La tortilla

La existencia de comales de barro es la única forma de documentar arqueológicamente la elaboración de tortillas en el México antiguo, ya que es imposible encontrar muestras de su consumo, como sí ocurre, por ejemplo, con los tamales, cuyas hojas fósiles indican que se les pudo haber consumido en Teotihuacan, alrededor de las pirámides del Sol y la Luna, durante el período Clásico (250 a.C. – 750 d.C.) (Pilcher, 2001, p 28).  Sin embargo, sabemos que los comales se elaboraban desde el Preclásico Medio, digamos unos mil años antes de nuestra era, sin que esto fuera un fenómeno generalizado, pues había zonas en el área maya que no conocieron el comal hasta la conquista española.

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El comal, de Carlos Orduña

Durante el período colonial, no solo el color de la piel y las diferencias fenotípicas en general; no solo la vestimenta, el lenguaje y la manera de hablarlo, sino también la comida que se servía o no en una mesa, fueron señaladas diferencias entre los distintos sectores sociales. El pan de trigo y la tortilla de maíz no se consumían en el mismo ámbito; eran mutuamente excluyentes por razones de clase, de status social, algo que hasta la fecha perdura en algunos sectores que no han podido superar ridículos prejuicios ancestrales.  La permanencia de la tortilla durante el largo período de mestizaje fue un elemento decisivo en la configuración de la nueva identidad cultural que lentamente se forjó durante aquellos siglos: ni criollo ni indígena, sino mestizo, que lo mismo come pan que tortilla.

En las primeras décadas del siglo XIX una bella mujer escocesa, esposa del primer embajador de España en México, llamada Fanny Calderón de la Barca, dejó una interesante descripción del país y sus costumbres en la correspondencia que mantenía con sus familiares. En una de esas cartas escribió lo siguiente:

“Las tortillas, alimento habitual del pueblo, y que no son más que simples pasteles de maíz, mezclados con un poco de cal… las encuentro bastante buenas cuando se sirven muy calientes y acabadas de hacer, pero insípidas en sí mismas. Su consumo en todo el país se remonta a los primeros tiempos de su historia, sin cambio alguno en su preparación, excepto con las que consumían los antiguos nobles mexicanos, que se amasaban con varias plantas medicinales, que se suponía las hacían más saludables. Se las considera particularmente sabrosas con chile, el cual para soportarlo en las cantidades en que aquí lo comen me parece que sería necesario tener la garganta forrada de hojalata (Calderón de la Barca, 1990, p 48).

Madame Calderón de la Barca probó también el pulque y le gustó, según confiesa en otra carta, después de vencer el disgusto que le produjo su “olor a rancio”. Como sabemos, el diecinueve fue un siglo afrancesado, tanto que en 1891, durante la celebración del cumpleaños de Porfirio Díaz en el Teatro Nacional, se sirvió exclusivamente coñac, vinos y comida francesa. Por cierto, en este banquete solo los hombres se sentaron a la mesa y eran contemplados por sus esposas desde la galería. Muy afrancesados, pero machos al fin y al cabo. Esta elegancia importada, un tanto ridícula por su impostura, alcanzó su culminación durante las 20 cenas ofrecidas con motivo de la celebración del centenario de la independencia, en las que no se sirvió un solo plato mexicano. Fue Manuel Payno [el autor de Los bandidos de Río Frío] quien denunció que la etiqueta prohibía el consumo de tortillas de maíz y chiles rellenos debido a su imagen plebeya. Pero el asunto no paró ahí. En los albores del siglo XX las clases altas mexicanas, que consideraban al maíz como simple forraje para los indios, “comenzaron a atribuirle un nuevo y siniestro significado, considerándolo como uno de los principales impedimentos para el desarrollo nacional”  (Pilcher, 2001, pp 110, 116 y 118).

En su obra El porvenir de las naciones hispanoamericanas, el senador Francisco Bulnes atribuía el retraso de México a una combinación de conservadurismo ibérico y debilidad indígena. Utilizando las falacias de una supuesta “ciencia de la nutrición”, Bulnes explicaba la debilidad del pueblo mexicano recurriendo a la división de la humanidad en tres razas: los pueblos del trigo, los del arroz y los del maíz. Luego de exponer los valores nutritivos de cada cereal llegaba a la siguiente conclusión: “La historia nos enseña que la raza del trigo es la única verdaderamente progresista” y que “el maíz ha sido el eterno pacificador de las razas indígenas americanas y el fundador de su repulsión para civilizarse”. Por si esto fuera poco, Bulnes afirmaba que “En la humanidad, las especies conservadoras (como los indígenas mexicanos) experimentan en su organismo una especie de mineralización que las inclina hacia la inmutabilidad y pasivismo de las rocas”, lo que cancelaba toda posibilidad de un progreso futuro. Pilcher, 2001, pp 119-120).

