¿El fin de las ilusiones democráticas?

En México hace mucho que los partidos políticos no se distinguen por la profundidad en el contenido de sus programas sino por su capacidad de adaptación a la realpolitik. Esto es, el pragmatismo que despliegan durante los procesos electorales para insertarse en la “política concreta”, en el mejor de los casos relegando la crítica a los libros y las cátedras de la academia. Un buen grupo de intelectuales se suma también a la tarea de convencer que mediante las elecciones se puede hacer algo. Desde ese punto de vista, los resultados de las últimas elecciones del 5 de junio para elegir gobernadores en 12 estados de la República son un buen precedente para las elecciones federales de 2018: alternancia es sinónimo de democracia. Sin embargo, estos resultados expresan algo más que no cabe en el realismo de la política. Expresan mejor que nunca el descontento con la democracia representativa y la indignación ante las cada vez más precarias condiciones materiales de existencia de la sociedad. Reflejan también que para muchos el camino de las elecciones ya no es una opción para depositar la confianza y creer que esta vez lo harán mejor. ¿Qué es si no el abstencionismo? La dignidad no cabe en las urnas. No obstante, como lo señalara Gustavo Esteva (La Jornada, 18 de enero de 2016), “la gente sigue votando”, ya sea por el acarreo, por el voto forzado, porque aún existen unos cuantos convencidos o ilusionados y otros más porque sienten que lo hacen como un deber cívico. La gente sigue votando, pero ¿por qué?

Fue el Estado, por Luiselrojo; imagen tomada de http://luiselrojo.deviantart.com/art/Fueel- Estado-It-Was-the-State-small-499376562

Fue el Estado, por Luiselrojo; imagen tomada
de http://luiselrojo.deviantart.com/art/Fueel-
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Aunque no deje de ser importante qué partido gobierna, lo cierto es que ninguno de ellos generará un verdadero cambio en las condiciones económicas de la mayoría. No importa que la gente siga votando por ellos, no lo lograrán. No se trata únicamente de apuntar que están amafiados con importantes corporaciones empresariales, sino que hay una dinámica mucho más compleja que está fuera de su alcance: la fuerza de la crisis del capitalismo. En 2008 el estallido de la crisis financiera en los Estados Unidos también hizo estallar la creencia de que el capital puede continuar acumulándose ad infinitum a través de la especulación rompiendo de este modo los vínculos que lo atan a la explotación de la fuerza de trabajo. En otras palabras, invirtiendo menos en actividades productivas y poniendo en juego una serie de instrumentos financieros y mecanismos complejos —intraducibles para muchos— pero motivados por la creencia de que el dinero genera más dinero. La quiebra de muchos capitalistas y la amenaza de que podían ser más, no provocó que reaccionaran y se comportaran como tradicionalmente se espera: invirtiendo sus capitales, generando plusvalía y, de ser posible, empleos. Somos testigos de que ha ocurrido todo lo contrario.

Volvamos a la realpolitik partidaria. Los partidos políticos consideran que el Estado es un ente autónomo capaz de desvincularse de los efectos nocivos de la economía de otros países. Es decir, comparten una perspectiva liberal del Estado, aquella en la que la política y lo económico están separados. Al hacerlo de este modo, piensan que llegando al poder harán ajustes en las políticas públicas y relajarán las políticas neoliberales y de austeridad, con los que de algún modo podrán favorecer al electorado cada vez desencantado. Una posibilidad latente, aunque bastante limitada. No podemos negar la existencia de una lucha entre los diversos Estados, los cuales buscan atraer inversiones a sus territorios y crear empleos —aun si los salarios y las condiciones laborales son precarias, o precisamente por ello mismo. En ese sentido, Ayotzinapa, Tlatlaya, los paros de la CNTE, las policías comunitarias o los grupos autodefensa, entre otros movimientos, son buenas razones para hacerlo. En otras palabras, la lucha entre Estados para hacerse de una parte del capital disponible a nivel mundial, responde a la lucha dentro de cada uno de ellos para que así lo hagan. Sin embargo, la actual crisis del capitalismo también nos muestra que los Estados se han reconfigurado y aunque un neokeynesianismo sea atractivo nada puede asegurarlo. La superación de la crisis implica el uso de recursos coercitivos cada vez más agresivos. Por ello mismo, la violencia del Estado no puede entenderse como algo externo a la reorganización de las relaciones laborales para mejorar las condiciones de inversión ante la presión de los compromisos adquiridos a través de acuerdos y tratados comerciales.

