Para principios de los años 80 del siglo pasado, apenas iniciando mis estudios de medicina, la genética era una materia que solamente podíamos estudiar en una forma extremadamente abstracta, con más imaginación que certeza y estableciendo conjeturas que solamente lográbamos constatar en enfermedades que se perciben a través de características demasiado obvias, como la trisomía 21 o “Síndrome de Down”. No puedo decir que estudiar fuese complicado, pues más allá de lo extremadamente interesante que era imaginar los cromosomas y el material genético, no teníamos un laboratorio que nos permitiese vislumbrar cómo se reproducía la mosca del vinagre o mosca de la fruta, llamada Drosophila melanogaster, que por tener un reducido número de cromosomas (apenas 4 pares), un ciclo de vida que dura apenas entre 15 y 21 días, además de ciertas similitudes en el genoma de mamíferos, aún ahora constituye una especie que frecuentemente se utiliza para experimentación genética. Tampoco teníamos que estar sembrando chícharos como lo hizo el sabio Gregor Johann Mendel (1822-1884) para descubrir asombrado las características dominantes que marcarán el efecto directo de un gen y los rasgos recesivos, que necesitarían estar determinadas por el apareamiento específico de ciertos guisantes para poder manifestarse ante los fascinados ojos de Mendel. Los estudiantes de medicina solamente lo podíamos soñar sin tener apenas lejanamente las probabilidades de aplicar ésas tecnologías ciertamente rudimentarias y absurdamente poco aprovechadas. Creo sinceramente que hubiese sido más didáctico ver unos cromosomas al microscopio y habernos puesto a sembrar guisantes para tener una experiencia vivencial, que haber comprado un libro de genética y haber memorizado párrafos que para estos momentos definitivamente ya pasaron a formar parte de esos recónditos olvidos que no vale la pena recordar. Y es que efectivamente lamento mucho no haber sabido que para esas fechas, es decir específicamente en 1984, comenzaron una serie de planes que fueron denominados como Proyecto Genoma Humano (PGH), que tenía como meta establecer la secuencia de genes descifrando el código genético del hombre. Paralelamente miembros del Departamento de Energía de Estados Unidos (DOE) ya estaban interesados en estudiar el efecto de las radiaciones en los genes, por sus actividades en programas nucleares.
A este se le denominó proyecto Hugo (de las siglas Human Genome Organization). Pero entonces se dio una especie de enfrentamiento entre los biólogos moleculares que trabajaban en las universidades y los biólogos de los Institutos Nacionales de Salud (NIH), pues estaban en juego más de 28 millones de dólares, solamente para el periodo de 1988 a 1989. Finalmente quien desenredó este entuerto fue el científico James Dewey Watson (1928) quien con el británico Francis Harry Compton Crick (1916-2004) habían descubierto la estructura molecular del Ácido Desoxirribo-nucleico (ADN), no solamente ganando el premio Nobel de Fisiología y medicina en 1962, sino maravillando al mundo al explicar cómo en una estructura de doble hélice puede estar comprimida la información de lo que somos en una forma plena y absolutamente individual, en todas y cada una de nuestras células. El problema quedó resuelto estando el Dr. Watson al mando del proyecto en 1988, representando a los Institutos Nacionales de Salud, pero estableciendo estrategias de cooperación y comunicación para evitar redundancia en las investigaciones y efectivamente llevar conjuntamente una estrategia de cooperación. El crecimiento en el interés de estudiar el genoma humano se universalizó y entonces el proyecto Hugo se hizo internacional. Para 1994 un médico llamado John Craig Venter (1946) inició un plan personal y un Instituto para la Investigación Genética (TIGR) en una audaz y temeraria acción, para que en 1999 comenzara su propio Proyecto Genoma Humano con un propósito mercantil, iniciando una especie de carrera contra el gobierno y sus investigadores, proponiendo un método más barato y rápido denominado shotgun sequencing. Pensando más en un fin comercial, lo que se buscaba era establecer patentes que pudiesen ser económicamente rentables. Aun cuando se pensó que el descifrado del código iba a durar 15 años, se logró dos años antes de lo previsto, en un literal empate entre la empresa fundada por Craig Venter y las instituciones gubernamentales de Estados Unidos. Ahora el panorama, apenas a un poco más de diez años de este logro, comienza a brindar expectativas extraordinarias en el ámbito de la medicina preventiva. Los análisis genéticos permiten anticipar enfermedades degenerativas. Se puede hacer un seguimiento histórico de la evolución de las especies. Ayuda a establecer diagnósticos prenatales, es decir, antes del nacimiento, para instituir medidas correctivas.
Abre infinitas posibilidades para la terapia génica, la biofarmacología y la medicina predictiva. Sin embargo, la investigación va mucho más allá de lo que nos podemos imaginar. Si hablamos de que el código genético guarda dentro de cada célula, una cantidad de información equivalente a un ser humano, podremos imaginar las posibilidades de almacenar información si se toma como modelo el ADN. La revista Science del 20 de abril de 2012 tiene un artículo donde se notifica la creación de polímeros genéticos sintéticos; en pocas palabras, material genético de laboratorio. Como nombre le han puesto XNA (de xeno ácidos nucleicos, tomando la palabra griega xénos que significa extraño o extranjero); se puede guardar información más allá de lo que podemos imaginar. De hecho, en la revista Nature del 23 de enero de este 2013 se publicó un artículo en el que investigadores del Instituto Europeo de Bioinformática (EMBL-ERI) mencionan haber logrado almacenar en una pequeña mota de polvo los 154 sonetos de William Shakespeare, una fotografía, un documento con la investigación y 26 segundos del video del discurso “Tengo un sueño” de Martin Luther King. Como no se descompone con facilidad, pueden durar decenas de miles de años y en una pequeña cantidad de este material genético pueden guardarse por lo menos 100 millones de horas de video en alta definición. No falta mucho para tener acceso a estas maravillas y si bien hasta hace poco vinculábamos las ciencias aplicadas con lo antinatural, la brecha entre lo virtual y lo natural se va a hacer menor, mientras nosotros por siempre ignoraremos hasta qué punto será.