El grupo de “los científicos” porfirianos encontraron atractivo el discurso de las proteínas y los carbohidratos porque proporcionaba una explicación al subdesarrollo nacional sin recurrir a las doctrinas de un racismo extremo que condenaba al país a un atraso eterno. El racismo alimentario dejaba entrever una esperanza de superación y progreso si la población nativa se alimentaba adecuadamente, y más aún si adoptaba las costumbres europeas.

La fe en el progreso importado de Europa se derivaba de una premisa fundamental: que era la cultura y no la raza la que determinaba la modernidad. No era necesario ser europeo de nacimiento; bastaba con actuar como europeo, vestir como europeo, comer como europeo. La prensa de la época exaltaba las virtudes del pan de trigo considerándolo como el alimento del mundo civilizado, mientras reafirmaba la idea de que el maíz era poco adecuado para el consumo humano. Este discurso tuvo tan amplia aceptación entre las clases media y alta urbanas que se llegó a considerar la difusión del pan como medida de desarrollo y expansión del proceso civilizatorio occidental. En un manual de cocina Michoacana se llegó a considerar al trigo como “un señalado favor de la Divina Providencia a la humanidad” (Pilcher, 2001, pp 130-134). Los estudiosos del tema consideran que esta fue la circunstancia apropiada para la aparición de la torta compuesta, pues a falta de tortilla que rellenar se optó por usar la telera o el bolillo.

La revolución mexicana, que siguiendo este discurso gastronómico sería el equivalente a la rebelión de los hombres de la tortilla, no logró modificar sustancialmente este prejuicio, tan extendido que hasta un hombre como Manuel Gamio, director del Instituto Indigenista Interamericano, se esforzó para reemplazar los cultivos de maíz por los de soya.

El discurso de la tortilla —dicen algunos estudiosos del tema— funcionaba realmente como un subterfugio para distraer la atención de las desigualdades sociales. Cuando en los años cuarenta los investigadores del Instituto Nacional de Nutrición analizaron finalmente la dieta del país, descubrieron que el maíz y el trigo eran prácticamente intercambiables. La desnutrición rural no era consecuencia de la inferioridad de la tortilla, sino de la pobreza en que vivía la gente del campo. Un discurso muy semejante han construido actualmente las transnacionales y sus empleados respecto al maíz transgénico, con la diferencia de que ahora no se exaltan las cualidades de otro cereal como factor de desarrollo, sino que ahora es la manipulación genética del mismo maíz la que se presenta como la única alternativa para el progreso, la solución del hambre y la mejor alimentación de los mexicanos. Estudios posteriores demostraron que la tríada prehispánica de maíz, frijol y chile proporcionaba las cantidades adecuadas de todos los nutrientes esenciales. Las proteínas complementarias del maíz y los frijoles, cada uno de los cuales aportaba los aminoácidos que no existían en el otro, representaron una sorpresa muy especial para los investigadores, uno de los cuales declaró que “sería una verdadera estupidez pretender sustituir los frijoles y el maíz por otros alimentos equivalentes. Lo que interesa es complementarlos, llevar verduras y hortalizas, ensaladas y frutas” (Pilcher, 2001, p 148).

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Mujer haciendo tortillas, de Diego Rivera

A partir de estas certidumbres se logró frenar un tipo de argumentación contra el maíz, y aunque el prejuicio contra la tortilla perdura en sectores importantes de la población que no la consumen por razones de status, ganó terreno en la gastronomía urbana, principalmente en la rica variedad de tacos y quesadillas que se consumen en México. Por otro lado, el argumento de la deficiencia productiva de la gente del campo se cayó definitivamente ante la evidente capacidad productiva de los campesinos nahuas, mixtecos y mestizos que año con año introducen al país miles de millones de dólares en remesas, ocupando el segundo lugar después de los ingresos de la industria petrolera. La presencia de millones de emigrantes en los Estados Unidos ha generado en el país del norte una creciente demanda de tortillas y un próspero negocio para satisfacerla. Esa es la respuesta laboriosa e inteligente que los hombres de tortilla han dado a los problemas que les ha planteado la modernidad, una modernidad inequitativa e injusta. Indudablemente que las familias campesinas han entendido mucho mejor los dilemas de la modernidad que los rancios sectores racistas que los condenan a la extinción retirando el apoyo al campo mexicano desde hace al menos 25 años.

Ser modernos, dice Marshal Berman, es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras y poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas, de luchar para cambiar el mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador… Podríamos incluso decir que ser totalmente modernos es ser antimodernos: desde los tiempos de Marx y Dostoievski hasta los nuestros, ha sido imposible captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin aborrecer y luchar contra algunas de sus realidades más palpables (Berman, 1988)

El hecho de que la tortilla tenga más de 3 mil años entre nosotros, alimentando a hombres y mujeres de las más diversas culturas, sobreponiéndose a los más radicales cambios culturales, sobreviviendo a la estulticia de una modernidad mal entendida y a la insensibilidad de las políticas públicas, es una muestra indudable de que con su aroma y su temperatura, su grata consistencia, su delicioso sabor y sus colores azul, rojo, amarillo y blanco, ha sabido seducir a una generación tras otra, y confío en que así será hasta el fin de nuestros tiempos. Amén.

