Ante la pasividad de su contraparte mexicana, el presidente de los Estados Unidos de América (EEUU) utiliza la migración laboral de mexicanos como moneda de cambio para lograr ventajas comerciales y políticas en el acuerdo que ese país tiene con México (TLC) y al mismo tiempo presionar a sus connacionales demócratas a liberar los fondos para construir un muro en la frontera común con nuestro país. Ejerciendo su facultad presidencial Donald Trump ha firmado una proclama que autoriza a la Guardia Nacional (reservas del ejército) a vigilar la frontera con México para detener el flujo de drogas y migrantes(4/04/18) y encomienda a la Secretaria de Defensa respaldar al Departamento de Seguridad Interior para lograr tal propósito.
El discurso de Donald Trump criminaliza la migración laboral y la identifica con el trasiego de drogas, presupone que al disminuir el flujo migratorio cesará la introducción de drogas hacia EEUU y ello se logrará construyendo un muro de tres mil kilómetros y, mientras eso no suceda, la Guardia Nacional debe asumir funciones de patrulla fronteriza. Pareciera que el flujo migratorio hacia EEUU es creciente, que su frontera sur está desprotegida y que la militarización de la frontera disminuirá el consumo de drogas en ese país, hechos que no corresponden a lo observado en los últimos 40 años.
Los extranjeros aprehendidos en EEUU cada año de la gestión de Barak Obama (2009-2016) fueron la mitad de los que anualmente se aprehendieron entre la administración de Gerald Ford (1975-1976) y George W. Bush hijo (2001-2008). Del total de extranjeros deportados por EEUU durante la gestión de Bill Clinton (1991-2000), 93 por ciento correspondieron a eventos relaciones con el cruce de la frontera común, durante la gestión de Barak Obama (2009-2016), 42 por ciento de los eventos de deportación corresponden al cruce de la frontera. Las aprehensiones en la frontera sur están relacionadas con la internación no documentada hacia ese país, a menores flujos, menores eventos de aprehensión, si la eficacia de la policía migratoria fuese una constante.
Desde mediados de los años noventa del siglo pasado la frontera común se selló y más de mil kilómetros de muro han sido edificados, se incrementó el presupuesto de la patrulla fronteriza, se decretaron normas antimigratorias y en dos ocasiones (Bush en 2006-2008 y Obama en 2010) se ha militarizado la frontera. Esas acciones no abatieron el flujo migratorio demandado por la sociedad norteamericana y en cambio prolongaron la estancia de los inmigrantes en ese país y abatieron la tasa de retorno; tampoco impidieron el trasiego de drogas consumidas por los norteamericanos ni la exportación ilegal de armas. La regularización del flujo migratorio debe ser de común acuerdo y cualquier solución bipartita al respecto debe garantizar los derechos humanos de los migrantes, entre otros, el de tránsito.
Compete a cada país asumir las políticas migratorias adecuadas para garantizar su seguridad interna que, en ningún caso debe ser violatoria a las garantías que la Constitución establece y, en nuestro caso, el tránsito de personas, nacionales o no, es una garantía que no podemos violentar, ni por decisión propia y, mucho menos, por una imposición de Donald Trump: la frontera sur de EEUU termina en el río Bravo, no en el Suchiate.