“Entre la conciencia y la existencia está la comunicación,
que influye en la conciencia que los hombres tienen de su existencia (…).
Las formas de la conciencia política pueden depender, al final, de los medios de producción,
pero, en principio, dependen de los contenidos de los medios de comunicación.”
- Wright Mills
La economía mexicana es una economía capitalista y en cuanto tal, no puede sino responder a los rasgos más esenciales de este sistema: 1) todo lo que se produce se produce en calidad de mercancía: “se produce para vender”, para obtener dinero. Lógica que termina por permear a toda la sociedad; 2) la misma fuerza de trabajo funciona como mercancía, como algo que se compra y se vende; 3) los medios de producción (máquinas, equipos, etcétera) pasan a funcionar como capital: valor que genera un plusvalor, valor que crece; 4) el excedente asume la forma de plusvalía.
Si tales rasgos existen hablamos de capitalismo. Si existe capitalismo es porque tales rasgos existen.
Pero el capitalismo es algo más. Se va desarrollando a lo largo del tiempo y del espacio, asumiendo tales o cuales modalidades más concretas. Los rasgos esenciales se preservan pero van unidos a tales o cuales grupos de rasgos más específicos. Esto permite diferenciar diversos tipos de economías capitalistas. Por ejemplo, economías capitalistas desarrolladas (o centrales) y economías capitalistas subdesarrolladas (o periféricas). Entre las cuales operan relaciones de dependencia, de la periferia a favor del centro. México se ubica en el polo dependiente y eso le acarrea determinados rasgos y limitaciones. En lo medular: que opere con un nivel de PIB por habitante relativamente menor, que su economía sea estructuralmente heterogénea, que no sea completamente autónomo en sus decisiones económicas y políticas y que una parte significativa del excedente que se genera en el país sea remitido al centro dominante (o “imperial”).
A lo largo del tiempo el capitalismo se mueve y asume modalidades determinadas. Para el caso, podemos hablar de una determinada sucesión de “patrones de acumulación”. En México, por ejemplo, imperó el patrón de acumulación denominado “industrialización sustitutiva” o “desarrollo hacia adentro”, desde los tiempos de Lázaro Cárdenas hasta inicios de los 80s. Y desde 1980-81 (gobierno de Miguel de la Madrid a la fecha) lo que domina es el patrón de acumulación neoliberal.
Si conocemos bien lo que es el capitalismo, sabremos lo que puede y no puede dar. Y si lo que puede dar no nos satisface, habrá que ir más allá del capitalismo. Si conocemos bien lo que es una economía dependiente y periférica, sabremos lo que puede y lo que no puede dar. Por lo mismo, si se desean metas que el régimen de subdesarrollo y dependencia no es capaz de lograr, se deberá superar tal situación. Del capitalismo neoliberal se puede decir algo análogo.
La idea que manejamos es muy sencilla: se trata de no pedirle “dulzura al vinagre”, de no caer en falsas ilusiones. Saber lo que el fenómeno puede generar y lo que no puede. En consecuencia, saber el tipo de transformaciones que son congruentes con los fines que esgrime la nación o, para ser más precisos, un determinado grupo de clases y fracciones de clases.
Ahora, nos preocupará el llamado “modelo neoliberal”. ¿Cuál es el contenido básico de esta forma de funcionamiento de la economía capitalista?
A riesgo de caer en un esquematismo excesivo, pasamos a describir lo que pensamos son los rasgos más importantes […]
Descomposición moral y social
¿Qué es una sociedad? En principio, es un proceso de interacción entre grupos e individuos. Con un agregado que es esencial: se trata de una interacción sujeta a determinadas normas o pautas. O sea, se trata de nexos regulados.
Las pautas o normas sociales no se deben confundir con prescripciones de orden legal, con las leyes. Pueden coincidir y, no pocas veces, discrepar. Y no siempre son explícitas. Lo que importa es su rol como reguladoras de la actividad social. Son ellas, las que nos dicen: si usted se ubica en determinada posición social enfrentando a otra persona que está ocupando otra posición social, debe desplegar tal o cual conducta y, a la vez, esperar de la otra persona una muy determinada conducta.