 

El Frankenstein vegetal

 

En los antiguos rituales agrícolas,  pero también en las ceremonias actuales asociadas a la producción de alimentos y la fertilidad, se ha rendido culto a diferentes deidades, desde el joven Xochipilli-Centéotl hasta Jesucristo, de Chicomecóatl a la Virgen María y del viejo Tláloc a Jehová. Pero sucede que los dioses creadores que moldearon a los hombres con maíz y pusieron en sus manos las semillas de esta planta para que pudieran mantenerse, están siendo sustituidos por transnacionales como la compañía Monsanto, que emplea grupos de científicos ocupados en manipular el código genético del maíz para bloquear su natural capacidad reproductiva, patentar su nueva condición de semilla estéril y lanzarlo al mercado anunciando que se trata de una panacea que resolverá los problemas de pobreza y hambre en el mundo.

Acerquémonos un poco a estos personajes que han aparecido en el escenario del nuevo milenio para apreciar mejor su idea del mundo y sus cualidades morales. En marzo de 1998 el Departamento de Agricultura de Estados Unidos y la Delta and Pine Land Company anunciaron una innovación en biotecnología llamada “Control de la expresión genética de las plantas”. La nueva patente hace posible que sus dueños y los poseedores de una licencia creen semillas estériles mediante la programación selectiva del ADN de la planta para que mate a sus propios embriones. El resultado es el siguiente: si los agricultores guardan las semillas de estas plantas después de la cosecha para futuras siembras, la siguiente generación de plantas no crecerá. Los tomates, los pimientos, las espigas de trigo y las mazorcas de maíz se convertirán básicamente en depósitos de cadáveres de semillas, dice Vandana Shiva, una de las más connotadas ecologistas. Con ello, el sistema obligará a los agricultores a comprar nuevas semillas a las compañías cada año. Es decir, nuestros nuevos demiurgos no están metiendo las manos en las sustancias primigenias para generar vida y abundancia para todos. Más bien, introducen la muerte en el código genético para condicionar la creación y permitir que solo tengan alimentos quienes puedan pagar.

Durante miles de años los agricultores de estas tierras cultivaron el maíz y lo obsequiaron al mundo con una rica variedad genética; este acto de generosidad desinteresada fue aprovechado por estos asaltantes para incrementar aún más sus multimillonarias ganancias. Un ladrón está acostumbrado a mirar el mundo desde el punto de vista del atraco. Esto es lo que sucede con la principal productora de maíz transgénico: la compañía Monsanto. Durante las negociaciones del Protocolo de Bioseguridad de las Naciones Unidas, Monsanto distribuyó folletos en los que se afirmaba que “las malas hierbas roban la luz del sol”. Esta visión de la vida, en la que la fotosíntesis de algunas plantas es considerada como un atraco, sólo puede caber en la cabeza de los dirigentes de una corporación obsesionada con el incremento de sus ganancias. El problema es que estos valores han tocado ya a los responsables de la política alimentaria de nuestro país, que están pensando en permitir la entrada de millones de toneladas anuales de maíz transgénico proveniente de los Estados Unidos. Son muchos los países en los que la sociedad se ha organizado para exigir a sus gobiernos información precisa y oportuna sobre la introducción de productos transgénicos al mercado. En estos países el consumo de transgénicos ha disminuido considerablemente debido a las campañas de concienciación de los grupos ambientalistas. En México debemos impulsar y perseverar en estas iniciativas antes de que sea demasiado tarde. Somos un país que ha disfrutado de las bondades del maíz durante siglos y sería imperdonable que por ignorancia o desidia empobrezcamos nuestra dieta y la vida de los campesinos, cultivando ese Frankenstein vegetal producido en los Estados Unidos.

Por lo pronto, medio centenar de ciudadanos mexicanos (campesinos, científicos, artistas, intelectuales, ambientalistas) hemos llevado a cabo una demanda de acción colectiva contra la siembra de maíz transgénico por parte de las compañías Monsanto, Pioner, Syngenta y Dow Agroscience y logrado la suspensión temporal de sus actividades. Súmate a esta campaña firmando tu adhesión contra el maíz transgénico en: www.uccs.mx

 

 

Notas

 

Calderón de la Barca, Madame, 1990. La vida en México, México, Ed. Porrúa, Col. Sepancuántos Nº 74, México, 1990, p. 48.

 

Berman, Marshall, 1988. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, México, Ed. Siglo XXI.

 

Pilcher M. Jeffrey, 2001, ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana, México, CIESAS-CONACULTA-Ediciones de la Reina Roja, Col. La falsa tortuga.

 

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