Ahora bien, mientras el modo de producción capitalista implica concentración de riqueza, la democracia representativa —como medio para hacer que esa riqueza sea mejor distribuida con el fin de combatir la desigualdad— se nos presenta como “la mejor forma de gobierno” porque supuestamente ataca esa dinámica de acumulación que distingue al capitalismo. No obstante, como he tratado de mostrar, un Estado democrático en sí mismo no rompe con esa lógica del capital sino que la mantiene. En ese sentido, una condición es ya inaceptable: el capitalismo nos está aniquilando. ¿Pero qué pasa con esos movimientos y luchas que surgen constantemente?

Cuando se rompe con la idea de que mediante las elecciones no se generará un cambio, se crea la necesidad de hacer algo más allá de ellas: la necesidad de organizarse autónomamente. Esto no significa —necesariamente— que se ha comprendido la manera tan compleja en que desenvuelve el capitalismo, pero la propia experiencia de lo inaceptable nos dice que ya no podemos seguir soportando estas condiciones. Éste es un punto de partida decisivo para comprender las diferencias entre una democracia representativa y una democracia construida “desde abajo”. Un punto de partida que pone el acento en el flujo de nuestros haceres, que está centrado en la toma de decisiones a través de prácticas asamblearias y que tiene por objetivo la creación de un consenso en el que se recoge las distintas voces de quienes participan. En pocas palabras, una democracia real. No obstante, un proceso que nos enfrenta con la noción del “tiempo”, y de manera más concreta el tiempo relacionado con el dinero. “El tiempo es dinero”.

Miremos el pasado más reciente. Recordemos el México de 2014. Recordemos Ayotzinapa y el grito de “No están solos”. Inundamos las calles, bloqueamos el tráfico, “detuvimos” el tiempo y el flujo desenfrenado de las mercancías. Rostros de la dignidad intercambiando la rabia en contra de la dominación y de la violencia. La radicalización de las movilizaciones y las marchas condujo a la denuncia del enemigo: “¡Fue el Estado!” Un buen inicio, sin embargo, un abismo se abrió en el horizonte. Uno que va más allá de denunciar lo que hace el Estado. Es cierto que nuestras acciones en las calles rebasan las vías institucionales, amenazan al Estado y la lógica de acumulación del dinero. Pero, al mismo tiempo, nuestras acciones están amenzadas por el tiempo y el dinero. Lo político y lo económico se funden en la lucha. Regresamos a clases, regresamos a trabajar, regresamos a la realidad… ¿Qué pasa después de las calles? ¿A qué nos conduce el descontento? Permanecer en las calles no es una cuestión meramente de responsabilidad y conciencia, como se suele acusar. El problema es la manera en la que están constituidas las relaciones sociales capitalistas, que se reproducen por encima y a través de nosotros. En otras palabras, dependemos del dinero. Necesitamos dinero para comer, para satisfacer nuestras necesidades. Por eso la democracia institucional es eficaz, porque sus tiempos corresponden al ritmo del capital, mientras los partidos políticos bailan al compás de sus notas.

Después de todo, quizás sí los dejamos solos. Sin embargo, nuestros intentos no fueron en vano. Lo que hicimos quedará guardado en la memoria colectiva para la próxima vez que nos encontremos en las calles. Ahí estaremos intentando no estar solos, ni ellos ni nosotros, como ahora. Las luchas por la democracia “desde abajo” deben ser el inicio de algo más grande, la puesta en marcha del quiebre con el tiempo capitalista y con el dinero. Necesitamos pensar más allá de la democracia y cerrar finalmente el ciclo de las ilusiones democráticas.

 

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