De la alquimia a la medicina científica

Imagen tomada de https://www.iberlibro.com/Aur-Corn-Celsi- Medicina-Libri-Octo/22696494438/bd

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Siempre me he sentido asombrado por la cultura griega. La elegante característica de su pensamiento en todas las áreas del conocimiento es sorprendente y si bien se desarrollaron en una cultura esclavista, no deja de maravillar la forma en la que abordaron las soluciones a sus problemas. Concluyeron que el mundo estaba formado por unos cuantos elementos o sustancias básicas y Empédocles de Agrigento (ca. 495 antes de nuestra era – ca. 445 antes de nuestra era) quien fue un filósofo, poeta, escritor y médico, planteó que estas sustancias eran el viento, la tierra, el aire y el fuego, mezclados en ciertas proporciones y bajo determinadas condiciones. Su visión lo llevó a establecer una teoría del equilibrio de los cuatro elementos, visualizando a la enfermedad como un fenómeno natural en el que el exceso o carencia de estos compuestos, marcaban la ruptura de la salud.

Un siglo después, Aristóteles (384 antes de nuestra era – 322 antes de nuestra era) planteó que había un quinto elemento denominado éter. Prácticamente estas ideas permanecieron invariables hasta la edad media, cuando los alquimistas, quienes dicho sea de paso, se encontraron inmersos en la charlatanería, superstición, magia y ocultismo, al manipular materiales y sustancias, llegaron a conclusiones valiosas, en un intento por descifrar las propiedades de los compuestos que analizaban. El mercurio era esencialmente metálico y el azufre, combustible. Las descripciones de estos elementos son fascinantes y si bien no hay una diferenciación entre los hechizos y la magia con las observaciones orientadas a la valoración estricta sobre fenómenos comprobables, es meritorio que las pruebas que llevaron a cabo, generaron descubrimientos importantes.

Resalta la presencia histórica de uno de los últimos y tal vez, el más importante de los alquimistas llamado Theophrastus Phillippus Aureolus Bombastus von Hohenheim (1493 – 1541), médico y astrólogo suizo mejor conocido como Paracelso, quien se autodenominó así por considerarse “igual o semejante a Celso” que a su vez fue un gran médico romano. Aulus Cornelius Celsus (c. 25 antes de nuestra era – 50 después de nuestra era), escribió un tratado conocido como De Medicina, en donde abordó temas como la alimentación, farmacia, cirugía, herbolaria y nombre de enfermedades. Paracelso aceptó las cualidades del mercurio y el azufre, mientras mencionó que la sal confería a los cuerpos una especial resistencia al calor. Desde este punto de vista, una sustancia podía transformarse en otra, en la medida en la que se agregase o extrajera un elemento en determinadas proporciones de una manera exacta. Así, el plomo podría transformarse en oro, al añadirse mercurio en una forma precisa. Muchos años pasaron mientras se buscó afanosamente en resolver este problema sin éxito, pero paralelamente se dio lugar a un fenómeno enriquecedor pues se llegó a adquirir una cantidad inconmensurable de conocimientos. De hecho, la palabra “química” proviene de “alquimia”. Así se llegó al conocimiento de propiedades de los ácidos: nítrico, clorhídrico y en especial el sulfúrico, que generaban reacciones más violentas que el más potente de los ácidos conocido en ésas épocas —el ácido acético o vinagre. La ventaja de utilizar estos compuestos se relacionaba con la posibilidad de manipular sustancias sin necesidad de emplear altas temperaturas o recurrir a periodos muy prolongados de espera para que las reacciones químicas se llevaran a cabo. Esto continúa teniendo el mismo valor, al grado de que la estimación del desarrollo de un país desde el punto de vista industrial, se puede calcular en función de la cantidad de ácido sulfúrico que produzca o consuma por año.

Los alquimistas por supuesto tenían asegurado un ingreso en la medida en la que convencieran a personajes ricos de sus logros y la mayoría de las veces esto se alcanzaba con actos de prestidigitación, ilusionismo, trucos o engaños, que a medida que el tiempo pasó, generaron un descrédito que provocó una serie de descalificativos y mala reputación; pero ya los primeros pasos estaban siendo dados para dar lugar a lo que generaría la inquietud de la investigación y por supuesto el método de la ciencia para llegar a conocimientos muy cercanos a la realidad que en la actualidad rigen y marcan nuestro nivel de confianza en lo que conocemos como medicina moderna.

En nuestros días, podemos esbozar una sonrisa ante la simple idea de transformar el plomo o en oro, de la misma forma en la que miraremos con desaprobación a cualquier persona que nos mencione la probabilidad de encontrar el elixir de la eterna juventud en algo tan común como el vino; pero es bastante probable que las generaciones futuras (si no es que nos lleguemos a autodestruir en un corto periodo), analicen nuestras conductas actuales como irracionales, inconscientes, absurdas e insensatas. Vivimos en una sociedad extremadamente polarizada y no podemos ponernos de acuerdo ni siquiera en los aspectos más básicos de la convivencia en común. Priorizamos a las tecnologías; menospreciamos a las humanidades y en un momento en el que se van dando fenómenos de escasez de recursos, nos preocupamos por la acumulación de riqueza atesorando el papel impreso que marca una absurda conducta de compraventa de elementos contaminantes que no hacen de nuestra vida algo mejor.

Estamos encadenados a satisfactores de subsistencia que nos anclan a procesos de vida poco satisfactorios. Calentamos alimentos en hornos de microondas que sorprendentemente aceleran procesos de cocción, sin valorar que el cocimiento gradual a fuego lento, brinda al paladar sabores distintos que ofrece la cocina tradicional; pero un individuo vegetariano extremadamente estricto señalará que el almíbar dulce de las frutas recién cortadas de un árbol en el apogeo de la fertilidad, es mejor que cualquier alimento sometido al procedimiento de cocinado por medio del calor.

Estoy convencido plenamente de los logros de la medicina preventiva, en un momento en el que veo con terror el movimiento universal de personas que se oponen al proceso de vacunación; pero también me permito observar mi postura de extrema prudencia en la indicación de antibióticos como terapia para combatir infecciones, mientras percibo cómo se recetan medicamentos extremadamente potentes para resolver problemas médicos menores. Por supuesto soy el primero en establecer procesos de pensamientos autocríticos en lo que considero que constituyen causas de mis conductas más aberrantes, pero también estoy consciente de que esto no es suficiente para hacerme una mejor persona. Me resisto a cambiar en cosas que a la vista de otros, me podrían convertir en ser humano de calidad superior; pero la búsqueda de un equilibrio vivencial, si bien desde mi punto de vista no lleva un daño hacia los demás, en efecto me hace vivir en una sociedad consumista en la que produzco basura en una cantidad ofensiva y condiciona un consumo de agua y energéticos que ofenden a cualquier individuo que vive —y sobrevive— en condiciones de extrema pobreza. Por eso se genera mi admiración a las civilizaciones antiguas.

Sinceramente considero que una visualización y revaloración de nuestra historia, a través de un análisis de las enseñanzas pasadas, nos pueden permitir acercarnos a una opción de mejoría de la vida que no solamente se debe de reflejar en algo positivo para nosotros sino de un valor puntual, para las generaciones que están por venir y otorgarles un mejor medio para vivir.

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