Tres eclipses mexicanos

En julio de 1991 tenía yo 13 años, y si no recuerdo mal, era el inicio de las vacaciones de verano; había pasado a segundo grado de secundaria y las lluvias de la temporada comenzaban a refrescar las tardes en Guadalajara, llevando y trayendo el clásico olor de las actinobacterias en los suelos secos, mejor conocido como “el olor a tierra mojada”.

En aquellos años ya era yo un entusiasta de la ciencia; visitaba con frecuencia una biblioteca pública cercana, compraba revistas y colecciones en los kioscos mejor surtidos, recortaba noticias de ciencia de los diarios y veía, cuando se dignaban las televisoras, programas de ciencia, como la serie Cosmos, de Carl Sagan.

Efectivamente, en esos años, para mí y para la inmensa mayoría de la gente en el país, internet no existía.

Sin embargo, supe por los medios de comunicación que el jueves 11 de julio de ese año, alrededor de la 1 pm, ocurriría un eclipse de Sol, que sería visible en buena parte de México y que por suerte desde Guadalajara sería total, es decir, el Sol quedaría perfectamente cubierto por la Luna.

En los puestos de revistas vendían “filtros solares” para disfrutar del evento; en todos los programas de radio y televisión advertían de lo peligroso que podría resultar para la vista una observación directa y escuché cualquier cantidad de supersticiones acerca de los eclipses. Mi abuela y mi tía amarraron listones rojos a los arboles en el corral de su casa, porque si no, las frutas se pudrirían y el árbol se secaría. Fatalidades similares se decían de las mujeres embarazadas, de los animales de granja, de los niños, etcétera.

Aquel día yo estaba listo para ver el eclipse, aunque las condiciones personales y del tiempo meteorológico no fueron las mejores. Desde los 11 años acostumbraba trabajar algunas semanas de las vacaciones para tener “mi propio dinero” y comprarme lo que yo quisiera. Cuando el Sol estaba casi oculto, a regañadientes me permitieron salir al patio del taller de la fundición donde trabajaba. En la mejor parte, durante la totalidad, algunas nubes pasaron por ahí y lo que más me asombró fue la oscuridad creciente, paulatina y en un momento general. Luego, el correr del aire fresco entre el calor del mediodía y la sensación de que algo muy extraño pasaba a mi alrededor.

Supongo que si no hubiera conocido por anticipado del eclipse, mi reacción hubiera sido más bien de terror, de incertidumbre ante la desaparición del Sol y, posiblemente, de temor religioso: seguramente hubiera rogado a cuanto dios, espíritu o poder sobrenatural conociera, para que aquello terminara pronto y que pudiéramos seguir todos con nuestras cosas. Si ningún desastre se presentaba, las deidades habrían escuchado mis plegarias. Era lo más razonable.

Aquel eclipse de 1991 me impactó. Desde entonces, cada vez que veo algún otro, solar o lunar, me remite siempre a ponerme en el lugar de personas en otras épocas, cuando no entendíamos que los eclipses son inofensivos, hasta cierto punto, y naturales, tanto como un arcoíris, una lluvia de verano o una rojiza puesta de Sol en mayo.

Todas las grandes civilizaciones antiguas de las que tenemos registro reportaron en su momento un eclipse, algunas veces explicado como una lucha celestial, otras como el mordisco de un jaguar o un perro, como el anuncio del fin de los tiempos y la llegada de plagas y destrucción, o como la simple obstrucción de algo brillante, el Sol, por un cuerpo opaco, la Luna.

La regularidad de los eclipses es algo que varias civilizaciones antiguas conocían bien, al igual que los ciclos de otros eventos y de otros objetos, como los planetas. Así, una gran variedad de fenómenos astronómicos a simple vista se descubrieron periódicos mediante un registro minucioso y suficientemente largo (lustros o siglos). De esta manera fue posible encontrar cierta repetición que permitía, con un poco de pericia, predecir su ocurrencia posterior.

