Un día en la vida: dos niños migrantes-trabajadores en México e India

En dos lugares distantes del mundo dos niños se levantan apenas despunta el sol y se preparan para otro día de trabajo. Ambos son migrantes internos, expulsados de sus regiones de origen junto con sus familias por una agricultura local en crisis y décadas de políticas neoliberales que nunca estuvieron interesadas en proteger a los campesinos de sus países de la voraz e inequitativa competencia impuesta por el mercado.

Estos dos niños conocen bien lo que significa una migración impulsada por la precariedad, el hambre y el ansia de encontrar mejores posibilidades para la reproducción de su vida. Conocen bien el sentimiento de ser un extraño en su propio país y qué clase de implicaciones puede tener esto. Para Mateo, un niño mixteco jornalero de 10 años, ser migrante interno, expulsado de la Montaña de Guerrero (una de las regiones indígenas más pobres de México), donde la agricultura ya no deja ni para comer, ha implicado tener que recorrer nuestro país trabajando por cortas temporadas en la cosecha de todo tipo de hortalizas, que a veces se exportan y otras veces abastecen el mercado interno. Ha significado deambular por una constelación de campos agrícolas y sembradíos que se extienden por la borrosa geografía de un país llamado México, que a veces también se confunde con un país llamado “Estados de Sonido”1. Significa llevar una vida itinerante, precaria e inconstante, donde la subsistencia nunca está garantizada, y muchas veces pende de un hilo. Del fino hilo de las fluctuaciones del mercado, de las condiciones climáticas, de la demanda de mano de obra y de las condiciones de trabajo impuestas por las empresas agrícolas, cuyo principal objetivo es maximizar las ganancias y minimizar los riesgos. Para Mateo, ser migrante y niño trabajador ha significado ir haciéndose “grande” durante las largas jornadas de trabajo, con el esfuerzo cotidiano en los surcos. Fortalecer el cuerpo y hacerse inmune a base de insolaciones, infecciones y un constante contacto con pesticidas y agroquímicos. Crecer mientras la fuerza física “arrecia” y madurar mientras se asume una cada vez más comprometida responsabilidad en el sostenimiento económico propio y de los hermanos menores. Hacerse “hombre” y ciudadano mientras su familia lucha por sobrevivir a la ignominia de la pobreza y a la invisibilidad del trabajo precario y explotador.

Fotos: Valentina Glockner

Para Buran, un niño de 10 años de origen kannadiga2, quien migró junto con sus padres a la ciudad de Bangalore —el “silicon valley” de la India— ser migrante interno, pobre y de origen rural implica, por ejemplo, no tener acceso a una identidad oficial, lo cual a su vez implica ser invisible para el estado y, por ende, no tener acceso a sus programas de protección o de bienestar social, no poder acceder a empleos más estables y mejor pagados, tener que vivir permanentemente en asentamientos irregulares, sin derecho a los servicios públicos más elementales y a ser presa de líderes locales y autoridades corruptas que aprovechan cualquier oportunidad para exigir dinero. Para Buran, ser migrante y niño trabajador ha significado mudarse a un entorno social y material completamente ajeno, en el que su inserción al mercado laboral de la recolección informal de basura es una cuestión inobjetable, pues es una cuestión de supervivencia.

Todos los días Buran deambula por la compleja y a veces indescifrable geografía de la ciudad más cosmopolita y moderna de la India. Al igual que Mateo, cada día Buran recorre durante largas jornadas su terreno de trabajo en busca del sustento cotidiano. En el caso de Buran, esta geografía no está marcada por polos de desarrollo agrícola, oasis de fertilidad y tecnología de punta, sino por tiraderos de basura. Unos más grandes y generosos que otros, dependiendo de la zona donde se encuentren. Algunos son auténticas “minas” de materiales reciclables que se venden sin problema; otros son sólo pequeños basureros de traspatio o terrenos baldíos esparcidos en los barrios de la clase baja, donde hasta la basura está devaluada.