En principio, podemos entonces sostener: las normas sociales: i) nos evitan vivir en la improvisación perpetua; ii) nos evitan sorpresas —que pueden hasta ser fatales— en la conducta del otro, del que conmigo se relaciona. En realidad, sin el artilugio de los sistemas sociales, el sistema nervioso del ser humano colapsaría en plazos muy cortos.
Pero hay algo más radical. ¿Cómo resuelven los seres vivos el problema de su continuidad (i.e. vida) individual y generacional? Lo hacen desplegando cierto tipo de conductas que son adaptativas respecto al medio externo y que le permiten justamente vivir. Estas conductas, en los seres vivos más sencillos, vienen determinadas completamente por la herencia biológica. Luego, en los seres vivos más complejos, encontramos conductas adaptativas que implican cierto aprendizaje. Por imitación, vg. en los mamíferos. En los humanos, el dato biológico proporciona ciertas potencialidades, pero no alcanza a resolver, por sí solo, el problema de la vida. Lo que aquí pasa a jugar un rol básico es la herencia socio-histórica. O sea, se transmiten las conductas que se han acumulado a lo largo de la historia del homo sapiens y que, obviamente, han sido eficaces en el pasado. Como escribía Ralph Linton, “la herencia social de los seres humanos (…) ha adquirido una doble función: sirve para adaptar al individuo a su lugar en la sociedad, así como a su ambiente natural”. Si así son las cosas, el lenguaje abstracto (algo exclusivo del homo sapiens) pasa a jugar un papel clave. ¿Por qué? Porque permite hablar de tales o cuales sucesos en ausencia de esos sucesos y, por esta vía, educar a las nuevas generaciones respecto al qué hacer si tales circunstancias se vuelven a presentar. Con lo cual, el repertorio de respuestas adaptativas (o funcionales) que adquiere el ser humano resulta muy elevado Es de lejos, superior al de otras especies vivas.
Las posiciones (“status”) y roles son casi infinitas. Y se suelen agrupar en torno a la satisfacción de algunas funciones sociales básicas. Estas “agrupaciones” se denominan “instituciones” y se pueden identificar las económicas, las políticas y las ideológico-culturales. Las instituciones económicas regulan las actividades de producción, las políticas regulan las prácticas que buscan preservar o transformar al sistema social y las instituciones culturales regulan las actividades de orden cultural-ideológico. En su conjunto, estas instituciones básicas configuran el sistema social. Del sistema social (de sus normas sociales), se ha dicho que funciona como el libreto de una obra de teatro, en que los individuos y grupos que conforman la sociedad funcionan como actores de la obra.
¿Cómo se aprenden los roles, cómo opera el llamado “proceso de socialización”? Este empieza desde el mismo nacimiento (vg. por el color de la ropa), transcurre en el seno de la familia (¿clase alta, clase baja?, ¿urbana, rural?), de la escuela (¿privada, estatal?), de los grupos de amistad, en el trabajo, etcétera. Al cabo, si el proceso ha funcionado bien, los individuos saben qué hacer en las circunstancias del caso. Es decir, como buenos actores, han aprendido el papel que les toca representar.
Para afiatar o “encementar” estas pautas de conducta, todas las sociedades manejan un determinado “corpus” moral. O sea, se premia a los que cumplen las prescripciones de la posición-rol del caso y se castiga a los que se desvían. Tal es la función de los valores y normas morales. Hay normas sociales que se consideran “sagradas” (los “mores”) y otras menos decisivas (los “folkways”). La infracción de éstas opera como una especie de pecado venial. No respetar a las primeras ocasiona rechazo, ostracismo y hasta espanto moral. Hasta el mismo infractor pasa a sentir una culpa horrible y como el personaje de Dostoyevsky, termina por exigir el más duro castigo.
