El diccionario de la Real Academia Española precisa al desarrollo, dentro de una de sus definiciones como la Evolución de una economía hacia mejores niveles de vida. Por supuesto, esto es bastante incompleto, pues este término requiere de una interpretación extremadamente compleja en todas y cada una de las palabras que enmarcan la misma definición.
La evolución de las principales corrientes de la economía genera un estudio de un carácter prácticamente infinito en sus variedades y el gradual refinamiento que adquiere, a medida que el tiempo pasa y que se hace cada vez más sofisticado, cambia mucho con lo que percibimos precisamente como un nivel de vida.
Eduardo Germán María Hughes Galeano (1940-2015), mejor conocido como Eduardo Galeano, lo describe en una forma tan cruda como puntual en su libro Las venas abiertas de América Latina. Cito textualmente el comienzo: La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones. Este ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos.
Pareciera que el desarrollo de países “primermundistas” depende del subdesarrollo de países que, sin ser necesariamente pobres, carecemos de los elementos fundamentales para despegar y alejarnos de las dependencias políticas, sociales, económicas y tecnológicas. Es un círculo vicioso que nos mantiene en una desventaja ridículamente real.
Ocupamos el decimoprimer lugar en el mundo, considerando el Producto Interno Bruto (PIB) que es un indicador del valor que tienen la producción de bienes y servicios hablando en términos de dinero.
Tenemos aparentemente un Índice de Desarrollo Humano calificado como alto, que básicamente mide la esperanza de vida al nacer, la tasa de alfabetización de adultos, años de educación obligatoria, matriculación desde primaria hasta educación superior y finalmente, el nivel de riqueza. Sin embargo, existe un indicador denominado Coeficiente de Gini, en el que somos calificados mundialmente como nivel medio, considerando la desigualdad en ingresos y la desigualdad en riqueza.
Por supuesto estos valores son relativos y para quienes, como yo, manejamos prácticamente nulos conceptos económicos, resulta paradójico cómo vemos niveles de pobreza que alcanzan límites tan bajos, como para que haya gente que hurgue en la basura buscando comida, o sujetos que hacen, por solamente mencionar un caso, viajes al extranjero en forma extraordinariamente rápida, simple y llanamente para ver en vivo, un partido de fútbol.
Los denominadores de desarrollo y subdesarrollo implican aspectos teóricos, conceptuales, históricos y humanísticos; pero su interpretación resulta en una exégesis, comentario, explicación o glosa demasiado complicada y básicamente incomprensible. Las economías de los países como México tienen procesos históricos de transformación que nos resultan familiares, pero a la luz de los conocimientos en países desarrollados y su visión, somos tan improvisados como imprevisibles.
Lo cierto es que en la actualidad, como lo mencionaba Eduardo Galeano en 1970, las cosas casi no han variado y en estos momentos, enfrentando la pandemia condicionada por el coronavirus SARS-CoV-2 y la enfermedad Covid-19, en la que percibimos con lamentaciones realmente dolorosas cómo estamos sujetos a la dependencia de todo nivel, hablando en términos de salud (por solamente mencionar un caso), mientras se destinan recursos para curar, siguiendo lineamientos de investigaciones del extranjero que no necesariamente pueden tener los mismos efectos en nuestras poblaciones y encerrados dentro de un círculo vicioso en el que no hay suficientes recursos para fomentar las bases de experimentaciones del mismo nivel de universidades de países ricos, no podemos desligarnos de la subordinación económica y debemos pagar por el acceso a tratamientos en cantidades tan caras, que permiten a los países desarrollados, no solamente obtener una ganancia inimaginable sino además, la oportunidad de invertir en más investigación, cerrando un círculo vicioso donde gana quien invierte y pierde quien depende, en una ecuación de la que no podemos albergar duda alguna.
Obviamente en México podemos sentirnos orgullosos de honrosas excepciones que enarbolan la bandera de la alta calidad en investigación, pero no es suficiente para poder salir adelante en un retraso tecnológico que muestra un futuro realmente desolador para grandes cerebros mexicanos, que desgraciadamente en muchas ocasiones, deben de migrar al extranjero para contribuir a la desigualdad entre países desarrollados y subdesarrollados.
Pero si bien es fácil evaluar los fenómenos sociales y antropológicos estableciendo críticas que en la mayoría de las ocasiones son destructivas, no podemos dejar de ser prospectivos (ver hacia el futuro) y propositivos (tener propuestas de superación). No se trata de descalificar o acreditar las polarizadas posturas políticas que imperan en México durante estos dolorosos tiempos de pandemia. Debemos estar bien conscientes de que la única manera de salir delante de este hoyo o agujero universal, implica la inversión a mediano y largo plazo, en investigación y ciencia.
Sin embargo, hay una cuestión que considero crucial. La tecnología de alto nivel tiene poco tiempo de haber nacido; digamos que a partir de la “revolución industrial” que se inició en la segunda mitad del siglo XVIII en el reino de Gran Bretaña y que se extendería mundialmente a ciertos países que la aprovecharon precisamente en la inversión sin esperar un beneficio a corto plazo. Esta tecnología está en un límite crucial para el género humano, pues con la contaminación y la sobreexplotación de recursos, estamos en alto riesgo de perecer, no solamente como especie, sino que estamos poniendo en peligro todo tipo de vida.
Me pregunto cuánto tiempo tienen las humanidades como la literatura, la filosofía, el estudio de la historia, el análisis del arte o la misma deducción de la vida, encontrando que estos conocimientos se han generado con los mismos momentos del nacimiento del Homo sapiens. No podemos priorizar la tecnología a las ciencias humanas ni al pensamiento ético que nos lleva a la conclusión de que debemos contribuir al bien común.
Como lo escribió Charles Robert Darwin (1809-1882) en su extraordinaria obra El origen de las especies: ¿Quién puede explicar por qué una especie se extiende mucho y es numerosísima y por qué otra especie afín tiene una dispersión reducida y es rara?
Hablando del género humano, plantearía que necesitamos equilibrar la tecnología y el humanismo. Así, podríamos reducir las brechas marcadas por el desarrollo, que subordina, somete, avasalla y esclaviza al subdesarrollo que millones de seres humanos sufrimos en este momento, considerando las desigualdades del ser humano.