Ambas geografías, la de Mateo y la de Buran, conforman constelaciones conectadas por complejas redes de transporte, almacenamiento y transacciones financieras; controladas por una serie de intermediarios, acaparadores, mayoristas y hombres de negocios. Ellos no son más que el último eslabón en un compleja trama de transacciones e interconexiones que escapan a su conocimiento y comprensión; y sin embargo, ambos niños son fundamentales para que estas redes sigan funcionando.

En estas vastas constelaciones distópicas, al cosechar una hortaliza Mateo contribuye a producir un bien de primera necesidad que permitirá la reproducción biológica de miles de personas, al tiempo que su propio cuerpo cansado, marcado por las huellas de la desnutrición y la rudeza del trabajo —un cuerpo aún en desarrollo—, se desgasta y su infancia se torna efímera. Al recoger basura, Buran contribuye a que aquellos bienes que han agotado su valor de uso puedan reciclarse para convertirse en mercancías una vez más y alguna utilidad pueda todavía ser extraída de ellos. Mientras que a eso que el uso, el tiempo y el deterioro han convertido en desecho se le permite una vez más reproducirse y convertirse en objeto de valor, consumo e intercambio, la vida aún en potencia de Buran se agota y su desarrollo se va mermando mucho antes de haber alcanzado su plenitud.

Al caminar entre los surcos de las grandes plantaciones de hortalizas, Mateo recorre la geografía de la bonanza, de la altamente tecnologizada y controlada producción y reproducción de la vida. Agachado por más de ocho horas al día, Mateo recoge con sus hábiles manos los frutos que alimentarán a miles de personas en su país y en otras naciones. Su entrenada mirada reconoce con prontitud qué frutos hay que recoger, cuáles hay que dejar madurar y cuáles ignorar porque son inservibles, y con gran velocidad los arroja en el costal que pende de su cintura.

Buran, al otro lado del mundo, recorre la geografía del desgaste, del agotamiento y del deterioro. Cada día camina varios kilómetros recorriendo la bulliciosa Bangalore en busca de desechos reutilizables y se agacha también un sinnúmero de veces para, veloz y ágilmente, examinar los objetos que pueden servirle. Rápidamente distingue entre el aluminio y el cobre, entre el PET y el resto del material reciclable que será bien remunerado en el cada vez más rentable mercado de la basura y lo pone en el costal que lleva sobre la espalda, tirando nuevamente al suelo o pateando con el pie desnudo aquello que no es más que simple y llana basura. A diferencia de Mateo, Buran no trabaja con su familia, sino que lo hace solo. Algunas veces va acompañado por sus amigos que son migrantes como él, algunos incluso originarios de la misma comunidad, pero esto no es muy rentable porque incrementa la competencia. Es mejor separarse y trabajar solo para maximizar las ganancias.

Las vidas de ambos niños transcurren en un universo distópico donde el ser niño migrante pasa por el ser explotado y expoliado de todo aquello que suele considerarse una infancia “normal”. Ser niño es algo que se aprende junto con el trabajo duro, el significado de la precariedad y las dimensiones de responsabilidad hacia la familia. La violenta aceleración de los ritmos de producción y circulación del capital ha trastocado ya de tal manera los ritmos de vida de los trabajadores más depauperados, que estos niños se encuentran desgastados y envejecidos mucho antes de haber podido desarrollarse y crecer. La posibilidad de disfrutar de una infancia en la que el descanso, el juego, la pausa y la lentitud de los procesos biológicos y cognitivos marcan el ritmo y la cadencia de la vida se desvanece ante una realidad en la que su fuerza es explotada y sus cuerpos son consumidos mucho antes de haber podido desarrollarse y alcanzar su plenitud.

Notas

1 Así es como algunos niños indígenas mixtecos vocalizan las palabras Estados Unidos.

2 Término que hace referencia a los hablantes nativos de la lengua Kannada, de la familia dravídica, hablada mayormente en el estado de Karnataka, pero también en los estados vecinos de Andhra Pradesh, Tamil Nadu, Kerala, Goa y Maharashtra.

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