Los sistemas sociales nunca son perfectamente coherentes. Siempre operan con algún desajuste. O sea, hay conflicto de normas: lo que una exige, otra lo prohibe. Si el conflicto se localiza en zonas no significativas, la sociedad marcha sin problemas. Pero si se localiza en áreas vitales (vg. a nivel de las relaciones de propiedad) la sociedad se cimbra muy fuertemente: se sitúa en el entorno de un cambio social mayor y se configuran bandos en lucha: unos por preservar y otros por transformar radicalmente el orden social.
Cuando un sistema social empieza a desfallecer, la moral que le es funcional también empieza a perder eficacia. En el orden feudal y tradicional, por ejemplo, la mujer debía permanecer en su casa dirigiendo y ejecutando las tareas domésticas. Es el mundo de lo que Fray Luis describiera como “La perfecta casada”. Hoy esas pautas y valores resultan despreciables. Por lo menos en los países más desarrollados, se premia a la mujer que tiene un trabajo formal y que es autónoma, dueña de sí misma. Digamos, que se sitúa en un plano similar al del varón. Para nuestros propósitos el punto a subrayar sería: cuando un sistema social y la moral que le acompaña empieza a desfallecer y desintegrarse, este movimiento de huida va acompañado por otro de llegada: empieza a emerger un nuevo orden social y la correspondiente nueva moral. Con lo cual se cumplen dos cosas: a) se despliega un proceso histórico: opera el movimiento, el cambio; b) a la vez, se preserva el sistema u orden social genéricamente considerado: “se han cambiado los alimentos de la dieta básica, pero no se ha suprimido la necesidad de los alimentos.”
En ocasiones, poco frecuentes, la descomposición de lo viejo no viene acompañada por el surgimiento de lo nuevo. Las normas sociales se resquebrajan y pierden su capacidad regulatoria. Los que las respetan se van transformando en una minoría cada vez más pequeña. Los demás, que son la mayoría, pasan a conducirse como “inmorales”. ¿Por qué? Porque no surgen nuevas normas que reemplacen a las antiguas y periclitadas. Por lo mismo, tampoco hay moral de reemplazo. De hecho, emerge y crece una vida no regulada, ajena a normas preestablecidas y conocidas. Una especie de anomia gigantesca. Por lo mismo, tenemos que surge un tipo de vida que es: i) improvisada por los ejecutantes; ii) imprevista por los recipientes o contrapartes. En este marco, desaparece lo que se puede entender como moral regulatoria y se avanza o cae en un mundo en que todo está permitido. Y se comprende que en un mundo de ese tipo, la ansiedad y la angustia vitales se expanden en extensión y profundidad.
Más grave aún, la reproducción de la misma sociedad y de sus integrantes se ven seriamente afectados. Como cada cual se mueve a su antojo y el instinto más primitivo reemplaza a la razón, pareciera que se avanza a la nada (“Todo caído para no nacer nunca”, escribía Neruda). Una especie de inconsciente suicidio colectivo. Si tal sucede, podemos hablar de un proceso de descomposición social. Y por lo que se ve, México ha caído en ella.
Desafíos
Si intentamos resumir en muy pocas palabras lo que ha sido el experimento económico neoliberal, podríamos señalar: altísimo grado de explotación, relación excedente a Ingreso Nacional “anormalmente” elevada, gran despilfarro del excedente (salto en los gastos improductivos), pobreza que se extiende más y más, bajos niveles de acumulación y estancamiento económico. En suma: explotación, despilfarro, estancamiento.
El régimen neoliberal mexicano ha beneficiado, cuando mucho, a un 5 por ciento de la población económicamente activa (PEA). Y si son tantos los perjudicados (95 por ciento o más), la pregunta que brota es obvia: ¿si es tan dañino, por qué sigue vigente?