Por ejemplo, babilonios y caldeos conocían el periodo de 6,585.32 días (18.03 años o 223 intervalos entre dos lunas nuevas) que separa dos eclipses solares con características similares. A este periodo le llamamos Saros. Dicho de otra manera, contando 223 meses lunares sinódicos (o lunaciones) de 29.53 días cada uno, estamos seguros que un eclipse solar ocurrirá. Existen otros intervalos de tiempo y otros ciclos que también podrían servir para contar y predecir eclipses, como es el caso de lo hecho por los mayas al sumar cierto número de lunaciones.

Sobre la serie Saros. Como dijimos, a partir de un eclipse de Sol contamos 223 lunaciones y tendremos otro eclipse, con características similares al anterior, pero que no coincide en visibilidad con la misma zona del planeta. En esto, precisamente, radica una primer dificultad para predecir estos eventos.

En términos técnicos, cada eclipse sucesivo de la serie Saros se desplaza en longitud aproximadamente 120º hacia el oeste (más o menos 1/3 de rotación de la Tierra), de manera que tres eclipses después del marcado por nosotros (223 lunaciones x 3), tendremos otro que sí será visible, más o menos, en la misma zona del planeta.

Tomemos como ejemplo mi eclipse, el del 11 de julio de 1991. El siguiente eclipse de su serie Saros ocurrió el 22 de julio de 2009 y fue visible en el Pacífico, desde Hawaii hasta China. El siguiente de su serie ocurrirá el 2 de agosto de 2027 y será visible en la India, medio oriente, en toda Europa y buena parte de África. Finalmente, el 12 de agosto de 2045 ocurrirá un eclipse muy parecido al de 1991, aunque en ese caso estará desplazado hacia el norte, con la totalidad cruzando Estados Unidos de costa a costa y desde México se verá parcial.

Dicho de otra manera, si un eclipse es visible en toda la República Mexicana tenemos que esperar 19,775.96 días o 54.09 años para encontrarnos con otro eclipse, que aunque desplazado en su hora y con una magnitud (grado de parcialidad o totalidad) distinta, podríamos ver también desde ciertas partes de México.

Esto nos lleva a la conclusión de que 54.09 años en el futuro o en el pasado, a partir de la fecha de un eclipse, encontramos otros simulares que son visibles aproximadamente en la misma zona de la Tierra. Conforme avanzan los eclipses de cada serie Saros, estos se desplazan poco a poco en latitud hasta que son invisibles desde esos mismos puntos terrestres.

Como un apunte general, que seguramente ya saben, no todos los eclipses solares son iguales. Si la Luna cubre completamente al Sol, se llaman totales y si lo cubre parcialmente se llaman parciales; hay un tercer tipo, llamados anulares, en los que nuestra estrella no es cubierta por la Luna y queda a la vista una figura de anillo correspondiente a la zona no ocultada del Sol. A este aro se le suele llamar “anillo de fuego” por razón de su apariencia. Un cuarto tipo extremadamente raro es llamado híbrido, porque combina en el mismo evento, visto desde puntos diferentes de la Tierra, un anular y un total.

En los siguientes años en México podremos disfrutar de dos espectaculares eclipses solares. El 14 de octubre de 2023, alrededor del mediodía, ocurrirá un eclipse anular que será visible en una amplísima zona de América, desde Canadá, hasta el norte de Chile y Argentina. La parte central del eclipse comprende una delgada franja que se desplaza desde la costa oeste de Estados Unidos, pasa por el Golfo de México, la Península de Yucatán, Centroamérica y sale por el extremo oriental de Brasil.

Sobre México, ciudades como Campeche, Xpujil y Chetumal, además de buena parte de la Reserva de Calakmul, podrán observar, si las condiciones meteorológicas lo permiten, el famoso “anillo de fuego”.

Por otro lado, el 8 de abril de 2024 ocurrirá otro eclipse total que será visible en México (ver al artículo de Eduardo Hernández en este número), por lo que seguramente en los siguientes meses escucharemos más sobre eclipses, incluyendo recomendaciones para su observación.

Finalmente, sobra decir que los eclipses han motivado a generaciones completas a interesarse por temas astronómicos. Seguramente fue mi caso con el de 1991. Ojalá que todos podamos disfrutar de una u otra forma de estos espectáculos de la naturaleza en 2023 y 2024. Después de todo, por sus trayectorias, serán eclipses muy mexicanos.

 

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