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La intervención de Estados Unidos y la migración centroamericana

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Foto: EsImagen / Jafet Moz
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En 1981, iniciada apenas la última etapa de la Guerra Fría, caracterizada por el aumento de la intensidad del anticomunismo, el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, puso en marcha la política exterior “Iniciativa de Defensa Estratégica”, que tuvo como finalidad acabar con “el imperio del mal” (léase comunismo). En Centroamérica, dicha iniciativa se centró en el exterminio de las guerrillas a través de la implementación de guerras de baja intensidad, una nueva modalidad de ofensiva contrainsurgente que combinaba acciones encubiertas y financiación de fuerzas irregulares, represalias económicas y presión diplomática (Sanahuja, 1996). Esto ocasionó que las crisis económicas, proliferantes en la región, se prolongaran, trayendo como consecuencia el desplazamiento, ya no solo intrarregional como ocurría durante la década de los años 70 del siglo XX sino, además, un aumento sostenido de la migración hacia Estados Unidos (León y Salazar, 2016).

La situación en la región se volvió tan caótica que, como parte de otra estrategia de intervención, Estados Unidos y otros países —entre ellos México—, implementaron políticas de asilo y refugio. Si bien un porcentaje importante de población se benefició con estas medidas, no todos pudieron acceder a ellas, por lo que otro porcentaje significativo de la población recurrió a medios irregulares de desplazamiento.

Después de años de polarización y guerra, en los 90 se emprendió la reconstrucción. En esa década se firmaron acuerdos de paz en la región —en El Salvador en 1992; en Guatemala en 1995. Se iniciaron programas de desarrollo, llevándose a cabo estrategias para la reducción de la pobreza, vía la integración. En esa coyuntura destaca la “Iniciativa para las Américas”, lanzada el 27 de junio de 1990 por el Presidente Bush, promocionada como una solución a mediano y largo plazo a los problemas de comercio, deuda, narcotráfico e inmigración, además de un apoyo efectivo a los procesos “democráticos” en América Latina (Sanahuja, 1996). En los hechos, dicha iniciativa constituyó una “nueva” forma de intervención por parte de Estados Unidos en la región.

Ni la paz, ni la supuesta apertura a la democracia, ni las estrategias para el desarrollo tradujeron un mayor bienestar para las mayorías en Centroamérica. Al contrario, se registró el crecimiento acelerado de la población, lo que, a su vez, desencadenó agudizados problemas sociales y políticos. Aunado a esto, en 1996, como parte de políticas de seguridad, Estados Unidos comenzó a deportar tanto a ciudadanos como a residentes que habían nacido en Centroamérica —muchos de los cuales llegaron a ese país una década antes, a través de las políticas de asilo y refugio. Un considerable número de estos deportados habían sido condenados por algún delito y formaban parte de pandillas en zonas conflictivas y marginales de Estados Unidos, donde la violencia estructural y simbólica había reproducido el estigma racializado de que los migrantes, principalmente los de origen latinoamericano, negros y de medio oriente, eran criminales y extraños indeseables que no merecían permanecer en Estados Unidos (Segura, 2016; Bourgois, 2009; Oboler, 2014).

A finales de la década de los años 90, a las tensiones provocadas por las deportaciones se sumaron las catástrofes ocasionadas por contingencias climáticas, en especial, el huracán Mitch en 1998 y otros fenómenos naturales como los terremotos que afectaron la región. A raíz de estas catástrofes, el Congreso de Estados Unidos presentó la iniciativa Central American Hurricane Mitch Relief Act que, entre otros aspectos, incluía la implementación del Estado de Protección Temporal —TPS, por sus siglas en inglés1. Salvadoreños, hondureños y nicaragüenses fueron elegibles para TPS. Como una medida adicional, el gobierno del presidente Bill Clinton estableció la suspensión de las deportaciones, de octubre de 1998 a enero de 1999. Dicha medida resultó contradictoria con respecto a las políticas restrictivas implementadas tan solo unos años atrás.