Hemos investigado este punto y calculamos que casi 70 por ciento de los perjudicados votan a favor de candidatos neoliberales. O sea, hay una especie de masoquismo generalizado. Es decir, asistimos a una falsa conciencia abrumadoramente extendida. Hoy, la alienación ideológica es la peor de las pandemias que azota el país. En lo cual, el papel de los medios (radio, televisión, etcétera) es vital. Impactan en la conciencia de los de abajo con más fuerza que los curas en la Edad Media. Generan idiotez, ignorancia y rastrerismo ante el poder. Como para acordarse de un diálogo teatral entre el personaje Primero y el personaje Segundo que podemos citar: “Segundo: Oye, dime, ¿por qué estás siempre lamiendo el culo al señor Schmitt? Eso molesta al señor Schmitt. Primero: Porque el señor Schmitt es muy fuerte, por eso le lamo el culo al señor Schmitt.”1 Al cabo, lo que se tiene es un panorama desolador: “lástima, en realidad no hay nada / más / que engañadores y engañados.”2
Si el pueblo mexicano no supera esta situación, nos hundiremos en el peor de los pantanos. De hecho, ya nos estamos hundiendo. Y debería estar claro que con puros exordios morales no se logrará nada. De lo que se trata es de romper con las estructuras de base que provocan estas consecuencias. Para lo cual, se necesita de una gran fuerza política, de organización eficaz y de desplegar una conciencia crítica certera y racional.
El dilema es claro: o el país se sigue hundiendo en un pantano cada vez más pestilente o se rompe de cuajo con el estilo neoliberal.
Cambio de modelo económico: ¿es posible?
El ascenso de Trump a la presidencia en EEUU y las políticas económicas que ha prometido impulsar ponen en la estacada al neoliberalismo mexicano, lo colocan como enfermo grave y desahuciado. Algunos, pocos pero poderosos, pretenden continuar con el modelo, aunque sea en términos lastimosos. Como sea, ante esta crisis de orden estructural, es claro que el país debe abandonar de cuajo ese estilo de funcionamiento (no hacerlo es como optar por el suicidio colectivo) y avanzar a un patrón de funcionamiento cualitativamente diferente. Y no está demás señalar la ironía encerrada en esta situación: la crisis y el cambio se le deben atribuir a Trump y cía. No al levantamiento de fuerzas nacionales mexicanas. ¿Alguna duda sobre la dependencia?
En este nuevo orden, es inevitable que el sector exportador (por lo menos durante un primer momento, que pudiera ser algo largo) deje de ser locomotora. Por lo mismo, el mercado interno debe pasar a funcionar como el factor impulsor determinante. Lo cual, debe subrayarse, exige mejorar significativamente la distribución del ingreso. Si esto no tuviera lugar, ¿a quién le venderían las empresas productivas que ahora deben vender en el mercado interno? Mejorar la distribución del ingreso no debe entenderse en el sentido de aplicar y ampliar los programas anti-pobreza basados en subsidios, prestaciones y demás. Se trata de pasar desde la “limosna apaga-fuegos” a un programa de industrialización y de empleos formales productivos. Por lo mismo, de absorción productiva de la marginalidad.
Para agrandar el tamaño del mercado interno se debe elevar el ingreso de los más pobres, transformarlos en demandantes significativos de bienes de origen industrial. Y para esto, la economía debe empezar a crecer a altos ritmos. Y se debe recordar: para suprimir la pobreza, el remedio más eficaz es el logro de altos ritmos de crecimiento. Lo cual, también implica un muy fuerte esfuerzo de inversión. Y como esta tiene un alto componente importado surge el problema clásico: la falta de divisas puede estrangular la inversión y el crecimiento. De aquí la necesidad de racionar con extremo cuidado el uso de las divisas escasas, orientarse por las “cadenas de valor”, hoy del todo fracturadas. Para el caso también debe recordarse que en el país opera un consumo suntuario y de ostentación que es importado y muy alto. Y que debería ser castigado en favor de la inversión productiva. En términos llanos, se debería prohibir la importación de whisky escocés y de champagne francés. En su reemplazo, importar maquinaria. Hoy, el coeficiente de inversión bruta gira en torno a un 20-22 por ciento. La reposición del capital fijo absorbe un 10 por ciento o más. Por ende, la inversión neta gira en torno a un 10 por ciento o algo más. Para un coeficiente producto a capital igual a 0.20, tenemos una tasa de crecimiento del 2.0 por ciento anual (0.10 x 0.20). Si se pasa a un coeficiente de inversión neta del orden del 15 por ciento con un coeficiente producto-capital incrementado al 0.25, se llegaría a una tasa de crecimiento del producto del orden de un 3.8 por ciento. El cálculo es bastante burdo, pero en términos de gruesos órdenes de magnitud, nos señala que la eventual “nueva ruta” no será un paseo triunfal sino algo bastante complicado. Máxime si se considera el papel del sector externo.
