le cortase el pelo hirsuto y pajizo y lo dejara más o menos presentable, se lo llevó en su trineo a la pequeña ciudad vecina, donde sabía de un rincón de apasionados ajedrecistas en el café de la plaza principal, contra los que por propia experiencia ni él mismo podía competir. No poco fue el asombro en una ronda de habitués cuando el cura hizo entrar al establecimiento al quinceañero de pelo rubio paja y cachetes colorados con su abrigo forrado en piel de oveja y las pesadas botas de caña muy alta, que se quedó en una esquina, confundido y con la vista gacha, hasta que lo invitaron a acercarse a una de las mesas. En la primera partida perdió, debido a que nunca había visto la partida siciliana en la casa del buen párroco. En la segunda ya alcanzó un empate contra el mejor jugador. A partir de la tercera y de la cuarta, los fue venciendo a todos, uno tras otro.

* [email protected]

** Zweig, Stefan. (2022). Novela de Ajedrez. Océano, México

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