En estas condiciones, la dependencia externa de Centroamérica se acentuó, encadenándose marginalidad, pobreza, desigualdad, inseguridad y militarización como remedio. En esos años se exacerbó la migración masiva a las ciudades, así como la migración económica internacional —diferente a la registrada las décadas anteriores, asociada a la búsqueda de asilo y refugio político. Así, se desplegó una intensa dinámica de movilidad de poblaciones —principalmente originarias de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua— con destino preferente a Estados Unidos, misma que se mantiene hasta hoy. Su creciente dependencia con respecto a las divisas estadounidense es muestra de ello.

Desde entonces, en la migración centroamericana se articulan tanto flujos regulares como irregulares. Sin lugar a dudas, esta distinción y desigual manejo obedece a los lineamientos que Estados imponen para restringir o permitir la movilidad. En los flujos migratorios centroamericanos hacia Estados Unidos se identifican dos dinámicas. En primer lugar, dentro de Centroamérica gozan de cierta libertad de movilidad, lo que ha permitido que los desplazamientos hasta la frontera con México tengan el carácter de regulares o autorizados, fomentando con ello la migración internacional.2

En segundo lugar, coexiste esta movilidad autorizada con desplazamientos de carácter irregular, sobre todo una vez que los migrantes se internan en territorio mexicano. Si bien México jugó un papel importante en la recepción de la población centroamericana durante los años ochenta, a partir de los años noventa la política mexicana frente a los flujos centroamericanos se volvió más restrictiva y sumamente violenta. En particular, tras el 9/11, haciéndose eco de los discursos de los gobiernos de Estados Unidos sobre la seguridad nacional. Los flujos de migrantes, principalmente los irregulares, una vez más, fueron percibidos como amenazas a la cultura de los países receptores. Desde entonces y hasta la fecha, el racismo, el clasismo, la xenofobia y la transfobia influyen y condicionan las políticas frente a estas poblaciones diezmadas por las intervenciones del país del norte en complicidad con las oligarquías locales.

 

 

 

1 El TPS es un estatus migratorio provisional otorgado por los Estados Unidos a los nacionales elegibles de países que están sufriendo las consecuencias de un conflicto interno armado, un desastre natural u otras condiciones extraordinarias temporales. A finales de 2017, el presidente Trump revocó el TPS a miles de centroamericanos, sin embargo, en octubre de 2018, un juez bloqueó dicha decisión, extendiéndose hasta enero de 2020.

2 Iniciativas de cooperación regional —como el Convenio Centroamericano de Libre Movilidad o C4, firmado entre El Salvador, Honduras, Nicaragua y Guatemala— han permitido el libre tránsito entre los ciudadanos de los países firmantes.

 

Referencias

Bourgois, P. (2009) Recognizing invisible violence. A thirty-year etnographic retrospective. En B. Rylko-Bauer, L. Whiteford, y P., ed., Farmer, Global Health in Times of Violence. Santa Fe, NM: School of Advanced Research Press, pp. 18-40

León, A. y Salazar, S. (2016). Del cerro al norte. Historia y memoria, en la migración campesina hondureña, en Migraciones en América Central. En: C. Sandoval, ed., América Central. Políticas, territorios y actores, 1ra ed. San José, Costa Rica: Editorial UCR, pp.3 – 24.

Oboler, S. (2015). Extraños desechables: raza e inmigración en la era de la globalización. INTERdisciplina, 2(4).

Sanahuja, J. (1996) La ayuda Norteamérica en Centroamérica, 1980-1992. Doctorado. Universidad Complutense.

Segura, G. (2016). Procesos de regionalización de la política migratoria estadounidense en Centroamerica. En En: C. Sandoval, ed., América Central. Políticas, territorios y actores, 1ra ed. San José, Costa Rica: Editorial UCR, pp.101-118.

 

 

 

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