En este marco, también se puede esperar que las empresas nacionales pasen a ocupar un papel de vanguardia, reduciéndose el peso del capital extranjero. Como bien escribía Aníbal Pinto, el gran economista latinoamericano, “el impulso de una economía subdesarrollada que depende del comercio de productos básicos puede basarse en alto grado en la inversión foránea, pero no ocurre lo mismo si son las demanda y el mercado interior las metas de las actividades que se propugnan. En este caso, la responsabilidad de los capitalistas nacionales no va a ser suplida por la iniciativa extranjera.” Este juicio, hoy se debe matizar (el capital extranjero le tiene menos asco al mercado interno) pero, en lo grueso, tiende a ser válido. Este cambio de agente impulsor primordial no será sencillo: el largo período neoliberal ha provocado un claro adormecimiento y hasta degeneración en las capacidades empresariales autóctonas. El desplazamiento de marras también exige una fuerte intervención estatal para fortalecer y favorecer al empresariado autóctono (apoyos crediticios, de calificación de gerentes y trabajadores, generación de economías externas, etcétera). También, si es necesario, para generar empresas estatales (del todo o mixtas).
Por supuesto, la necesidad de diversificar el destino de las exportaciones mexicanas resulta vital, algo que no será fácil. El proteccionismo de EEUU, aunque este país llegara a crecer más rápido que en los últimos años (algo muy probable), va a afectar negativamente a las exportaciones del país. Las que van a EEUU explican un 80 por ciento o algo más de las exportaciones totales. En general, se puede esperar que descienda la capacidad para importar como porciento del PIB. Esto, en un contexto de fuertes presiones sobre el balance de pagos: si la inversión crece fuertemente (algo imprescindible) y el PIB del país también se eleva, las presiones por importar resultarían inmanejables. Lo cual obliga a un fuerte control de las importaciones (aranceles, cuotas, tipos de cambio diferenciales, etcétera). Y muy probablemente, según la respuesta de la capacidad para importar, a modificar (hacia abajo) las posibles metas de crecimiento del PIB. Y demás está señalar que se deben poner en juego toda la vasta gama de instrumentos de política económica disponibles y que el neoliberalismo dejó en el olvido total. Si usted debe operarse de una uña o de la nariz, lo puede hacer en términos ambulatorios. Si se trata de una cirugía mayor, hay que usar el mejor hospital con el mejor instrumental.
Compatibilizar altos ritmos de inversión y crecimiento, mejoras en la distribución del ingreso y una balanza de pagos manejable, es algo más que complicado. Y de seguro, imposible de maximizar, a la vez, en los tres planos. Más allá de preferencias doctrinarias, el cambio de rumbo exige de una fuerte e inteligente regulación estatal. También, generar “emoción” y “tenacidad” en favor del crecimiento. Y de manera crucial, castigar con extrema dureza al factor corrupción. Un gobierno fuerte, duro y muy autoritario (en favor del crecimiento, en contra del despilfarro improductivo) pudiera no ser muy democrático para la élite pero sí muy funcional.
1 B. Brecht, “Pieza didáctica sobre el acuerdo”, en Brecht, Teatro Completo, tomo 3, pág. 202. Alianza, Madrid, 1989. Si pensamos en el país y sus periodistas, comentaristas e “intelectuales” (el grueso), podemos percibir que cualquier coincidencia, no es para nada una casualidad.
2 B. Brecht, “Las visiones y los tiempos oscuros”, pág. 39. UNAM, México, 1989.